La etapa más difícil, violenta y emocionalmente agotadora de la vida es la adolescencia, se sabe, aunque también es la época en la que más se consume absolutamente todo; desde videojuegos y estupefacientes baratos, hasta hamburguesas, papas fritas y, naturalmente, películas.
Será por ello que desde la década de 1950, cuando los publicistas estadounidenses inventaron al teenager como nicho de mercado, la industria del cine ha buscado glorificar/retratar/explotar esta etapa del desarrollo humano con cintas que van desde el análisis disfrazado de melodrama (Rebelde sin causa, ’55 del gran Nicholas Ray) a las extravaganzas musicales de Elvis, Los Beatles, César Costa y Ángélica María y las películas de slashers empezando por Halloween (Carpenter, ’78, con Jamie Lee Curtis como Laurie Strode, la Final Girl por excelencia) y la saga de Viernes 13, a las comedias sexuales (Porky’s, Barquillo de Limón, Los estudiantes se divierten) y románticas, ambientadas en el complejo demimonde de la prepa, habitualmente estelarizadas por la pelirroja Molly Ringwald en aquella época dorada de los 80 (El Club de los Cinco, Sixteen Candles, Pretty in Pink), que hoy en día serían imposibles de hacer en un estudio (aunque bueno, tenemos esa aberración tan popular conocida como Euphoria).
Quizá la película “para adolescentes” más extraordinaria de ese periodo (y de todos los tiempos, por qué no), al salirse del molde establecido, corromperlo, subvertirlo y satirizar de manera impecable el cruel, vengativo y paranoico mundo adolescente gringuito sea la prodigiosa Heathers, escrita con bestiales dosis de cinismo por Daniel Waters y dirigida con astucia por Michael Lehmann, filmada en 1988.
Aunque no le fue muy bien en taquilla cuando su estreno (aunque ojo: la crítica la recibió con gusto morboso) se convirtió en un éxito de alquiler en videoclubes, y luego en TV por cable (donde yo la descubrí en 1992 bajo el estúpido título de Atracción letal), creciendo su reputación de boca en boca hasta volverse una auténtica película de culto (lo más cercano que los largometrajes de entonces podían llegar a volverse virales).
La protagonista es Winona Ryder, en aquél entonces en la flor de su carrera; con aire de ingenua que pierde la inocencia, interpreta a Veronica Sawyer, modosita aunque neurótica niñata que vive en el plácido suburbio residencial de Sherwood, Ohio (más clase media blanca norteamericana no se puede), quien es mascota de tres aristocráticas chicas que conforman una muy exclusiva, camarilla que lleva el nombre de sus fundadoras: la Queen Bitch Heather Chandler, siempre de rojo escarlata (la hoy extinta Kim Walker), la intelectualmente snob y bulímica Heather Duke, representada en verde menta (Shannen Doherty, que se consagraría como la inefable Brenda Walsh de Beverly Hills, 90210) y la blanda capitana de porristas Heather McNamara (la célebre modelo juvenil Lisanne Falk, que al ser pionera en ese campo, causó furor en los 70), que se identifica en toques de amarillo canario.
Movida por la imperiosa necesidad de “encajar entre los mejores” con la que al adolescente se le presiona desde la cuna, Veronica se junta con ellas, que ostentan un reinado de terror en la Westerberg High, ya que todo mundo las teme y admira por su estilo y poderío; así participa de su bullying tan chic, aunque en secreto las desprecia (y a sí misma por someterse a ellas).
Un día llega a la escuela un tipo intenso llamado JD, interpretado por un bastante ordinario Christian Slater (en imitación chocante de Jack Nicholson que es sin duda el punto débil definitivo de la película), que se percata de su descontento existencial y conecta con ella con toda ironía. Pronto, JD está alentando a Veronica a eliminar a sus amigas y hacer que parezca un suicidio, con todo y alusiones a Sylvia Plath, esto con el fin de exponer la crueldad y la homofobia de la jerarquía de la escuela.
La cosa es que las muertes, los subsecuentes servicios funerarios sensibleros y otros eventos conmemorativos, lo que logran es que los adolescentes muertos sean presentados como santos y víctimas del sistema de castas y el rampante materialismo reaganiano, lo que enfurece aún más a Veronica, que empieza, además a ser atormentada por los remordimientos (“Querido diario: Esta pendejada de la angustia adolescente está costando vidas”) mientras que su novio sociópata cada vez tiene más delirios de grandeza y un plan para cometer asesinato en masa.
Heathers es la rara película para adolescentes que analiza el infierno que es la prepa en cualquier estrato, desde la elevada perspectiva de un iniciado. No hay un personaje que sea fácil como punto de identificación (hasta los “chicos buena onda” son repelentes) para el espectador: lo que tenemos es un impresionante cuarteto de mamonas para quien los nerds son trapeadores existenciales. Para mantener su poder, las Heather se limpian los pies con lo gordo, lo feo, lo amanerado y lo pasado de moda (casi exactamente como sucede ahora).
