Cuando Estela abrió los ojos no dudo si estaba muerta o no, más bien pensó que se encontraba atrapada en una pesadilla. La sensación sombría no era porque ahí estuviera Ramón, sino porque la miraba con unos ojos llenos de luz por el simple hecho de verla. Ni siquiera cuando fueron novios, Ramón llegó a verla así de manera honesta, y si lo hizo fue fingiendo como lo hacía con todas. Habían pasado ya casi 60 años de matrimonio y hacía décadas que Estela había dejado de esperar algún gesto de cariño o siquiera de estima por parte de Ramón, así que le costaba mucho encontrarle a ese mal sueño alguna explicación. Estela se llenó de miedo y mientras sus entrañas le pedían gritar, su boca apenas lograba balbucear algunos gemidos. Se sintió indefensa y desamparada. Al tiempo que Ramón se acercaba más y más, con un rostro de ternura y empatía que, viniendo de él, resultaba macabro.
Hacía mucho que Estela ya no sentía nada. Habría que pensar en cuando era aún veinteañera pero ya esposa de Ramón. Cada que la regla se le llegaba a retrasar, eran los únicos momentos en que Estela se descubría a sí misma añorando algo con cuanto cabía en su alma. Sin embargo, esas ilusiones se iban cada que veía aparecer de nuevo su sangre en el agua del escusado.
Pero aquel día volvió a sentir. Primero durante la mañana, la adrenalina al resbalarse e ir cayendo directo hacia una de las macetas de su casa. Su cabeza terminó encallada entre restos de tierra, de fierros oxidados y de cerámica vieja. Y más tarde al despertar en esa clínica cuando creyó que en realidad seguía dormida y perdida en una profunda pesadilla.
Estela no solo era un hogar vacío, era un hogar invadido. Igual le sucedió a sus macetas, en las que hacía tanto desde la última vez que algo floreció. Durante algunos años guardaron vida pero después se convirtieron en fosas de hojas moribundas que caían y que terminaban cubiertas por la tierra. Más años pasaron y las macetas fueron incluso expropiadas, ya que una a una se fueron convirtiendo en microbodegas que guardaban objetos, chácharas, papelitos y desechos cualesquiera de Ramón.
Si quisiera resumirse, la vida de Estela podría dividirse en dos: sus primeros 16 años en su pueblo natal hasta el momento en el que murió su madre; y los restantes 59 que acumulaba casada con Ramón. Se trataba de un matrimonio de esos en los que desde el primer momento quedaba claro quién era el señor de la casa y quién la adolescente, que además debía entender que si su marido se desaparecía por dos noches, la tercera él sería un bulto que apestaba a pulque y orines. Y que la cuarta la pasaría aturdida por los mugrientos jadeos con aliento a los frijoles y cebolla que ella misma le había tenido que cocinar.
A pesar de todo, las cosas ya no eran como en décadas atrás. Ahora Ramón pasaba la mayor parte del tiempo en su casa. Sus arrugas, sus casi 90 años de edad y su impotencia hacían que de sus días de interminables conquistas, solo le quedara el aliento a cebolla y frijol, pues el pulque también había quedado atrás. Ramón nunca se hartó de beberlo pero su hígado sí. De cualquier modo, aún había días en los que Ramón salía, entre otras cosas, a visitar al médico, un joven que había estudiado en la Ciudad de México y que había regresado al pueblo a poner su clínica como parte de una promesa a su abuelo, quien fuera compañero de cantinas de Ramón durante más de cuarenta años.
La profesión y la promesa del nieto le resultaron muy convenientes a Ramón, ya que para recibir la consulta –primero bimestral, luego mensual y más tarde semanal– solo debía costear el taxi de su casa a la clínica y el de la clínica a la iglesia, pues a falta de mujeres, golpes y alcohol, Ramón validaba su hombría siendo el anciano que más podía caminar en el pueblo, así que no regresaba en taxi hasta su hogar, aunque la realidad es que prácticamente nadie en el pueblo lo notaba, no solo porque su casa quedara alejada de las demás, sino porque no les importaba. En fin, fue uno de esos días, mientras Ramón no estaba en su casa, cuando Estela resbaló y se golpeó la cabeza contra una de sus macetas.
A pesar de nunca haber podido tener hijos, Estela estaba convencida de que una persona es un reflejo total de sus padres, sobre todo de la madre, y nunca dudó que la suya había sido la mejor. Una mujer capaz de aguantar lo que fuera, cuanto fuera y donde fuera con tal de defender a sus hijos. Fue por eso que Estela se casó con toda la seguridad, que una niña de 16 años podía ostentar, de que sería una gran madre pasara lo que pasara. Pero la cosa no fue así pues cuando dobló aquella edad y cumplió 32, Estela empezó a entender y aceptar que toda la repulsión que debía reprimir cada que Ramón estaba encima de ella, era en balde, ya que su panza jamás siquiera amagó con inflarse.
Por supuesto que Ramón atormentó e hizo sentir culpable a Estela cada día por no poder hacerlo padre. No obstante, la esterilidad de Estela le vino como anillo al dedo a Ramón. No solo era un arma vieja y confiable para lastimarla, sino que a él nunca le interesó realmente la paternidad. Tuvo al menos cinco hijos por ahí pero de ninguno supo jamás el nombre. Aun así su supuesta imposibilidad de ser padre le ayudaba a ganar adeptos, por los que muchos de los murmullos de la gente cuando miraban a Ramón con otra mujer o cuando veían a Estela con un ojo morado, no eran precisamente reprobando esos golpes, sino justificándolos por la mala fortuna de Ramón de haberse casado con una esposa insuficiente.
