Hay un colibrí que quiere entrar a mi hogar, pero no lo dejo.
Temo que la felicidad de sus aleteos calmen la ansiedad de mi mente y el infierno de mis escritos.
Aunque es hermoso, de colores inefable. Le gusta mi ventana gris, con toda la brisa que conlleva las 2:00 AM o las 11:00pm.
Hay un colibrí que me observa. Sé que es especial.
Llega solamente a mi ventana por las noches. Cuando el brillo de la luna está con los rotos, con los grillos, los callejones y los susurros del viento.
Ese colibrí me ha visto en las alcantarillas, desgastando mi alma con licores, lienzos de mujeres, las cenizas en mis barbas. Muchedumbre con los sesos quebrados.
Siempre, aunque lo manotee para que se vaya. Va a mi ventana en el ocaso de mi perdición, para ver que siga respirando.
Hay un colibrí que llega cada noche y se va al amanecer.
Me observa con apenas una lagrima contenida en los ojos por afuera de estás cuatro paredes. Pero jamás deja de aletear para que yo lo vea.
Hay un colibrí que me mira desde afuera.
Lo miro con el intento de los ojos cristalinos por verme de nuevo con el ron en mano y le digo «Vete. El alquitrán ya no se puede vomitar».
Hay un colibrí aleteando en mi ventana.
Trae algo de polen, y me dice «¡Hey! Ya descansa de tanto caos, deja esta batalla contigo. Ven, déjame entrar. Ven, te quiero abrazar».
Ya no me identifico con la cotidianidad que normalmente las personas hacen.
Y aunque amo a ese colibrí, sé que le haría más daño si le abro la ventana.
Ya no lloro por ello.
¿Y tú?