Categorías
Historias

Monocotiledónea

Ahora sólo queda cuidarla, drenarla adecuadamente y esperar a que todo aquello que dije y no dije, pero escribí, pueda existir en algún sitio de tu memoria.

Las monocotiledóneas tienen hojas no pecioladas, y sus pétalos y estambres están dispuestos en grupos de tres.

Felipe (el de Mafalda); Quino.

Monocotiledónea. Eso fue lo primero que tuve que rastrear dentro de los ficheros que están localizados en las cajas —ya empolvadas y maltrechas— de mi memoria. Encontré poco o nada. La escuela y las clases de ciencias naturales quedan a miles de kilómetros de distancia en ciudades que ya no existen. Así que tuve que hacer lo más sencillo: ChatGPT. La pantalla del móvil desplegó una sencilla pero muy completa descripción de las características de este grupo de angiospermas, cuyas raíces son fasciculadas y cuyos vasos conductores (xilema y floema) en el tallo están dispersos y no en anillos.

Pues eso. Tenía una duda y ahora lo había convertido, por voluntad propia, en un problema. ¿Debía investigar más del tema? ¿Podría manejar un capricho, gusto o necedad a través de corazonadas sujetas a la supervivencia? Me resultaba una incógnita que podría cargar con una doble carga emocional. Nunca fui un dechado de agronomía, menos un jardinero. Creo, incluso, que la Corte Internacional de la Haya pudo haberme enjuiciado por haber cometido algún tipo de crimen de lesa humanidad por la muerte de las plantas y flores que alguna vez habitaron en mi terraza.

Pero lo quería hacer, porque no encontré o no supe encontrar otra forma de materializarlo. Quizá mi mente —o aquello que me impulsó— sabía de antemano que esto era la única vía de permanencia. La orquídea ya estaba en casa. La iluminaba la luz cálida que descendía de la lámpara que cuelga por encima de la pequeña mesa redonda
—y blanca— del comedor. Y su percha me producía una sensación que navegaba entre la elegancia, la altivez y la delicadeza. Y eso no estaba muy seguro que me gustara en ese momento de la vida. O quizá sí: quizá era mi única, o tal vez la quimérica, forma de permanencia.

Alguien cercano me había hablado de su relación con las plantas y había sido muy puntual con el amor que le tenía a las orquídeas. De aquella larga conversación sólo recordaba dos detalles, el tono
—entre científico y hogareño— y la mención que hacía del sustrato específico que, necesariamente, debían tener estas flores: corteza de árbol (pino, coco, etc).

Una libreta, pequeña y manejable para llevar a cualquier parte está hechas de la fibra proveniente de la madera de los árboles (como el pino). Entre más páginas, más árboles. O quizá mi formación profesional provocaba a visualizar —y convertir en imagen— los conceptos, por lo que de forma inmediata asocié todo lo que vino a continuación.

Quizá lo lamente algún día. O no. O a lo mejor quedará como anécdota, o como descubrimiento científico, que me haga merecedor de alguna condecoración. Hoy no lo sé, hoy esa libreta se encuentra convaleciente en el primer nivel de librero, junto a otras tantas libretas que han acompañado y concebido mis escritos. 

Las palabras y frases que recorté y apilé, una a una, en forma de lámina de corteza provenientes de todos los textos que escribí en ella, por y para ti, fueron mezcladas con delicadeza con musgo Sphagnum, perlita y 10% de carbón para que, finalmente, se depositaran donde la orquídea debe quedar fija. 

Ahora sólo queda cuidarla, drenarla adecuadamente y esperar a que todo aquello que dije y no dije, pero escribí, pueda existir en algún sitio de tu memoria o en algún lugar cercano a mi vista —en una monocotiledónea— para que nunca desaparezca del todo lo que fue ese lapso de la vida.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.