Creí verte. De repente no era cierto. No lo sé. Y mientras todos subían al metro, y yo recorría sus vagones, supuse que siempre estarías presente como un puñetero fantasma que aparece por las mañanas mientras las mujeres compran el pan o los niños van al colegio a aprender quién sabe qué. Tampoco fue así. No era tan temprano. Acaso las nueve de la mañana, y si te vi, no eras tú, era tu recuerdo que no dejaba de vivir en mi memoria. Patético sentido de la emoción, todos terminan por irse, y la condicionada memoria vuelve a su lugar. Nada nos ata, de nadie somos ¿verdad? Y ahora unos buenos días, un cómo estás, luego de toda una vida. Sí. No pueden ser otras palabras. Otros quizá usarán una mejor expresión que sitúe el tiempo a sus espaldas.
Sabes, yo nunca he sabido cómo hablar del tiempo. No hay forma de medirlo. Qué cobarde, mejor decir otras cosas y morir; en el fondo a nadie le importamos, y entre gentes crecemos y lloramos.
Así, en torno al cansancio, lo único repleto de otra vida que se me presta es tu voz. Y de alguna forma, irremediablemente luego de escucharla, me desnudo de hermosura. No sé, ayer leía a Mario Santiago, a Egea, y al final entre tanto libro llegué a Cortázar y a ese cuento llamado El perseguidor, en el que se habla tanto del tiempo, de las circunstancias metafísicas cuando uno sube al metro, y el tiempo es otro y rechinan los cristales y la angustia. Y somos de gente que nadie conoce, y al volver a la realidad dos horas es lo mismo que dos o tres minutos.
Algo así me ocurre con tu voz y tu recuerdo, cada que te escucho de fondo está Charlie Parker o Chet Baker, se sientan a tocar Almost Blue o Lover Man; vaya desastre de hombre, dirás. Como es natural todo puede ser posible, y la vida – esa maravillosa y ansiada payasada- nos sonríe. Jamás hemos estado tan cerca. Tengo el presentimiento que nada puede ir a peor, la vida, aún sin pensarla se acomoda, y apenas nos damos cuenta de que inadvertidos y abandonados sobreviven los gatos en la oscuridad.
El mundo cambia un poco. La historia de cada año nos fusila los ojos, se nos ha quedado restos de palabras en Siria y Trujillo, y sin embargo, todavía más profunda, más helada, la condición inútil -de decir te quiero- en clave de poesía.
Amargamente sigo en el metro.
Es la segunda semana de enero, y llueve.
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