La ciudad se vistió de rojo como realmente suceden algunas cosas: de la noche a la mañana. Las rosas comenzaron a adornar los balcones de las casas y establecimientos, miles de artesanos y trabajadores de diferentes profesionalidades sacaron sus puestos y, carreteras cortadas, cambiaron el tráfico por la gente. Era mi primer Sant Jordi. Llevaba años soñando con vivir la experiencia y, aunque me habían contado muchas anécdotas, no ha sido como lo imaginaba.
Había tanta gente que algunos tramos eran inaccesibles al paso. Miles de personas te llevaban como el mar, con caras que pasaban a tu lado y sonreían. No soy amante de las multitudes, pero el aire que se respiraba ayer no estaba cargado. Agobiante a ratos, sí, como lo es cuando las grandes ciudades concentran el tumulto callejero, pero no había prisa ni agobios en sus modales. La gente paseaba a junto a ti, reía, la escuchabas comentar los libros que deseaba, las autoras que habían tenido el placer de conocer, las rosas que les habían regalado. Miraras por donde miraras había un beso, un abrazo, una mano que sujetaba a la otra. Y libros, y flores, y niños pequeños jugando al pillar con sus caritas pintadas como dragones. Había música y olores ricos de postres y comidas que te invitaban a sentarte a disfrutar. Estabas feliz allí, simplemente, estando.
La cantidad de libros que había en cada puesto era abrumadora. Kilómetros y kilómetros de casetas repletas de libros, ¡menudo sueño! Descuentos, regalos, y, sobre todo, muchísimas personas de todas las edades comprando, mirando, deseando, regalando y acariciando libros. Hay quienes opinan que el día del libro es, como otras festividades, un canto al consumismo y al capitalismo. Pero creo que hemos de ser flexibles cuando miremos a nuestro alrededor, que no deberíamos quedarnos en la superficie sino ahondar más allá. Ayer, la ciudad de Barcelona, potenció el pequeño comercio. Acercó a sus gentes la cultura, la colocó en las puertas de sus casas. Facilitó los precios y muchas aprovechamos para regalarnos y regalar esos libros que habíamos estado esperando con ganas acumuladas. No todo es moralmente reprobable todo el rato, todo el tiempo. Y siento que Sant Jordi también potencia eso, la flexibilidad y los cambios. Comenzó como una tradición –para sorpresa de nadie– machista en la que solo los hombres recibían libros mientras que las mujeres habían de conformarse con una rosa. La cultura para ellos; las flores, para ellas. Pero no más. Mujeres y hombres, niños y niñas, ancianos y ancianas: todos tenían sus libros. Las rosas tampoco fueron cobijadas solo por las manos de algunas, estaban por todas partes, en todas las manos, cerca de todos los labios.
Ayer regalé una rosa, recibí otra y me compré una a mí misma. Recorrí la ciudad a pie junto a mis amigas, me reí y disfruté, yo también me convertí en una de esas caras dentro de la multitud que sonreía a las demás.
En definitiva, Sant Jordi es mucho más que una leyenda, un día para celebrar el amor y amistad o donde hay libros y rosas. Este día ya no trata sobre príncipes que matan dragones para salvar a la siempre necesitada de ayuda princesa. Trata de una ciudad que se pone de acuerdo para llenarse de libros y de flores, de arte y cultura. Se vive como un día para celebrar el amor en todos sus sentidos y formas, porque, quizás, el amor es eso: historias que contar, aventuras que vivir y mucha, muchísima primavera.