Cuando Veronica, al más puro estilo Sartreano (“el infierno son los otros”) cuestiona su crueldad, la formidable y perversa Heather Chandler explica que la popularidad no es para los débiles. “La vida real deja seco a un perdedor”, dice la bonita déspota, que gobierna con mano de hierro y una cinta de pelo de terciopelo rojo. Con accesorios perfectos y una sonrisa amenazadora, podría ser una joven Bette Davis de cutis lozano, con guardarropa de Benetton.
Aunque Veronica (creada por Waters con Jennifer Connelly en mente, casting que sugirió al mismísimo Stanley Kubrick, a quien buscó como director de su película, en la carta con la que envió la primera versión de su libreto) piensa en esta Heather como su “mejor amiga”, desearía verla muerta; garabateando furiosamente en su diario íntimo, confiesa su creciente ambivalencia; atrapada en ese purgatorio lleno de acné entre la niñez y la madurez, la jovencita a la que se le ha designado el color azul rey, comienza a labrarse una personalidad independiente. Como acto de rebeldía, se involucra con JD, imaginándolo su alma gemela; así le cuenta sus fantasías destructivas sobre Heather y anexas. Siendo hombre de acción, él va más allá, emprendiendo una guerra personal contra lo popular, trendy y bien visto en la deshumanizante escala social de su plantel.
Hay que reconocer que como personajes de fondo, las tres Heathers son memorables y tan o más poderosas que la Ryder herself, robándole escenas a gusto; sabemos que la Doherty es un prodigio para encarnar egocéntricas mala leche, pero la difunta Kim Walker (que, a la sazón, durante el rodaje era la pareja de Slater) crea una canija vieja tan deliciosamente perversa en Heather Chandler, que da pena que tenga que salir de cuadro tan pronto, cuando JD la reta a beber un cóctel de jugo de naranja y destapacaños.
Veronica, una falsificadora talentosa, escribe una nota de suicidio: “La gente piensa que solo porque eres hermosa y popular, la vida es fácil y divertida. Nadie entendió que yo también tenía sentimientos“, y para su horror, convierte a Heather en una mártir de los adolescentes, recordada por los medios noticieros y la radio. La anti-heroína de esta historia, cree que el mundo será un lugar mejor sin ella, pero Heather Duke, quizás incluso más monstruosa porque era humillada de manera sistemática por la otra, se yergue como la cabeza de la Hidra: pronto el recuento de cadáveres aumenta y el suicidio se convierte en el accesorio de moda en Westerberg High, donde antes lo eran los relojes Swatch y beber Diet Coke.
Que Veronica, a su manera, también sea una mamona de insufrible superioridad moral y no la blanca paloma que ella misma cree, da el retruécano perfecto a lo que es la comedia negra más brillante de su periodo en la historia del cine (ni Capra en Arsenic and Old Lace con Cary Grant lo hizo tan bien, y esa es un clásico).
La noción de que el asesinato-suicidio es motivo de sorna es el epítome del mal gusto, pero Daniel Waters, quien basó su ultra-ácido guión original en sus nefastas experiencias de la prepa, en la que era un nerd inadaptado obsesionado con películas de Hitchcock, Kubrick y Polanski, pretende despojar la escuela de cualquier glamour o nobleza. Él y Lehmann presentan una obra que vapulea alegremente los mores burgueses, al estilo de Buñuel en El ángel exterminador y el resultado es inevitablemente hilarante, aunque las risas que emitimos bordean la histeria.
Heathers es una película subversiva, violenta e incluso impactante, con momentos de fealdad sardónica que subrayan los finos momentos de parodia; el resultado hacia el final no es tan efectivo como en toda su primera parte (después de todo, eran los 80 y ésta era una película comercial) pero hay mucho de Heathers que se sostiene aún ahora, en mi opinión; su excentricidad y anarquía parecen aún más surrealistas 35 años después, y la Ryder consiguió convertirse en una estrella a partir de un material que otras habrían rechazado con ñáñaras y sofocos.
No puede uno evitar preguntarse qué habría pasado si Kubrick hubiera tomado en serio a Waters y realizando un filme acerca de la deshumanización del adolescente estadounidense promedio y sus mediáticas consecuencias -con el final original que se escribió y tuvo que ser cambiado, mismo que incluía, al más puro estilo de Carrie (DePalma ’76), la masacre instantánea de toda la clase de último año en pleno baile de graduación-; lo cierto es que si bien esa película nunca existió, queda la versión que conocemos (actualmente disponible en la plataforma Amazon Prime, restaurada en HD), y que es todavía una joya que nadie se atrevería a filmar hoy en día.