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Los faros de Acercandría

Hay noches en las que despierto sobresaltado. Sueño que esta ciudad se quedó sin los faros de Reforma, que un maremoto acabó con el de Tánger y al faro Roncali se lo terminó de comer el óxido. Que mi Torre Sevilla cayó al Guadalquivir y que el World Trade Center nunca existió. Es en esas noches que soy un marinero perdido bajo las estrellas, sin A Coruña, sin faro, sin anticipo de hogar. 

El primer faro de la historia viene del siglo II. Es un faro romano de piedra que espera al tiempo en las costas de A Coruña, en España. Allí uno puede imaginar el alivio de aquellos primeros marineros acompañados únicamente de estrellas y el mar, cuando veían ese faro: un anuncio de ciudad. Un anticipo de hogar. 

El World Trade Center es el primer faro que vi. El gigante azul fue compañero y guía de mis primeros años. Lo visitábamos a menudo. Papá me llevaba los viernes al cine que hay en el tercer piso. Salíamos de noche y caminábamos por Insurgentes de vuelta a casa. 

Cuando salíamos rumbo al Estadio Azul, los sábados por la tarde, yo sabía que estábamos cerca cuando veía la inmensa antena que se posa sobre el WTC. Desde mi primaria también se veía aquella antena. Se veía mas próxima los viernes, cuando pasaban las horas previas a la visita semanal al cine. Faro de alegría.

En las tardes que he pasado bebiendo ron en Cayo Hueso, estudio el horizonte en búsqueda de algún faro en la distancia. Algo que me confirme que la isla sigue allá. Que le de a mis ojos el alivio de aquellos marineros de A Coruña frente a las costas españolas. Quizás si veo un punto luminoso en medio de la oscuridad del Atlántico, aún tengo un hogar. 

Me sucedía también en los largos viajes en autobús de regreso a Sevilla, el tiempo que viví allá. Sevilla es una ciudad plana, en la que, salvo por una excepción, ningún edificio puede ser mas alto que la Giralda. Esa excepción es la Torre Sevilla, que se alza 180 metros sobre la ciudad, 80 mas que la Giralda.

En el horizonte buscaba la cumbre de esa torre en medio de las planicies andaluzas. Si tardaba en aparecer, mi vejiga comenzaba a ponerse nerviosa. La música en mis audífonos sonaba cruel y todo olía mal. Hasta que aparecía ella. Alta, esbelta, de colores anaranjados y con una corona decorándole la cabeza. Torre Sevilla, amor mío, faro, anticipo de hogar. 

He sentido eso mismo en las noches que con papá nos hemos sentado a ver el horizonte en Isla Mujeres. Entre cervezas, ambos, comenzamos a buscar entre el Caribe el faro Roncali. El faro Roncali es el faro que está en el Cabo de San Antonio, que está en Pinar del Río, que está en la isla, que está en el Caribe. Si uno de los dos lo podía ver, estábamos un poco mas cerca de una isla que ya era un estado de ánimo.

Me acompañó la luz del faro de Tánger durante los viajes de fin de semana que hacíamos Diana y yo a Tarifa. Con el cielo estrellado y viento de veinte kilómetros por hora, fue el único testigo de una borrachera antológica que agarramos con vino rosa. Diana reía y yo orinaba en la playa peleando con el viento. Uno de los instantes mas bellos de mi vida. Otro tipo de hogar. Me gusta pensar que el faro también reía.

Ante mi se han aparecido los faros de Reforma como un espejismo cuando mas los necesito. En las noches que regreso triste y agotado de Santa Fe, entre el infierno vial de Constituyentes. Ellos han aparecido, alzándose iluminados y victoriosos en medio del valle de México para anunciarme que el hogar está cerca.

A pesar de todo el tiempo que he vivido en la Ciudad de México, debo confesar que aún me pierdo. Incluso en las calles cercanas a los sitios donde crecí. No es porque no preste atención, es simplemente que, a ratos, todas las calles son lo mismo. Solamente tienen otro nombre. Todas tienen los mismos cafés, los mismos restaurantes y bares llenos de gente que luce exactamente igual. 

Es en esos momentos que alzo la vista y busco mis faros. Hay veces en las que los árboles tapan el cielo, también a mis faros. Entonces la ciudad se convierte en una caja de la que no puedo salir, hasta que camino más y aparecen los faros. Existe algo mas grande que todas estas calles rotas por raíces de árboles mal plantados. 

Esos faros, los que están frente al mar y los que se alzan en medio del concreto, suelen ser mi brújula. Me orientan cuando el celular no tiene batería y me siento lejos del hogar. Siento que me susurran: “Tu hogar está cerca, pues ya me puedes ver. Ahora no te puedes extraviar, aquí estoy yo. Aún en medio de la noche me puedes ver. En medio de todo puedes buscarme a mi siempre que necesites volver”. 

Como los marineros buscando A Coruña, yo he pasado buena parte de mi vida buscando los puntos de luz que se asoman sobre lo demás. Ojalá alguno de esos marineros haya subido a lo mas alto del faro, para buscar en el horizonte algún otro faro. Ojalá lo haya encontrado. 

Me gusta revisitar mis faros. Me gusta ver desde las alturas cómo me ven a mí. En la mayoría, hay bares en la cúspide. Una trampa fatal para mi seca garganta. Pido una cerveza y analizo las ciudades, que se vuelven súbditas a los pies de los gigantes. Busco un edificio guiándome de otros y digo: “Mira, ahí, detrás de ese edificio… No, no de ese no. Del otro. Si, ese. Bueno, ahí atrás está mi casa”. 

Hay noches en las que despierto sobresaltado. Sueño que esta ciudad se quedó sin los faros de Reforma, que un maremoto acabó con el de Tánger y al faro Roncali se lo terminó de comer el óxido. Que mi Torre Sevilla cayó al Guadalquivir y que el World Trade Center nunca existió. Es en esas noches que soy un marinero perdido bajo las estrellas, sin A Coruña, sin faro, sin anticipo de hogar. 

Un marinero condenado a morir en la mar. 

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