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[Imagina una mujer afeitando el planeta Tierra]

Revisé el celular, nueve y diez de la noche, a buen paso en veinte minutos estaría en casa. Durante el trayecto me enfrenté al repulsivo espectáculo de una ciudad en decadencia.

…Llevas contigo una especie de abismo
mezquino y portátil, levemente ridículo…


Michel Houellebecq 

El primer acto de aquella obra de teatro dirigida por una catalana [imagina una treintañera obsesionada con lo ínfimo de la vida cotidiana], me transportó a algunas escenas incómodas de mi niñez. Mi padre [imagina un hombre atravesado por la resignación] frente al espejo del patio trasero con el radio a todo volumen, la brocha desbordada de espuma de afeitar resbalando sobre sus mejillas pálidas y regordetas. En el segundo acto me pareció retroceder más de treinta años, estar de cara a la puerta cerrada de la habitación de mi hermano [imagina un muchacho adicto a la contrariedad], creí oír su voz rasgada gritando como energúmeno que lo dejaran en paz o espolvorearía los churros de la merienda con Racumín. En el tercer y último acto, recordé a mi madre, por allá en 1990 [imagina una señora merecedora del Oscar a mejor actriz de reparto] afirmando a la hora del almuerzo que el sistema gástrico es el encargado de revelar nuestras miserias. Le repetía a mi padre [imagina ahora al hombre más triste del vecindario] que sus frecuentes enojos, no solo le podrían ocasionar úlceras, sino acidez, agrieras, gases, indigestión, piedras biliares y otras enfermedades. Mientras tanto él torcía la boca y dirigía su atención hacia las lámparas del techo [imagina dos antediluvianas de vidrio barato a punto de lanzarse sobre los platos de sopa]. La perorata sobre el sistema gástrico me producía una violenta necesidad de huir para no volver, aunque tuviera solo ocho años; el nerviosismo brotaba de una manera tan feroz que, incluso, me llevaba a pensar que habría sido mejor no haber nacido.

El teatro [imagina una pintoresca casa de los años cincuenta declarada monumento arquitectónico] se desocupó en un dos por tres, algo que agradecí, lo último que quería era encontrarme con algún conocido, me atormentaba además la idea de siquiera rozar el hombro con el de alguien más, por eso fui la última en salir. Antes fui al baño y al verme al espejo noté un leve sarpullido en mi barrilla. Me elevé las solapas del abrigo y decidí volver a pie, pese a la consabida inseguridad que azota a todos los sectores de la ciudad luego de la pandemia. Revisé el celular, nueve y diez de la noche, a buen paso en veinte minutos estaría en casa. Durante el trayecto me enfrenté al repulsivo espectáculo de una ciudad en decadencia. Corrillos de jóvenes [imagínalos con latas de cerveza en el parque y reguetón a todo volumen], un sinfín de escupitajos alfombrando las aceras, desechos orgánicos y platos desperdigados frente a los restaurantes. Tuve que contener la respiración varias veces al pasar junto a los postes de la luz impregnados de orín. Ahogué el llanto cuando vi a dos perros intentando pasar al otro lado de la calle [imagina un par de criaturas a las que habría podido contarles las vértebras]. Apreté los dientes cuando vi a un borracho [imagina un enano con la mirada rota] persiguiendo con la bragueta abierta a una muchacha [imagina a la pálida y asustada recepcionista de un hotel], me atortolé al oír la carcajada de un vagabundo [imagina sus pómulos afilados, sus pantalones grises escurridos] que introducía un cigarro de marihuana en la cerradura de una casa esquinera. Quise llorar y gritar, pero ahogué toda emoción que pudiera entorpecer mi pronta llegada al apartamento [imagina el lugar más escrupulosamente organizado del planeta]. ¿Qué han tenido en la cabeza los urbanistas y arquitectos de esta ciudad? ¿A qué diablos se ha dedicado la alcaldesa por casi cuatro años? ¿Hasta cuándo este zafarrancho? Corroboré la idea de que debí nacer en otro mundo [imagina uno en el que la gente tardaba horas eligiendo el papel para escribir una carta, cocinaba con leña y se trasladaba en coches tirados por caballos]. Aceleré el paso, y junto a mí, pasó un fulano [imagina un potencial asesino vestido de negro, con una barba frondosa y chorreada de sopa], cuya maleta de lona le desnivelaba el hombro. Al abrir la puerta del apartamento resonó en mi mente de nuevo la voz de mi madre proclamando que las tripas saben todo primero que tú. ¿Qué me estaban diciendo mis entrañas entonces? No tenía la menor idea, al menos en ese instante, solo tenía claro que me picaban los ojos, también que me veía a mí misma como a una mujer obsesionada con lo más ínfimo de la vida cotidiana, igual que la dramaturga catalana.

