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Oasis: vivir para siempre

Como dice Liam Gallagher: lo peor de ser parte de Oasis es no poder formar parte del público. Entendí, a lo largo de las dos noches en el Estadio GNP, que la gresca entre los hermanos Gallagher no nos estaba privando solamente de lo que implicaba ver en vivo a Oasis, sino de lo que sería vivir la efervescencia de un concierto largamente esperado en conjunto con otras sesenta mil personas.

Hay dos frases que retumban en Supersonic, el gran documental que narra la tan efímera como apabullante grandeza de Oasis. Una la suelta Liam Gallagher al principio; la otra la recita Noel Gallagher al final. La primera: “Oasis fue como un puto Ferrari: genial de ver, genial de conducir, pero iba a terminar por salirse de control”. Oasis fue, siendo claros, la banda de rock más grande del mundo entre 1994 y 1996. La escena de Seattle había tomado el control pocos años antes sustituyendo el goce y la ligereza californiana con canciones que hablaban sobre la soledad y la muerte; Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden, entre otros, el llamado grunge, representaban un soplo de aire fresco ante la turbulencia de los ochenta. Seattle era costa oeste, arriba de California, pero desde el clima, un eterno llover sobre mojado, se mostraba como un territorio con muy distinto estado de ánimo.

​Yo no quiero escribir canciones sobre el dolor y la muerte; yo quiero vivir para siempre, dijo en su momento Liam Gallagher. Se podría decir que Oasis fue la respuesta británica a la oscuridad del grunge, pero sería una forma muy sencilla de simplificarlo. Oasis, en realidad, fue la consecuencia natural de un legado musical grandísimo. Era rock obrero, de Manchester, como lo habían sido ya los Smiths y los Stone Roses. Eran, también, letras extrañas, crípticas, que podían decir todo y nada a la vez, como lo habían hecho los Beatles. Eran una fuerza de la naturaleza en directo, como podían haberlo sido los Rolling Stones. Eran rock crudo, con instrumentos que buscaban ganarle terrenosónico al otro en aras de ser escuchados, como Led Zeppelino The Who —no es casualidad que el máximo ídolo de Liam Gallagher, con permiso de John Lennon, sea Keith Moon—. No eran nada que no se hubiera escuchado antes; sin embargo —o, quizá, por ello— eran la banda que el rock inglés había pasado toda la década de los ochenta esperando.

​Tal y como lo escribió Lizzy Goodman, crítica e historiadora musical, en un ensayo publicado por el New York Times tras los conciertos de Oasis en el MetLife Stadium de Nueva York: el gran valor de la banda está en su falta de lógica; en cierta magia. Noel Gallagher era un obsesivo de la música; creció con el oído pegado a una bocina, pero Liam, su hermano menor, fue quien dio el paso para crear una banda. ¿La razón? Necesitaba atención: ser el centro. Quería ser una estrella de rock porque no encajaba en la lógica capitalista-industrial de Manchester: ir a la fábrica / volver de la fábrica. Eran clase obrera; no tenían demasiadas posibilidades. Aun así, lo lograron. No es esto un relato inspiracional; no porque ellos hayan podido todos pueden o podemos. Es un ejemplo de lo ilógico que resulta todo lo relacionado con Oasis. Quisieron ser una banda de rock y lo lograron. Al serlo, enarbolaron un discurso donde se declaraban deseosos de romper con todo lo previo, con sus antecesores y lo estipulado —Noel dijo, en su momento, que quería la cabeza de Phil Collins en su refrigerador—; el público inglés, tan acostumbrado a encumbrar a sus héroes musicales, celebró la idea. Buscaron ser más grandes que los Beatles y durante dos años lo fueron. Liam Gallagher intentó ser la estrella más grande del mundo y lo logró. No cabe la lógica en el relato de lo que significa Oasis. Pagaron, eso sí, el precio: volaron tan alto que la caída fue brutal.

