Mi terapeuta me aconsejó que escriba esta escena que no puedo “soltar”. Supuestamente, no lo hago porque me frenan mis sistemas defensivos o algo así fue lo que me dijo, no recuerdo bien. Quizá al escribirlo ayude en algo, aunque no lo creo. Ya le he contado antes la historia de Dylan y todo lo que le hizo al pobre Lucas. Sí, pobre Lucas tan inocente. Por más jóvenes que éramos en esa época y más allá de las realidades que cada uno vivía, lo que Dylan le hacía era tortura. El dolor se pasa y el cuerpo se cura, pero las secuelas que le quedaron al pobre lo atormentaron mucho más allá del plano físico. Y por eso Lucas hizo lo que hizo.
Yo ando en silla de ruedas, quizá por eso soy algo más empático. Dylan en cambio era perfecto, un joven apuesto, sinvergüenza y muy inteligente. Lástima que era tan malo, pues detrás de esa perfecta sonrisa blanca había oscuridad.
En los primeros años no pasaban estas cosas. A medida que fuimos creciendo comenzó a tratar mal a aquellos que veía inferiores, y así fue reafirmando su grandeza. Éramos tan jóvenes y tan tontos. Lo seguían por miedo y a la vez por admiración. Una mezcla de cosas raras era ver a ese desgraciado tan seguro de sí mismo, llevándose al mundo por delante con esa voz ronca como disfónica detrás de esa perfecta sonrisa blanca.
En agosto, en esos días que el frio no se alcanza a ir del todo pero se asoma por momentos un calor primaveral, fue cuando se terminó de rebalsar el vaso de la mente del pobre Lucas. Dylan atrás de su maldad tenía un punto débil escondido: la falta de atención de sus ausentes padres. Eso era lo que lo llevaba inconscientemente, creo yo, a hacer todo lo que hacía. Con que alguien le sugiriera o lo retara a hacer algo, era suficiente chispa para encender su avance con fuego para quemar a todos.
Se acercaba el acto del 17 y a Lucas le tocó hacer de conductor en el mismo. Apenas todos se enteraron de esto no tuvieron mejor idea que retarnos para jugarle una broma al inocente. A Dylan ni se le había cruzado por la mente hacerle algo en un acto, pero era un desafío y no podía hacerse para atrás. Aceptó el reto.
Faltaba una semana para el acto del general San Martín y a medida que pasaban los días, todos se comenzaron a preguntar qué es lo que iba a hacer el loco de Dylan. Pero el maldito no daba detalles para generar mayor incertidumbre y mientras más le preguntaban más combustible le producían; así funcionaba el motor de su lado protervo. Cuando llegó el día nadie sabía que iba a suceder, había generado expectativa ese maniaco de sonrisa blanca.
Comenzó el acto y Lucas con su trajecito con corbata era todo un presentador. Se lo veía feliz y seguro de sí mismo, había traído a toda su familia para que lo vieran. Daba el ingreso a la bandera, presentaba lo que iban a bailar los chicos de segundo, entre otras cosas. Todo el acto se la pasó con el micrófono y su hojita con el cronograma al lado del escenario. Todos lo miraban y por lo bajo se reían cómplices sin saber que iba a suceder, pero consientes que algo se venía. Que ilusos, alentando a un psicópata con sus travesuras. Cuando fue el turno de cerrar el acto y Lucas se colocó en el medio del escenario, se apagaron las luces del teatro dejando todo a oscuras y comenzó a sonar música electro. Todos gritaban y se reían por la broma pero eso no era todo. Ojalá eso hubiese sido todo, pobre Lucas. Al ritmo de la música se prendieron luces intermitentes, armando una discoteca. Todos festejaban por lo que sucedía hasta que después de unos tres minutos, cuando lograron prender las luces y apagar la música, mientras los profesores gritaban buscando a un culpable, todos vieron lo que sucedía en el escenario. Se generó una pausa de unos eternos segundos en cámara lenta, en silencio, mientras todos veían al pobre Lucas que convulsionaba.
Dylan se había enterado que Lucas sufría de epilepsia fotosensitiva y pensó que sería gracioso provocarle eso frente a toda la escuela. Había pasado el límite. Ese día terminó Lucas en el hospital. Nadie festejó la broma, ni en los días siguientes se habló del tema.
Pasaron dos jornadas para que Lucas volviera a clase. Y cuando lo hizo, Dylan no tuvo mejor idea que hacerle burla como si convulsionara. Ese demonio de dientes blancos no tenía freno. Mientras se burlaba, Lucas me miró diferente al resto de las veces, con una expresión de desprecio. Después de lo ocurrido en el acto algo había cambiado en él. Ese chico fue corrompido y su nivel de paciencia había alcanzado la cima. Sonó el timbre del recreo, y ahí fue cuando explotó.
Recuerdo bien que antes de bajar la escalera nos frenamos a hablar de la selección. Se venía un partido contra Perú, y si no ganábamos no clasificaríamos al mundial siguiente. Recuerdo la insistencia sobre tener al Diego de director técnico y a la Pulga en el campo, no era lógico que quedemos afuera de un mundial. No debimos frenar ahí quizá, pero nadie piensa donde está parado cuando se discute sobre fútbol. Yo no lo vi venir, pero presentí que algo pasaba porque todos pusieron caras de sorpresa. Recuerdo escuchar una voz distante que me gritaba: —¡Cuidado Dylan! — pero fue todo demasiado rápido y confuso. Quise girar para ver qué diablos ocurría, pero no alcancé. Sentí un gran golpe en mi nuca. Comencé a tambalearme en la orilla de la escalera y dándome vuelta, buscando de dónde agarrarme, lo vi. Detrás de mí estaba Lucas con esa expresión de desprecio de nuevo. Estiré mi mano para que me ayudara, pero no estaba en sus planes hacerlo. Apretando los dientes se armó para darme el segundo golpe con el bate.
Ese fue mi último recuerdo de aquel día. Luego desperté en el hospital y ya no sentía las piernas.