Descansé un poco al lavarme las manos [imagina una frotación vigorosa, exagerada], como si las hubiera deslizado sobre una superficie insólita [imagina una piscina olímpica rellenada con vómitos]. La aspereza de la realidad se me aparecía por donde quiera que mirara, el mundo se hacía cada vez más rasposo e ignoraba qué podía hacer al respecto. El sarpullido de la cara comenzó a extenderse por el cuello, el pecho, los hombros y el abdomen.    

Saqué una agonizante botella de whisky [imagina cualquier marca perrata] y con afán me serví un trago sin hielo, pero en cuestión de un segundo mi boca, así como las paredes de mi estómago, estaban en llamas [imagina el discurso de mi madre acerca del consumo de alcohol]. Admito que escupir el trago sobre la foto familiar [imagina cuatro pesimistas enseñando los dientes junto a un ramo de astromelias] no fue un acto del todo inconsciente.   

Me tumbé en el sofá con los pies apoyados en la pared y en medio de la penumbra me asaltaron de nuevo los olores que percibí durante el trayecto a casa [imagina lo que resulta de mezclar cadaverina, azufrina y putrescina], de suerte que repudié esta humanidad poseída por la estupidez, el egoísmo y la fealdad. Me rasqué los ojos y el cuerpo casi hasta el padecimiento. Pasé al menos dos horas, la verdad no sé cuántas, concentrada en la forma alargada del perchero que había instalado hacía unos meses junto a la puerta, aparecieron en el escenario de mi mente encrespada secuencias incoherentes [imagina mareas de ojos sin consciencia, una urbe inhabitable plagada de bocinas, paredes rayadas y seres devoradores de tiempo]. Un pánico en la boca de mi estómago apareció al suponer que corría peligro; tenía la seguridad de no ser capaz de volver a salir a la calle y enfrentar tanta tosquedad, ignorancia y ruido. El caos de mi mente me llevó a donde se le dio la gana. El planeta Tierra se convirtió gracias al quinto trago de whisky en una esfera dócil y beige del tamaño de una pelota de baloncesto. Desde niña supe que una buena afeitada requiere de las mejores herramientas, por eso elegí una máquina que me facilitara el trabajo [imagina una de tres hojas con mango de goma y cabeza móvil] que me permitió lograr un efecto impecable y sin irritación. Hidraté la piel de planeta Tierra con un baño de agua tibia [imagina una multitud de folículos relajados y miles de poros abiertos]. Después apliqué la espuma que enjuagué pronto. Volví a pasar la máquina y seguí la dirección del crecimiento del vello [imagínalo negro profundo]. Terminé con agua helada para cerrar los poros y reafirmar la piel. Enseguida le di unos toques con aceite esencial de árbol de té y así perfumar. El mundo era ahora un lugar pulcro, magnífico. La esfera beige pareció habitable, pero solo por dos minutos [imagina mi espanto al notar que el vello crecía a una velocidad de 5.0]. Como no sería capaz de vivir en un lugar rebelde, lo mejor sería darle la espalda. Imposible poder olvidar al tío Fabián reproduciendo la frase de Sartre: «No se necesita hervir: el infierno son los otros».

Ignoro cuánto tiempo después [imagina que fueron sesenta y cinco minutos] apareció la necesidad de vomitar, que me hizo llegar de una zancada al inodoro, donde quise que todo se desintegrara para no madrugar, para no tener que ver, oír ni hablar nunca más con nadie, renunciaría a salir a la calle, al supermercado, trabajar o asistir a reuniones con personas convertidas en autómatas. Me di una ducha caliente [imagina una mujer ebria y con expresión ogresa que se queda inmóvil por diez minutos bajo la regadera] y así poder conciliar el sueño. Me rasqué la piel del torso hasta quedarme dormida. 