​Oasis se separó en 2009, tras varios años de no dar pie con bola y en los que la pésima relación entre Liam y Noel incomodaba incluso a la audiencia. Eran un juguete roto. Cuando Noel optó por salir del grupo de forma definitiva —no puedo trabajar con Liam un segundo más, dijo—, Oasis adquirió el estatus de mito. Habrá quienes alcanzaron a verlo; habrá quienes no. Habrá quienes los vieron en su punto cumbre, entre 1994 y 1996, y habrá quienes los vieron después y los adivinaron erráticos, como a un dios al que alcanzan a vérsele las costuras. El reencuentro que sucedería 16 años después se adivinaba improbable, directamente imposible: el rock había elegido la rivalidad entre los hermanos como uno de sus tótems del siglo XXI. Era imposible porque habíamos elegido que así lo fuese.

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Uno de mis momentos favoritos ocurrió durante la segunda noche de Oasis en el Estadio GNP. Liam llegó al estribillo de Slide Away, quizá la gran canción de amor que tiene la banda aún con Wonderwall en el catálogo, y dos hombres al lado de mí se abrazaron. Ambos venían acompañados por sus parejas —la cara de una de ellas fue un auténtico poema—, pero cantaron la canción hasta desgañitarse aferrados el uno al otro. Me acordé de un video viral, en Manchester, donde al sonar Fuckin’ In The Bushes, la canción que los Gallagher eligieron como introducción al concierto y que acompaña un video emocionantísimo, un hombre de entre cuarenta y cincuenta se inclina hacia adelante y se muerde los labios para no llorar. De pronto voltea, mira detrás a su amigo —sobra decirlo: en mismas circunstancias— y recibe el abrazo y beso de éste. Oasis fue, entre muchas cosas, la explosión de amor entre amigos hombres en un mundo donde éstos no suelen hablar de lo que sienten, de lo que piensan, de sus miedos o de sus inseguridades. Los hombres que no se comunican, los que aparentan ser una fortaleza insoslayable, se permitieron total vulnerabilidad al menos durante dos horas.

​Como dice Liam Gallagher: lo peor de ser parte de Oasis es no poder formar parte del público. Entendí, a lo largo de las dos noches en el Estadio GNP, que la gresca entre los hermanos Gallagher no nos estaba privando solamente de lo que implicaba ver en vivo a Oasis, sino de lo que sería vivir la efervescencia de un concierto largamente esperado en conjunto con otras sesenta mil personas. La voz de Liam se escuchó mejor que nunca, es cierto, pero el coro masivo elevó la presentación al cajoncito donde guardamos lo inolvidable.

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IDLES vino a México a finales del año pasado; recién se había anunciado la gira de Oasis. Algún medio independiente mexicano, ávido de soltar la clásica opinión que va a contracorriente de la mayoría —como si ello fuese un mérito—, interrogó a Joe Talbot, el vocalista, sobre la banda de Manchester. Interrogó es un decir; básicamente le puso una asistencia medidísima para que el oriundo de Bristol nomás empujase. El plan era erigir a IDLES como una banda actual, relevante, y a Oasis como un producto caducado, recién metido al microondas, como si lo primero no pudiese ser cierto independientemente de lo segundo. Talbot, sin embargo, reculó. Se deshizo en elogios hacia Oasis y dejó sobre la mesa la mejor reflexión que yo haya escuchado sobre los Gallagher. He visto muchas veces a Liam en solitario o con su banda, Beady Eye, y a Noel con sus High Flying Birds; me gustan, son músicos estupendos. Algo distinto, sin embargo, ocurrirá ahora. No es que las canciones de Oasis suenen mejor forzosamente con los dos sobre el escenario: Liam no necesita a Noel en Champagne Supernova ni Noel necesita a Liam en Don’t Look Back In Anger; algo, sin embargo, ocurre si están los dos sobre el escenario y atrás, en la pantalla, está el logo de Oasis. Es algo inexplicable, casi mágico. Es algo ridículo, pero es, también, la razón por la que nos dedicamos a la música: aspiramos a causar esa magia. Talbot lo dijo todo.

