En Civil War, su más reciente filme, el británico Alex Garland (1970) imagina un Estados Unidos desgarrado por conflictos internos en un futuro cercano, donde el caos bélico y moral reina a cada paso. A primera vista, parecería que esta sombría visión distópica no podría estar más lejos del cuento infantil de L. Frank Baum, El Mago de Oz. Sin embargo, si rascamos bajo la superficie, encontramos un paralelismo inquietante entre los dos mundos. Garland no solo presenta una metáfora brutal del derrumbe de la civilización, sino que construye un camino similar al de Dorothy en Oz, aunque teñido de desesperanza y violencia. Cada personaje en su obra encuentra un reflejo distorsionado en los arquetipos del relato de Baum, creando una narrativa que es tanto una crítica sociopolítica como una exploración de las fracturas humanas.
Kirsten Dunst interpreta a Lee Smith, una periodista endurecida por los horrores de la guerra. En muchos sentidos, Lee es Dorothy Gale, pero no la optimista niña que busca regresar a Kansas. Lee ha perdido la esperanza de encontrar un hogar, y su travesía no es hacia un lugar seguro, sino hacia el corazón de la destrucción. A diferencia de Dorothy, Lee no busca respuestas mágicas ni guía moral; su brújula es el deber profesional, su meta es capturar la verdad, aunque esta la devore. Cuando decide proteger a Jessie (Cailee Spaeny) como si fuera una versión joven de sí misma, encontramos ecos de la ternura maternal que Dorothy exhibe hacia sus compañeros de viaje, aunque aquí ese vínculo está teñido de tragedia y culpa.
El actor brasileño Wagner Moura, como Joel, es el equivalente del Hombre de Hojalata, un personaje que anhela sentir algo en un mundo que ha robado toda empatía. Como colega y confidente (tal vez ex amante) de Lee, Joel es pragmático y algo desencantado, pero es su capacidad para captar los matices humanos lo que lo convierte en un periodista excepcional. Sin embargo, cuando presencia la brutal ejecución del presidente al final, queda claro que su humanidad, como la del Hombre de Hojalata, está profundamente limitada por el contexto en el que se encuentra. El deseo de Joel por comprender el caos lo lleva a participar en su perpetuación, convirtiéndolo en un testigo culpable.
Por otro lado, Stephen McKinley Henderson como Sammy es el mentor del grupo, una figura sabia que recuerda al León Cobarde. Aunque Sammy no carece de valentía en el sentido tradicional, sus constantes advertencias al grupo sobre los peligros de su misión lo posicionan como alguien profundamente consciente de sus límites. Su sacrificio en un intento por salvar a sus colegas es el clímax de su arco, demostrando que su “cobardía” era simplemente una forma de lucidez sobre el horror del mundo.
Jessie Cullen, interpretada por Cailee Spaeny, representa a la Espantapájaros, pero en un giro tenebroso. Como aprendiz de Lee, Jessie busca conocimiento y perspicacia, pero su juventud e inexperiencia la vuelven cada vez más insensibilizada. En lugar de aprender a pensar críticamente como la Espantapájaros, Jessie aprende a endurecerse hasta el punto de deshumanizar a las personas y los eventos que fotografía. La icónica escena donde fotografía la muerte de Lee sin pestañear encapsula su transformación. Jessie, la inocente aspirante, se convierte en un símbolo del sensacionalismo que consume incluso a los mejores ideales.
Nick Offerman como el presidente es una amalgama entre la Bruja Malvada del Oeste y el Mago de Oz, filtrados a través del fenómeno MAGA. En su forma pública, este líder encarna el carisma y la autoridad que se espera de un “mago”, pero en privado, es una figura encogida y patética, revelando la farsa de su poder (como uno supone le pasa a Trump cuando nadie lo ve). Su súplica final antes de ser ejecutado —”Por favor, no dejen que me maten”— es el epítome de la desilusión, desenmascarando al “mago” como un hombre aterrorizado, sin la grandeza ni la influencia que proclamaba.
El paralelismo más escalofriante, sin embargo, está en Jesse Plemons, quien interpreta a un miliciano que caza inmigrantes. En una escena inquietante, su personaje se asemeja a los monos alados de la bruja: un esbirro de la crueldad institucionalizada, sin brújula moral propia. Su brutalidad es siniestra, pero en su única escena destacada, muestra un matiz inesperado de conflicto interno, como si entendiera, en el fondo, que es tanto una herramienta como una víctima del sistema. La escena en la que asesina fríamente a un inmigrante y luego observa el cuerpo con una mezcla de desdén y vacío encapsula el tipo de violencia que Garland critica con fervor.
El viaje del grupo —desde Nueva York a Washington— es el camino amarillo invertido, plagado no de maravillas, sino de degradación moral. Los paisajes que atraviesan, desde campos de refugiados hasta pueblos donde los lugareños simulan una normalidad imposible, son espejos rotos del optimismo de Oz. Garland utiliza estos escenarios para explorar temas recurrentes en su filmografía: la fragilidad de la humanidad ante lo artificial (Ex Machina), el inevitable avance de la entropía (Annihilation), y la lucha por conservar un sentido de identidad en un mundo que lo despoja todo (Men).
Garland no reescribe El Mago de Oz, sino que dialoga con la obra de Baum de manera subversiva y melancólica. En lugar de ofrecer un camino amarillo lleno de promesas y maravillas, presenta un trayecto sombrío y desolador que refleja la fragmentación de un mundo que ha perdido su rumbo. Los arquetipos no están aquí para guiarnos hacia epifanías, sino para recordarnos lo que hemos dejado atrás: la valentía transformada en resignación, el corazón sustituido por un vacío emocional, y la búsqueda de sabiduría convertida en una lucha por la mera supervivencia.
Al igual que Dorothy y sus aliados, los personajes creados por Garland emprenden un viaje inexplicable, pero no hay lugar como el hogar porque el hogar ya no existe. En su lugar, solo queda la memoria de lo que pudo haber sido, capturada con la misma precisión brutal de una cámara que, como Jessie, no se atreve a mirar hacia otro lado.
Garland emplea estos paralelismos no como homenajes nostálgicos, sino como espejos oscuros que amplifican las preguntas fundamentales que subyacen en ambas narrativas: ¿qué significa seguir un camino cuando el destino no tiene sentido? ¿Y qué nos queda cuando ya no hay un hogar al cual regresar?
En última instancia, Civil War no es solo una película de guerra, sino un ensayo visual sobre la erosión de la esperanza y la conexión humana. Al entrelazar los arquetipos de El Mago de Oz con su narración moderna, Garland demuestra cómo incluso las historias más familiares pueden reinterpretarse como advertencias.
Al final, Garland no ofrece un camino claro de regreso a casa como lo hace Baum. Su mensaje es más ambiguo, más acorde con la incertidumbre de nuestros tiempos. Pero en medio de la oscuridad, hay destellos de esperanza, momentos en los que los personajes, al igual que nosotros, encuentran pequeñas formas de resistir y sobrevivir. Esos momentos son un recordatorio de que, incluso en las versiones más sombrías de Oz, el espíritu humano tiene la capacidad de persistir.