Cuando yo era pequeño, mi abuelo Miguel —a quien todos llamaban de cariño Mike— tenía una fotografía que siempre me llamaba la atención. Era una imagen de una mujer con un sombrero pirata, mirándome desde el pasado con un gesto inexplicable, una sonrisa apenas perceptible, una mirada directa, tan desafiante como desinhibida. La joven en la foto era Olivia de Havilland, la legendaria actriz de la época dorada de Hollywood, que llegaría a ganar dos Oscares y que murió a los 105 años en 2021. La foto estaba bien conservada (yo ahora la tengo enmarcada), como si el tiempo la hubiera acariciado con el mismo cuidado con el que el viejo la guardaba.
Mi abuelo Miguel y yo pasábamos mucho tiempo juntos; según mi madre, para él y en cierta forma para mi abuela María, su esposa por más de cuarenta años, yo no era su nieto, sino su hijo más pequeño. Era quien más tiempo me dedicó en mis años de formación, siendo el padre de mi padre y ya jubilado cuando yo nací. Además, éramos tocayos.
A pesar de su imponente figura y voz grave, siempre me hablaba con una dulzura que contrastaba con su porte. Y aunque hablaba poco de su juventud, había una historia que siempre le arrancaba una sonrisa: el día que conoció a Olivia de Havilland en la premiere de Captain Blood en 1935.
Mi abuelo nació Miguel Pulido Sisniega en la ciudad de México en febrero de 1910, segundo de diez hermanos, pero fue enviado por su padre a Los Ángeles en 1924, cuando tenía solo 14 años, con sus hermanos Alfonso y Venustiano, para estudiar el bachillerato en una academia militar y, posteriormente, una carrera universitaria –fue ingeniero mecánico especialista en motores aerodinámicos- y vivió en Estados Unidos hasta 1938.
Fue en esos años que desarrolló un amor inquebrantable por el cine.
Según él, en la década de los 30, Los Ángeles era un lugar vibrante, donde las estrellas del cine y las películas que hacían brillar las pantallas formaban parte del día a día. Mi abuelo, un joven inmigrante en la ciudad del cine, aprovechó cada oportunidad para acercarse a ese mundo de fantasía (cosa curiosa: la película Babylon de Damien Chazelle retrata esa época y no escasos paralelos entre la experiencia de mi abuelo y el personaje interpretado por Diego Calva, aunque sus historias sean muy diferentes) y de ilusión, que era también la principal industria local.
Me contó varias veces que fue entonces que se le formó el hábito, que llegaría a compartir conmigo, de ir al cine dos y hasta tres veces por semana. Los nombres de actores y actrices de la época se desprendían en su memoria, y entre ellos, destacaban dos que apenas empezaban su carrera pero ya tenían a todos hablando en revistas que él también leía: se trataba de Errol Flynn y Olivia de Havilland.
La película de aventuras que los lanzó al estrellato, Captain Blood, fue la razón por la que una noche antes de la Navidad de 1935 mi abuelo se encontró cara a cara ante una leyenda, viviendo uno de los momentos más emocionantes de su vida.
“Yo tenía 25 años y ya trabajaba”, me decía con un brillo en los ojos. “Todos queríamos ver a las estrellas, estar cerca de ellas, aunque fuera por un segundo”. Me explicó que en aquellos días, las premieres de cine eran eventos de pura emoción dedicados a los espectadores. Las calles se llenaban de fanáticos ansiosos por ver a las estrellas que asistían al estreno, y adornado con reflectores, el Grauman’s Chinese Theatre en Hollywood Boulevard era uno de los sitios idóneos para vivir esa experiencia.
Mike llegó temprano ese día para formarse entre los que esperaban el momento para ver aparecer a los protagonistas. “Había que conseguir buen lugar”, me decía, “porque si llegabas tarde, te quedabas al fondo”. Pasó horas en la acera, entre empujones y gritos, pero nada le importaba. La ilusión de ver a Olivia, a quien había descubierto al verla en la versión cinematográfica de Sueño de una noche de verano ese mismo año, valía cualquier espera.