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Por más que escriba no voy a conseguir plasmar lo que sentí cuando Liam dijo la primera frase: Oasis vibes in the areaQué carisma tiene, le dije a Evelyn en la cuarta canción; nomás necesita plantarse frente al micrófono, inclinarse un poco hacia adelante, entrelazar las manos detrás y soltar. Soltarlo todo. Dijo en algún momento que admiraba profundamente a Mick Jagger y su manera de mostrarse en el escenario bailoteando, saltando y arengando a la audiencia, pero que él simplemente no podía; su manera de entender la interpretación de una canción era así, estático, trazándolo todo a partir de la voz. Me acordé de cuánto me impactó ver por primera vez a Julián Casablancas, cantante de los Strokes, sobre un escenario: se contoneaba alrededor del micrófono mientras lo estrujaba; iba distorsionando el sonido a su gusto.

​Lo que más me gusta es la sensación de control, dijo Liam alguna vez; estar cantando frente a miles de espectadores y quedarme parado, inmóvil, viéndolos cantar lo que yo estoy cantando; es puro control. Cuando Carolina Durante se presentó en el Foro Indie Rocks, en marzo de este año, sucedió lo mismo a menor escala: Diego Ibáñez, uno de los mejores frontmans en el panorama actual, se quedó inmóvil, con las manos entrelazadas atrás, frente a una audiencia que coreaba el estribillo de Probablemente tengas razón —qué nos ha pasado / si no ha pasado nada—. Puro control. Es Liam Gallagher, le dije en ese momento a Zurita; está contemplando su obra. Puro control. No es extraño que al final de Champagne Supernova, con los fuegos artificiales reventando en el cielo, Liam Gallagher se pare enfrente de sesenta mil personas sin mover un músculo: la primera noche lo hizo con una pandereta en la cabeza; la segunda, con un sombrero charro. Las luces bajan y alcanzamos a ver solamente la silueta: el artista se desdibuja y se pierde en la oscuridad; Oasis somos nosotros.

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Ya me puedo ir, pensé tras las primeras tres canciones. No era cierto, por supuesto, pero algo había en ese arranque que lo dejaba a uno agotado para Some Might Say, una canción quizá más famosa que las entonadas previamente, aunque con menor energía. HelloAcquiesce Morning Glory. La complementariedad es obvia si establecemos que las tres pertenecen al mismo álbum, pero algo hay, también, en su lírica y la narrativa del concierto. Liam inicia cantando Hello mientras Noel sostiene la rola con la frase que subyace al coro: es bueno estar de regreso. La segunda, Acquiesce, es un himno al reencuentro: nos necesitamos el uno al otro / creemos cada uno en el otro. Muchas veces fue cuestionado Noel, autor de la canción, si aquello era una muestra de que Oasis, más allá de sus grescas y encontronazos, podía hallar una suerte de veneración y respeto por el otro a partir del arte. Noel, asqueado por tal conclusión, respondió que nada tenía que ver aquello y que el nosotros establecido en la canción estaba lejos de representar a la banda en sí. Sería osado concluir tanto una cosa como la otra: finalmente la canción está viva y resulta imposible abstraerla de su contexto. Lo que sí es cierto es que las sesiones de grabación del (What’s the story) Morning Glory?, en 1995, fueron, cuando menos, caóticas y terminaron con Noel estrellando un bate de críquet en la cabeza de Liam. En algún momento contó Owen Morris, uno de los productores, que resultaba absolutamente entrañable atestiguar a Noel Gallagher alcanzando su punto máximo como compositor e intérprete de canciones como Talk Tonight. Tocaba una fibra, nos hacía llorar a todos, pero luego terminaba la toma y volvía en sí para llamarnos imbéciles; cuando cantaba era el único momento donde solía mostrarse vulnerable.