Desperté de repente a la una y treinta de la madrugada. ¿Qué ocurría? [imagina un matrimonio heterosexual en el piso de arriba cotorreando y carcajeando de una manera infame]. Mi mente quiso borrar esa marea de voces [imagina una mujer presionándose los oídos con toda la fuerza de sus manos y lanzando insultos al techo]. A qué hora me había mudado a ese edificio plagado de residentes escandalosos, de gente que arrojaba empaques vacíos de chicle en los pasillos o en los ascensores, de amos miserables que dejaban a sus perros encerrados durante días. 

A eso de las seis de la mañana me despertó de nuevo una voz humana. Esta vez se trataba de otro hombre en el apartamento contiguo [imagina un cuarentón con voz de tenor pegado al teléfono con su madre], unos minutos después oí el berrinche de un niño [imagina una criatura de dos años quizás con altísima fiebre], el ritmo de una caminadora eléctrica  [imagina además el rugido de un motor obstruido por desechos], ladridos en la calle [imagina dos machos de  Rottweiler que se odian a muerte], las bocinas de los carros [imagina conductores que no saben esperar medio segundo], alguien azotando la puerta del depósito de basuras y gritos limpios de vendedores ambulantes [imagina la voz de un hombre que levanta la calle al repetir cada cinco segundos: eucaliiiiiptooooo eucaliiiiiptooooo). 

Al levantarme cada día lo primero era abrir cortinas y ventanas, orinar, y prepararme el desayuno, pero esa mañana la sola idea de enfrentarme a la luz me incomodó, así como la de tomarme la taza de chocolate y comerme un par de huevos fritos. ¿Qué era ese cuchicheo? ¿Quién hablaba en el pasillo? ¿Quién demonios encendía un taladro a las siete de la mañana? Comprobé que la ira, al menos la mía, se ubicaba en el oído; de los sentidos, quizás este sea el más intolerante. ¿Eso era reguetón? ¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de empezar el día con semejante ruido? Me quedé absorta [imagina una mujer flaquísima con el pelo castaño, revuelto, sentada en el borde de la cama]. Mi celular vibró y encontré dos mensajes de mi madre, uno de mi cliente más importante, y una llamada de spam. El berrinche del niño continuó, entonces apreté los dientes [imagina unos incisivos con diastema, manchados por treinta años de café negro], y grité con todas mis fuerzas: «Cállateeee, mocosoooo». Me cubrí los oídos con las manos temblorosas, lloré [imagina un tono grave, casi masculino], gruñí y en vez de ir a tocar la puerta de los vecinos para exigir silencio, saqué de la mesa los tapaoidos de silicona, regalo de mi madre, [imagina un par de cilindros azules de dos y medio centímetros unidos por un cordón azul cobalto]. Supuse que los usaría a lo sumo por un par de horas, pero me los dejé puestos el resto del día. Me negué a escuchar algo que no fuera los latidos de mi corazón y el sonido espeso de mi saliva bajando por la garganta. ¿De dónde saqué tantos resabios? ¿Por qué la gente hacía lo que le daba la gana sin pensar en que podían molestar a alguien más? ¿Qué habría hecho yo ese día si hubiera podido ser Dios? Extinguir la especie humana.

A partir de entonces, el mundo se convirtió en un lugar para pensar y rascarme el cuerpo, no para vivir [imagina el desconsuelo de una nómada que nunca más pudo reunir suficiente dinero para viajar, que no supo conformarse con la fealdad irreparable de su ciudad natal]. Cada día parecía más atronador el recuerdo de la voz del médico [imagina el ceño fruncido de un octogenario mientras revisa un examen de tejidos blandos]. Cada vez resultaba más doloroso recordar a Patrick Weiman [imagina un pianista alemán que te hace sexo oral telefónico, te lleva a levitar por una concurrida avenida latinoamericana y logra leer La broma infinita de David Foster Wallace en diez días…pero un día te envía un correo con este mensaje: «La cruda verdad es que solo fuimos dos personas que hablaban por teléfono. Te deseo lo mejor. Adiós»].