Primero llegó el productor y dueño del estudio, Jack Warner y con él, el director Michael Curtiz (el mismo que años después dirigió Casablanca), después, Basil Rathbone, el Sherlock Holmes de la pantalla, que interpretaba al villano , y cuando la expectación llegaba al máximo, como salidos de una fantasía, aparecieron en una limusina el australiano Flynn (con todo y su característico bigote que todos imitaban, hasta mi viejo) y la exótica Olivia, nacida en Japón pero de familia inglesa, con enormes ojos oscuros y radiante de carisma.
Los flashes de las cámaras iluminaron la noche, y entre la multitud, mi abuelo vio a los dos jóvenes actores, que en ese momento aún no eran las leyendas que conoceríamos hoy. Flynn, alto y elegante, con su aire de aventurero, saludaba a todos con una sonrisa traviesa de alto voltaje. Pero fue Olivia quien capturó la atención de mi abuelo. Llevaba guantes largos de seda y un vestido que, según me contaba, “brillaba como las estrellas”.
Con una mezcla de emoción y nervios, mi abuelo logró acercarse lo suficiente. “¡Y ahí estaba ella!”, me contó emocionado, como si lo estuviera reviviendo. En ese momento, Olivia extendió la mano hacia los fanáticos que la aclamaban, y mi abuelo, sin dudarlo, se inclinó y besó su mano enguantada. “Fue el triunfo más fugaz y feliz de mi vida hasta entonces”.
Después de ver la película varias veces, mi abuelo compró en un kiosko la famosa foto; entonces se expendían como si fueran postales, impresas por los propios estudios y ha permanecido en la familia desde entonces. Es uno de los escasos tesoros de él que conservo materialmente desde su muerte en diciembre de 1981.
Sin embargo, más allá de la fotografía, lo que tengo de él, son sus anécdotas como espectador y cinéfilo (hay varias y volveré a alguna después): aunque quizá la más significativa sea la de ese gesto, que contaba con orgullo. A veces bromeaba diciendo que se había enamorado de ella en ese instante, aunque claro, sabía que no era el único.
De hecho, he supuesto, de un tiempo a esta parte, que no es coincidencia el que, en su juventud, mi abuela María –la historia de cómo la conoció en 1938, cuando regresó a México, podría ser la trama de una comedia romántica de esa era, o al menos así la relataban los dos, pero esa la contaré otro día- tuviera un aire de parecido, no en facciones, pero sí en estilo y coloración, a la actriz de La heredera; era su Olivia, de sonrisa dulce y elegancia natural, a la que siempre prefirió sobre su hermana y rival, Joan Fontaine. Ella hizo una impronta en la memoria de mi abuelo como una de las figuras más importantes de su juventud (y de su vida como espectador).
Cuando pienso en esa historia, puedo imaginarme a mi abuelo como era entonces, un joven mexicano en una ciudad extranjera que era en sí casi un territorio ilusorio (aún lo es), viendo de cerca a las estrellas del cine que tanto admiraba. Fue en esos años, me decía, que se enamoró del cine. Las películas eran su escape, su refugio. Ese amor por el cine fue algo que me transmitió a mí. A veces pienso que, de alguna manera, ese beso a Olivia de Havilland también selló una especie de pacto entre él y el séptimo arte, un pacto que luego me heredó.
Cuando mi abuelo murió yo tenía siete años. Aunque no estuve a su lado tanto tiempo como me hubiera gustado, las historias que me contaba y las películas que compartimos, tanto en pantalla grande como por televisión, quedaron grabadas en mi mente. Esa fotografía de Miss de Havilland con sombrero pirata, es un símbolo de la pasión que compartimos por el cine. Fue su afición lo que despertó mi propia vocación como crítico, y hoy puedo decir que mi amor por las películas, por esa magia que se crea en la pantalla, nació gracias a él. Es curioso cómo esos pequeños momentos de felicidad, como el de ese fugaz beso en la mano, pueden dejar una huella tan profunda en nuestras vidas.
Para mi abuelo, ese fue uno de sus momentos más felices. Para mí, es un recordatorio de que el cine no es solo entretenimiento; es una conexión, un legado que nos une a través de generaciones.
De que todos estamos hechos de estrellas.