​El momento Noel del concierto estuvo compuesto por la mencionada Talk Tonight, Half The World Away Little By Little, un himno acuñado por toda la fanaticada y uno de los momentos más altos del concierto. Noel ha recibido en esta gira el apelativo de genio en términos de composición: pertenece a las calles obreras de una ciudad, Manchester, que ha hallado en sus narradores uno de sus principales atractivos. Es una ciudad gris, industrial, olvidada por el progreso inglés de finales del siglo XX y vista con desconfianza gracias a los altos índices de criminalidad. El fútbol, de algún modo, se ha encargado de lavarle la cara en cierta medida y de erigirlo como destino obligatorio para cualquier aficionado a la pelota. Esas calles, sin embargo, gestaron a creadores de versos como soy herencia de un brillo criminal y vulgar el amor terminará por separarnos… otra vez. Noel Gallagher es parte del parnaso en el que brillan Morrissey o Ian Curtis.

​Dicho lo anterior, la letra nunca fue lo más importante. O al menos es lo que Noel establece. La verdadera búsqueda era la de la melodía a través de la guitarra; la letra se convirtió en un modo de llenar los huecos. Es fácil decirlo para alguien que escribió un himno atemporal como Live Forever a los 27 años —Bonehead, el guitarrista, mantiene que es imposible que una canción tan buena haya sido escrita por él—, pero puede ser real y puede ser, además, una prueba de que el arte trasciende permanentemente a su autor. Hay quien ve un reclamo contra el maltrato infantil en Supersonic y encumbra la canción por ello; habla de que es valiente y que trae temas necesarios a la conversación. Yo, personalmente, no lo veo; quise escribir una canción sobre salir de fiesta, pero respeto todas las posturas y lecturas de la gente. Esto comprueba dos cosas: por un lado, Oasis rompió con una tradición importante en el rock anglosajón: el álbum conceptual y las rolas casi aleccionadoras; por otro lado, es evidente que para que el mensaje trascienda de tal forma resulta necesario hablar del mensajero. Noel escribía para que Liam cantase. Sin Liam, Noel quizá no sería el valoradísimo compositor que es ahora. Irónicamente, es aquí el único punto desde el cual es posible adivinar cierto respeto mutuo: Liam sabe que no habría sido quien es sin Noel y Noel sabe que no habría sido quien es sin Liam. Volvemos a la lógica de Joe Talbot, de IDLES: sea por razones mágicas, por alquimia musical o por terquedad de los fanáticos, Oasis siempre fue bastante más grande que la suma de sus partes. Al final, a mí no me interesa si The Wall habla o no sobre el padre de Roger Waters; a mí me fascina ese pinche disco porque lo escucho y siento que habla sobre mí, zanja Noel.

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A Oasis lo condensa, entre otras cosas, la pregunta que soltó Liam Gallagher cuando le notificaron que querían hacer un documental sobre la banda: ¿quién va a ser el héroe y quién el villano? Tras haberlos visto, es difícil saberlo. Los dos tienen algo de cada uno.

​Vimos un concierto que no volveremos a ver. No es mera exageración, sino lógica. El rock solamente puede sustentarse en mitos: uno de ellos era el de Oasis y la imposibilidad de verlos de nuevo. Ya los vimos, sin embargo, y lo gozamos tremendamente. ¿Será una reunión excepcional o el primer paso a una reunión permanente? Quién sabe. Fueron la banda más grande del mundo en su momento; ahora están entregando los conciertos más esperados del año. ¿Tiene sentido continuar, a futuro, sin la grandilocuencia, el éxtasis y la histeria que hoy envuelve todo? Difícil saberlo.

​Escribí al principio que había dos frases en Supersonic, el documental, que retumbaban por completo. La segunda la suelta Noel Gallagher en el mero final: hay algo que la gente jamás va a olvidar: cómo la hiciste sentir. El vínculo de cada uno de los 120,000 espectadores que acudieron a los conciertos fue a partir de ello: cada uno distinto, pero cada uno perfectamente encajable, cual rompecabezas, con cualquier otro.