Pasé el día entero en la cama, espatarrada, las cortinas cerradas, con la piel del cuerpo cada vez más enrojecida, marcada por las huellas de mis violentas uñas mal recortadas. Recordé con precisión una escena de la obra de la noche anterior, la dramaturga rendía homenaje al delantal de las abuelas. ¿Qué es un delantal?, se preguntaba la protagonista en el último acto, enseguida se respondía a sí misma: un protector de la ropa en buen estado, una toalla para secarse las manos, un cogeollas, una panera, un pañuelo, un limpión, un soporte para vegetales, huevos y pollitos, una capa de protección para los niños tímidos, un abanico, un monedero [imagina que en el tercer acto el personaje de la abuela se transformaba: con la luz azul en protector, con la roja en toalla, con la amarilla cogeollas, en fin, y en cada rol pronunció un breve monólogo que me aflojó lágrimas].

Al día siguiente me levanté, y por un momento sentí el impulso de abrir las cortinas, pero supe que la luz me enfermaría. ¿Dónde había dejado el tapaojos de dormir, ese tan simpático de la tienda japonesa? Lo hallé en la mesa de noche junto a las pastillas para la jaqueca. Me lo puse me sentí afortunada por tener control sobre el ruido y la luz. Renuncié deliberadamente a oír y a ver, lo hice llevada por un inevitable anhelo de desconexión. A tientas fui hasta baño a lavarme los dientes, a rascarme el torso y luego a la cocina por un vaso de agua fría. Mi apartamento se convirtió en un oscuro abismo que yo misma había creado. El deseo de comer ya no existía, solo una leve e intermitente sensación de hambre. De regreso a la habitación [imagina una mujer débil y en bata de dormir manoseando con torpeza las paredes, los marcos de las puertas y las gavetas]. Maldije con cada trompicón, pero apareció un raro alivio, una sensación de estar llegando por fin a un lugar que había buscado durante toda mi vida [imagina la nada, un espacio blanco nácar creado por un magnífico escenógrafo]. Esa tarde busqué a tientas en el ropero un viejo par de guantes de cuero, ya no quería tocar nada. Estaba decidido que no volvería a salir, el encierro y la clausura paulatina de mis sentidos me dio una sensación de paz que no conseguí ni en aquel viaje al desierto de Mojave. Las horas desfilaron sin prisa. La oscuridad y el silencio estaban conmigo, de mi lado. Dejé mi cuerpo invadido de sarpullido bocarriba sobre la cama, el edredón blanco de plumas a veces debajo, a veces en el suelo, otras encima de mí, solo sacaba la cabeza para respirar de vez en vez. Nada del exterior me interesaba ya, mi único objetivo era convertirme en mente… y luego en nada. Repudié mi propia respiración, conocí lo que significa el estorbo del cuerpo. Al diablo la corporeidad.

Un día [imagina uno cualquiera], el sentido del tiempo comenzó a desvanecerse, a ser cada vez más difuso, me tomé quince minutos libre de tapaoidos, tapaojos y guantes para barrer, limpiar un poco el baño; no estaba dispuesta a vivir en medio de la cochambre. Un tipo hambre distinto, más apremiante, me asaltó en la tarde, por eso abrí la nevera y el hedor me espantó, vi champiñones ennegrecidos, tomates con una capa de lama blanca, muslos de pollo con borde verde, un trozo de pan con pecas verde turquesa. Me preparé una taza de avena en hojuelas remojada en agua tibia, sin canela ni clavos, estaba segura de que no soportaría ningún otro sabor, no quería dulce, umami, salado, amargo, picante, o ácido, nada. Me comí ese engrudo como una tarea, por poco y no reúno las fuerzas para masticar. El resto del día bebí agua fría o caliente. Aparecieron en secuencia la debilidad y el dolor de cabeza, continuó la comezón en todo el cuerpo y un intenso crujir de estómago. Mi madre tenía razón, el sistema gástrico es el encargado de revelar nuestras miserias. Me había convertido en lo que había sospechado: una genuina representante de la misantropía. Odiaba a la especie humana y estaba consciente de mi desprecio hacia mis congéneres y de todo aquello que haría para decir adiós. 