Los recuerdos que Estela tenía del abuelo del Dr. Mendoza no eran los mejores. Por supuesto que nunca fue santo de su devoción, aun así podía lidiar con su presencia. Aunque terminó por marcar su raya el día que tanto él como Ramón, ahogados en pulque, decidieron orinar en una de las macetas de la sala. Ambos se defendieron argumentando que Estela había demorado demasiado adentro del baño. Después se echaron a reír.
Ningún hombre que se meara en la macetas, y sobre todo ajenas, podría ser buen padre ni buen abuelo, por lo que Estela estaba convencida la amabilidad y buenos tratos del Dr. Mendoza eran gracias a la educación que recibió de la madre. Se lamentó en silencio y se recriminó una vez más por no haber podido ser una buena madre aunque fuera de un hijo. Siempre sintió culpa por no haber podido parir y por no haber tenido a quién entregarle incondicionalmente su vida entera. En lugar de eso, sus años se le habían ido en lavarle los calzones a Ramón.
Días después del golpe, tras tomar su siesta, Estela se sorprendió y desconcertó al ver que a sus macetas viejas les había vuelto el color. Además ya no guardaban la basura de Ramón y en su lugar había de nuevo plantas. El abuelo era una cosa y el Dr. Mendoza era otra, así que fue él quien ayudó a Ramón.
Con todos sus años encima, Ramón se había estado encargando de todo en la casa y no permitía que Estela hiciera el más mínimo esfuerzo. Claro que jamás atinó a la sal que debía echarle a los frijoles pero se esforzó tanto como pudo para mantener la casa de pie. Como si eso fuera poco, se había dado el lujo de tener un detalle como el de las macetas.
Ese día más tarde, luego de haber dejado a la mitad su plato de frijoles desabridos, Ramón resolvió una duda que a veces rondaba la cabeza de Estela. Ella nunca lo había visto llorar y se preguntaba si acaso era capaz de hacerlo. Pues durante esa sobremesa, Ramón no hizo más que chillar y chillar. Incluso le tomó casi un cuarto de hora poder hilar oraciones completas sin que su propio llanto se lo interrumpiera. Cuando al fin pudo medio hablar, tomando la mano de Estela, Ramón empezaba y terminaba cada frase pidiéndole perdón. Estela solo se quedó en silencio e inexpresiva pues no tenía nada para aportar a aquella disculpa. Ni aceptarla, ni recriminarla. Ella ya había llorado lo que tenía que llorar y ya estaba seca.
Pero la plática continuó, Ramón se acercó a Estela y la abrazó con todas las fuerzas que su cuerpo y sus pellejos le podían dar. El desgano y la curiosidad de Estela pudieron más que su repulsión, así que no lo separó.
–Qué bueno que estás bien, tuve mucho miedo de que te pasara algo. –le dijo Ramón a Estela–.
Estela pensó en su madre, en los hijos que no tuvo y en lo que una buena madre, una buena mujer haría. Incluso por su cabeza resignada pasó por algunos instantes la idea de responder al abrazo de Ramón. En eso estaba, justo en eso estaba cuando Ramón le dijo:
–Ahora te toca a ti.
Ramón buscó la mirada de Estela y ella le encontró los ojos de un moribundo. Estela entonces entendió por qué las citas que Ramón tenía con el Dr. Mendoza habían empezado a incrementar desde meses atrás. Estela entendió también que si Ramón cuidó de ella no fue por arrepentimiento, sino por el pavor que sintió. Y es que Ramón sabía que su hígado pronto lo tumbaría en cama, y en realidad no tenía tanto miedo de morir, lo que temía era pasar sus momentos finales olvidado como perro mosqueado en azotea y sin tener siquiera quién le acarreara el agua. Esa noche cayó la última lluvia de otoño; las macetas recién restauradas, amanecieron al día siguiente deslavadas.
El tiempo fue pasando, Estela seguía mejorando y Ramón empeorando, en parte también porque dejó de tener la atención personal del Dr. Mendoza, quien se ausentó del pueblo durante un par de meses para tomar un curso en el extranjero. Las tareas del hogar se fueron equilibrando y Ramón hacía cada vez menos. Fue así que Estela se fue recuperando hasta sentirse incluso más fuerte que antes de haber estampado su cabeza contra una de sus macetas, y hasta volver a darle buen sazón a los frijoles que se servían en la mesa.
Aquel día Estela se levantó temprano y regó las pequeñas plantas que había en las macetas deslavadas, a sabiendas de que muy probablemente pronto se secarían y terminarían por morir. No era una idea que le hiciera feliz pero no podía llevarlas con ella. En su lugar solo cargó con una pequeña petaca, luego agarró camino y no le dijo adiós a nada ni a nadie. En esa mañana de invierno, los rayos del sol ya estaban disipando la neblina cuando Estela partió rumbo a su pueblo natal, con la firme idea de al final, ser enterrada junto a su madre.
Pasaron algunas semanas más y tras volver de su curso, el Dr. Mendoza, con maletín en mano, visitó la casa de Ramón y Estela. Todo alrededor estaba quieto y en silencio, no se escuchaba ni un perro que ladrara. Tocó varias veces sin recibir alguna respuesta, por lo que llamó a un cerrajero, al que con apuro, le platicó un poco sobre la situación de la pareja. Así que con más curiosidad que preocupación y con más morbo que curiosidad, el cerrajero se apresuró a forzar la chapa hasta que abrió la puerta.
El Dr. Mendoza entró y de inmediato lo flameó el hedor espeso que encerraba la casa. Luego vio la tierra seca y las plantas muertas que yacían en las macetas. Al final, vio hacia al fondo y notó que ya había moscas en la habitación.