Ha muerto Juan Marsé a los 87 años. Pensé en aquellos días en los que mientras leía Últimas tardes con Teresa podía palpar la tristeza de Manolo y añorar las colinas y las playas de Barcelona.
El descubrimiento de la obra cumbre de Juan Marsé provocó que me invadiera una nostalgia de aquella España que, aunque totalitaria, parecía tan distinta, por ejemplo, a la dictadura cubana que sí conocí. Me parecía inverosímil que hubiera cafés, bares, discotecas, panaderías en medio de una dictadura, pues en Pinar del Río, Cuba, donde transcurrió parte de mi infancia, apenas había medicinas, y para comprar un pan de cinco centímetros por cinco centímetros se tenía que hacer una fila de una hora, a ver si alcanzabas. Por supuesto, ni hablar de cafés.
Leer a Marsé es leer sobre lo que somos, o al menos nos gustaría ser: los pillos conquistadores, las muchachas de mirada triste. Con su forma de narrar la vida diaria, sin exagerar sentimientos, sin omitir lo que creemos poco importante, percibimos el olor de los bares de las ramblas o el color de las enredaderas que trepan por los barrotes de las viejas ventanas en las casonas de las afueras. En sus letras vemos cómo los personajes comen, duermen, se enamoran, les parten el corazón, se derrumban sus planes, como cuando el Pijoaparte termina trágicamente preso, poco antes de alcanzar lo que creía la felicidad. Y su vida sigue. No hay tragedia.
La naturalidad de su narración hace que el leerlo sea ligero y entrañable. Además, provoca, como los buenos escritores, que al terminar el libro se quiera regresar a él, como se quiere regresar a los sitios donde alguna vez fuimos felices. Es también en Últimas tardes con Teresa donde se puede hablar tangiblemente sobre los “pecados” del escritor: algunos fallos narrativos deliberados, su tendencia política a la izquierda y hasta símbolos que afloran demasiado expuestos en la lectura, como los botes de leche estadounidense de la post-guerra en los basureros del Monte Carmelo.
Sin embargo, a Juan Marsé, uno de los grandes novelistas de su tiempo, no se le puede recrimina nada. Unió la belleza poética al día a día y lo transformó en una forma de escribir. Quizás sin quererlo, nos mostró una realidad que se había mitificado y estancado: la del ejército franquista fusilando pueblos republicanos enteros y la de una sociedad cerrada, con carencias y sin libertades económicas o individuales. Aunque, volviendo a la comparación (aunque las comparaciones sean odiosas) con la dictadura cubana, aquella Barcelona tenía, al menos en los libros de Marsé, una bonanza innegable.
Juan Marsé fue, sin duda, un maestro de la descripción: procuraba omitir adjetivos y el constante uso de símiles y descripciones detalladas lo hizo pionero en habla hispana del estilo hemingwayano de escritura (cortado, directo, duro, con verbos activos), al punto que ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral, en 1964, por encima incluso de Manuel Puig, que compitió con su hermosa obra La traición de Rita Hayworth.
Hay algo que hace tan fácil leerlo: las constantes ayudas al lector, apelando al conocimiento y ayudándolo a visualizar las imágenes que forman parte de la historia, presentes de forma más nítida en Si te dicen que caí o La muchacha de las bragas de oro. Un estilo de narración que en su momento innovó con la literatura en lengua española y que marcó una influencia en diversos continuadores, como se puede ver con el chileno Roberto Bolaño, quien incluso lo integra como uno de los personajes de Los detectives salvajes, o Arturo Pérez-Reverte, que lo hizo patente en un prólogo inolvidable para una la edición conmemorativa de 2003 de Últimas tardes con Teresa.
El legado que nos deja Juan Marsé es de una naturaleza nostálgica y hermosa, como sus textos. Nos deja una forma de narrar, de escribir, de recordar. Aunque un día como hoy, 19 de julio, nos digan que cayó.