Marisa Paredes no era una actriz, era una declaración.
Con su presencia, se convertía en el epicentro emocional de cualquier historia que tocara, como si los personajes fueran un traje a medida que solo ella sabía vestir. La vimos entregarse con pasión y sin red en cada película, pero es en La flor de mi secreto (1995), de Pedro Almodóvar, donde Marisa brilló como nunca antes. Si hubiera justicia poética en el cine (y en la vida), su Leo Macías, o bien, Amanda Gris, sería objeto de estudio en universidades, bibliotecas y bares donde se habla con el corazón en la mano.
No es que Marisa Paredes no lo hubiera dado todo en sus otras colaboraciones con Almodóvar. Está allí, la esplendorosa y trágica Becky Del Páramo que canta boleros (doblada por Luz Casal) en Tacones lejanos (1991), y sublime como Huma Rojo en Todo sobre mi madre (1999), diva de la escena atormentada por sus exquisitas neurosis; calcada a la Bette Davis y Gena Rowlands hasta en la forma de sostener un cigarrillo.
Pero es La flor de mi secreto la puso en el centro del universo almodovariano como protagonista absoluta y primera mujer de cincuenta años en esa posición. Almodóvar era joven cuando escribió y dirigió la película, pero generoso como pocos al escribirle a Marisa un papel tan complejo, tan lleno de matices, tan libre y, por momentos, desolador. Marisa, generosa también, se entregó a Leo con un amor salvaje.
El humor, que atraviesa el cine de Almodóvar como un bisturí, es un personaje más en La flor de mi secreto. Sin embargo, lo que subyace es el drama: una historia sobre la crisis de una escritora que es incapaz de conciliar su verdadera voz con la que le exige el mercado. Leo Macías firma novelas rosas bajo el seudónimo de Amanda Gris, un nombre dulce y engañoso que ella misma desprecia (“¡Me horroriza Amanda Gris!”). Leo escribe, Amanda vende. Aquí es donde Almodóvar nos mete en el corazón de una dualidad tan desgarradora como hilarante: Amanda Gris es un éxito, Leo Macías se desmorona. “Mis novelas terminan bien, mi vida es un desastre”, dice Leo en una de las líneas que solo Almodóvar puede convertir en un zarpazo y en una carcajada al mismo tiempo.
Esta dualidad está presente en cada gesto de Marisa Paredes. Su Leo es frágil y altiva, irónica y devastada. Marisa, que siempre fue dueña de una mirada que contenía tanto reproche como pasión, encarna a la perfección el dolor de una mujer que vive dividida entre la imaginación y la realidad, entre el amor que da y el que nunca recibe, entre su propia voz y la voz que le piden.
La historia de La flor de mi secreto es también la historia de una mujer atrapada en el duelo de un amor no correspondido. Leo está enamorada de su marido, Paco, (un acartonado, a propósito, Imanol Arias) un militar que aparece en su vida solo para desvanecerse poco a poco, como un fantasma cruel. Y en ese vacío, Leo intenta sobrevivir: a través del alcohol, de los amigos, de su madre y hermana (interpretadas por Chus Lampreave y Rossy de Palma, que aportan momentos de comedia delirante), y a través de la escritura, aunque la escritura sea, al mismo tiempo, su mayor condena.
La flor de mi secreto es un homenaje al acto de escribir, pero también una película sobre cómo la creación nos salva cuando todo lo demás parece naufragar. Hay en Leo una pasión por imaginar que, aunque la consume, también le da vida. Escribir para escapar, escribir para entenderse, escribir porque no queda otra.
Marisa Paredes fue siempre una actriz que dejó su piel en cada papel. En Profundo carmesí (1996), bajo la dirección de Arturo Ripstein en México, dio vida a una mujer desesperada y condenada por amor. Ahí también brilló con una intensidad que pocos pueden igualar. Lo mismo daba si interpretaba a una madre, a una escritora o a una reina: Marisa no actuaba, Marisa se transformaba. Fue una actriz de mirada inquieta y verbo afilado, capaz de mostrarnos el dolor, el amor y el humor como partes indisolubles de un mismo ser humano.
En La flor de mi secreto, su interpretación se siente como un acto de generosidad. Marisa nos ofrece a Leo con todas sus contradicciones y miserias, con todos sus momentos de ternura y rabia. El monólogo en el que Leo confiesa su crisis creativa y emocional (“escribo novela rosa, pero me sale negra”) es un número de equilibrio imposible entre el drama más puro y la ironía más cruel. Marisa, con su voz ronca y su mirada quebradiza, nos hace sentir cómo se desmorona una mujer que lo tiene todo, menos a sí misma.
Almodóvar filmó esta cinta como una carta de amor a las mujeres que sobreviven al naufragio. También es una película sobre cómo la ficción puede ser refugio cuando la realidad se vuelve insoportable. La película tiene momentos de un humor negro delicioso: pensemos en esa escena absurda donde Leo intenta suicidarse luego de que Paco la abandona, tirándola como un clínex, solo para que le de un ataque de náusea y acabe vomitando su dosis fatal de tranquilizantes. Solo Almodóvar sabe equilibrar la tragedia con el absurdo de esta manera. Y solo Marisa Paredes podía sostener ese delicado balance en el rostro de Leo Macías, una mujer que, pese a todo, sigue adelante.
Escribir nos salva, dice Almodóvar con esta película. Y Marisa lo confirma con su actuación: darlo todo, entregarse al arte, es también una forma de salvarse.
La flor de mi secreto no es la película más conocida de Almodóvar, pero sí una de las más queridas. Porque, pese al drama, hay algo luminoso en ella. Al final, Leo vuelve a escribir, vuelve a levantarse, apoyada en el cómplice que es Ángel (Juan Echánove), un editor cultural que en secreto anhela ser una escritora rosa. Es, en cierto modo, una película sobre la esperanza, aunque sea una esperanza llena de cicatrices.
Marisa Paredes nos dejó con un legado inmenso, y Leo Macías es uno de sus regalos más preciosos. Una mujer rota y resiliente, una escritora que se salva a sí misma a través de la ficción. Y así todo, La flor de mi secreto es, para muchos, la feel-good movie más extravagante del mundo.