Es un régimen individualista: sin promesas ni cariño; tan seco y brutal como el gesto que mantiene Diego Luna en los diez episodios.
Es probable que hablar de ‘Narcos: México’ implique hacerlo sobre la mejor producción de Netflix, desde la quinta temporada de ‘House of Cards’.
La primera versión de esta saga, surgida en 2015 y que versaba en torno al Cartel de Medellín, atrajo críticas y elogios por igual: en principio, el innegable acento brasileño de Wagner Moura, forzado a interpretar a un híbrido extrañísimo de Pablo Escobar, pasando también por el desbordado –aunque inevitable- maniqueísmo del duelo entre DEA y traficantes.
En ‘Narcos: México’ también se manejan los agentes estadounidenses como los buenos de la historia, pero vale la pena sortearlo.
Antes que nada, es importante comentar que directores como Amat Escalante (creador de ‘Heli’, quizá la mejor película mexicana reciente que buscase girar en torno al narcotráfico) y Alonso Ruizpalacios (el hombre detrás de ‘Güeros’) están detrás de varios episodios, otorgándole un lenguaje cinematográfico que no se vislumbraba –ni de lejos- en la saga colombiana. Un escollo importante que ha debido sortear toda producción que maneje este tema es no caer en la glorificación de los capos de la droga –sin ir más lejos: ‘El Señor de los Cielos’ o ‘La Reina del Sur’-, cosa que no ocurre en ‘Narcos: México’.
Alejados de tópicos morales, el submundo del narcotráfico es un carnaval desbordado de alcohol y cocaína: la decadencia pura. El personaje de Rafael Caro Quintero, encarnado por Tenoch Huerta, es un tobogán emocional en claro declive.
El elenco desborda carisma: Diego Luna, Joaquín Cosío, José María Yazpik, Michael Peña y Alyssa Díaz, entre otros. Parece ser que Netflix aprovechó los terrenos desérticos de Sonora y el cálido clima de Guadalajara para desarrollar un ecosistema parecido al conseguido en ‘Better Call Saul’ con el árido Albuquerque.
Como comentó hace poco Daniel Krauze: uno de los activos más resaltables de ‘Narcos: México’ es el alejarse del romanticismo que la mafia guarda en torno a los vínculos familiares.
Aún en la serie que giraba en torno a Pablo Escobar, el cártel se había convertido en una resignificación del concepto de familia –no hablemos de las italianas; Los Soprano o el mismo Padrino-, cosa que acá importa poco.
Es un régimen individualista: sin promesas ni cariño; tan seco y brutal como el gesto que mantiene Diego Luna en los diez episodios.