Con el fin de evitarle angustias, le envié un mensaje a mi madre [imagina de nuevo a la mejor actriz de reparto entre 1990 y 1998] en el que le decía que había conocido a un arquitecto de cuarenta y ocho años [imagina dos párrafos de ficciones absolutas que incluían un romance secreto de dos años, una propuesta de matrimonio civil, la posible compra de una casa y unas vacaciones all-inclusive en Panamá]. Esta era la única manera posible de evitarle su constante preocupación por mí, de impedir que aparecería en unos días con un psiquiatra y dos gorilas, de tenerla al margen [imagina una madre que solo es capaz de tomar distancia si tus motivos son de naturaleza erótica o sexual]. Aproveché para excusarme con mis dos únicos clientes [imagina una tragedia griega que incluía exámenes médicos y la posibilidad de una cirugía de emergencia]. El celular me mostró alerta de batería baja, una hora después quedó muerto en algún lugar de la sala. Caminé a tientas por el apartamento con un palo de escoba como bastón, incluso disfruté el reto de no tropezarme ni caerme. 

Durante los siguientes días me limité a preparar la avena, hervir el agua y lavar la taza. Pasé días enteros, no sé cuántos, muchos, en la cama con el tapaoidos, el tapaojos y los guantes. Hice hasta lo imposible por evitar rascarme, aunque el escozor comenzaba a dominarme. Me dediqué al juicioso oficio de dormir, de recordar los escasos momentos de mi vida en que me sentí cómoda en mi piel. Imaginé un millón de veces mi encuentro con el planeta Tierra convertido en la esfera llena de pelo, y lo de siempre, la línea de espuma de afeitar, la cuchilla, el agua fresca, el aceite esencial, la frustración de ver el apresurado crecimiento del vello. Alguna noche me teletransporté al escenario de un teatro catalán para convertirme, gracias a las luces de colores en limpión, cogeollas, panera, pañuelo, bolsa, capa de protección, abanico y monedero, entre otros; en la representación de cada objeto pronuncié monólogos que me quebraron la voz.

Tal como lo esperaba, aparecieron los olores insufribles provenientes del apartamento contiguo [imagina pan quemado en la mañana, demasiada salsa de soya al mediodía, toneladas de ajo chamuscado en la noche]. ¿Qué clase de imbécil era capaz de convertir sus alimentos en inmundicia? Tenía la seguridad de que los hedores del torpe cocinero se estaban filtrando por la rejilla del baño de mi habitación, de modo que una mañana me despojé de mis protectores de ojos, oídos y manos, tomé un poco estuco que conservaba de una reparación reciente y recubrí el conducto. La ciencia asegura que un ser humano puede detectar diez mil olores [imagina una mujer con el desgraciado poder de identificar veinte mil].

Los días [imagina treinta, sesenta o noventa, ni idea] pasaron en completa oscuridad y mutismo. Al comienzo me duchaba día de por medio a primera hora de la mañana, me aplicaba un montón de crema humectante, lo que me ayudó a disminuir razonablemente el picor, pero luego mi sentido del aseo se perdió en medio de la extenuación. La rabia se convirtió en desgano. En medio de mis elucubraciones, corroboré mi visión del mundo, no dejaría de ser un lugar maligno, descompuesto, resbaladizo al que definitivamente ya no quería pertenecer. Incluso la añoranza por la compañía del pianista alemán, el silencio del desierto de Mojave, la idea de promesa de los aeropuertos, el vigor de las calles latinoamericanas y la buena salud del cuerpo y el alma, desparecieron. Acostada, rendida y desconectada, perdí la proporción del tiempo. Supe así lo que era la soledad. 

Alguna vez tuve un sueño. Mi madre [imagina ahora una anciana robusta que se cree capaz de arreglarlo todo] y yo [imagina una figura alargada, casi inmóvil, con la piel de las mejillas al rojo vivo, vestida con una túnica negra] almorzábamos en un restaurante español [imagínalo decorado con colores vibrantes]. Un mesero joven, de nariz aguileña y tuerto se acercaba con la bandeja [imagina que colocó frente a mí un gazpacho blanco, insípido y servido en una taza transparente y frente a mi madre un suculento cocido madrileño en un cuenco azul turquesa]. Mi madre me decía con su típica voz de mártir que el odio que yo sentía hacia los demás no era más que el desprecio enmascarado que sentía hacia mí misma. Lanzó su habitual perorata sobre el sistema gástrico y ahí le confesaba lo de mi encierro, mi vacío, el agotamiento muscular, la alergia, la caída paulatina del pelo, la palidez extrema, el pulso lento, el frío permanente, la diarrea incesante. Mi madre devoraba su cocido mientras yo dirigía la atención hacia las lámparas del techo [imagina dos antediluvianas de vidrio barato, a punto de caer sobre nuestras cabezas]. El mesero recogía los platos y mi madre me decía que lamentaba ser tan imperfecta, que ojalá una bebita tan linda como yo hubiera nacido de las entrañas de una mujer con el alma más pura y la mente más sana. Antes de salir del restaurante mi mamá me dejaba escrito en el reverso la factura que el infierno era yo misma, que yo misma había construido mi infierno. Desperté en medio de un ataque de llanto, [imagina que me soné con la funda de la almohada, que ni siquiera tuve alientos para ir al baño por papel higiénico o a la cocina por un vaso de agua]. 

Seguí durante unas horas esa vida, la vida mental. Dejé de ducharme pero afeité la superficie de la Tierra cada tanto [imagina que ya no lo hacía con tanto fervor], evoqué las dunas, los bosques, los volcanes, las alfombras de flores silvestres del desierto de Mojave [imagina el latido de mi corazón], volví a tener conmigo la mano de mi padre [imagínalo llevándome a la heladería], gocé de nuevo del sabor de la sopa de mi madre [imagínala de puerros, crema de leche y pollo], los ataques de risa con mi hermano [imagínanos en funerarias o en el transporte público]. En mi oído brotó un susurro del pianista alemán [imagina una voz grave e hipnótica diciéndome: «hay parejas que conviven muchos años y jamás llegan a vivir un día como ese único día que pasamos los dos»]. 

¿Hacia a dónde estaba a punto de irme?

¿Me miraría otra vez al espejo?

¿Qué habría hecho en ese momento si hubiera sido Dios? 

Ya nada tenía principio ni fin.

Escuché un murmullo en mi habitación [imagina voces graves, agudas, débiles, claras], me incorporé, y noté que alguien me había retirado tapaoidos, tapaojos, guantes y tapabocas. Varios hombres revoloteaban a mi alrededor [imagínalos vestidos de overol blanco con capucha y tapabocas del mismo color]. ¿Cómo habían entrado? ¿Cómo se atrevían a invadir mi espacio sin autorización? ¿Quién estaba detrás de todo esto? Uno de ellos, quizás el más joven, me agarró la muñeca para tomarme el pulso, luego la temperatura y los reflejos oculares. Mis entrañas me dijeron que lo único cierto era que ya nunca tendría rasquiña. Por más que grité no me escucharon, por más que pregunté qué diablos hacían conmigo no me oían, no me atendieron por más que imploré que me permitieran estar quieta y sola. Uno de aquellos hombres imagínalo pequeño y de ojos marrón] le pidió a otro [imagínalo gordo y con gafas] revisarme el nivel de enfriamiento, deshidratación, rigidez, lividez y los cambios producidos por la putrefacción. Mientras tanto otro guardaba algunas de mis pertenencias en bolsas plásticas que marcaba con etiquetas. Les exigí que se largaran de inmediato, pero continuaron en lo suyo. Me tomaron varias fotografías. Yo ya sabía lo que era la soledad, por eso no permitiría que nadie se atreviera a quebrarla [imagina mi aullido diciendo: «exijo que se larguen ya de aquí»] Otro hombre [imagina un tipo sin cuello, ni paciencia] dijo que determinaría la posición del cuerpo. No se percataron de mi llanto, de mis manoteos, ni sintieron mis puntapiés sobre sus respectivos traseros. No quería que nadie me tocara, mucho menos que me pusieran más tarde en exhibición en un ataúd o revolvieran mis cenizas con la de quien sabe cuántos más. El hombre más fornido me colocó un brazalete marcado con un número, escribió algo en un formulario y enseguida tomó un enorme saco [imagínalo blanco, impermeabilizado y con abertura central], lo extendió sobre mi cama revuelta, le pidió ayuda a otro, me pusieron dentro en cuestión de un segundo, sentí entonces el total enmudecimiento de mi sistema gástrico y deslizaron el cierre [imagina una voz ronca pidiendo tener el mayor cuidado durante el traslado al depósito]. 

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