I.
La sociedad japonesa se levanta entre los escombros. Hombres y mujeres lidian contra los efectos de la guerra y los daños causados en varios sentidos. Han transcurrido siete años desde que la bomba atómica arrasó con Hiroshima y Nagasaki pero hay heridas que siguen abiertas en toda la nación. Reikichi Mayumi (Masayuki Mori) es un escribano que lamenta no haberse muerto en combate y así enterrar el tormento del desamor porque Michiko Kubota (Yoshiko Kuga), el amor de su vida, se casó con otro hombre antes de que iniciara la Segunda Guerra Mundial. Su amigo Naoto (Jukichi Uno) lo confronta para que deje de obsesionarse con la guerra diciéndole con contundencia que “los japoneses somos culpables por los pecados cometidos en esos años”.
II.
En Carta de amor (1953), la directora Kinuyo Tanaka nos asoma al Japón de la posguerra con un drama romántico que explora, entre otras cosas, la sensibilidad. Recurre a la historia de Reikichi Mayumi como un hombre lastimado del corazón y afectado por la guerra que encuentra un aliciente como escritor de cartas ajenas, principalmente de mujeres que fueron amantes de soldados estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su destino lo sorprende cuando se reencuentra con Michiko Kubota. La realizadora Tanaka se apoya en diálogos emotivos adaptados por Keisuke Kinoshita de la novela escrita por Fumio Niwa, así como en la cámara de Hiroshi Suzuki para captar los sentimientos de los personajes, es decir, la humanidad que existe en ellos. Se transmite y absorbe el toque humano de la manufactura que identifica a la película. Por ejemplo, la imagen de Michiko Kubota caminando bajo el aguacero es triste y poderosa a la vez; una mujer rota y empapándose que estuvo en brazos de un militar enemigo, algo que bien puede interpretarse como un simbolismo de lo que Sugai (Tomisaburo Wakayama) expresa en Lluvia negra (Ridley Scott, 1989): “Luego el calor trajo la lluvia, lluvia negra. Ustedes la hicieron negra, y nos hicieron tragar todos sus valores”. Después de la destrucción hubo humanos reconstruyéndose a partir de la entraña, y eso se siente.
III.
Fue en la edición 13 del Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM) que pudo verse Carta de amor en el marco de una retrospectiva dedicada a la filmografía de Kinuyo Tanaka. A casi un mes de su exhibición llegó a cines Oppenheimer, nueva película de Christopher Nolan. El hype previo al estreno causó tal expectativa que se multiplicaron opiniones de todo tipo con informaciones al vapor que terminaron por confundir a algunos espectadores. En la función de prensa hubo asistentes que ingresaron a la sala con la idea de que J. Robert Oppenheimer era un héroe. Y no sólo eso. También esperaban encontrarse con una historia llena de acción. Gran decepción se llevaron cuando vieron que “el padre de la bomba atómica” no era lo que imaginaron, ni la trama contenía persecuciones y balazos. No obstante, se fascinaron con la escena de la explosión. Junto a ellos, otros asistentes más que aguardaban precisamente ese momento. ¿Acaso alguien pensó en los japoneses que iban a ser aniquilados con una explosión similar de horrorosas dimensiones? ¿Se pusieron en los propios zapatos de Oppenheimer (Cillian Murphy) cuando éste toma conciencia de su creación y se entera de lo que sucedió en Hiroshima y Nagasaki? Una trampa, consciente o inconsciente, debido a la calidad de hechura que posee la secuencia. Y el silencio, sin duda, empleado como extraordinario elemento cinematográfico para concentrar la atención en la grandilocuencia del estallido.
IV.
La narrativa de saltos temporales utilizada por Christopher Nolan (notable virtud de la película) contribuye a alimentar el interés por presenciar la culminación del trabajo de Oppenheimer mediante una explosión que se registra con silencio sepulcral y la imagen de él mismo asombrándose por la terrible capacidad de destrucción del artefacto. Su asombro es aterrador, pero puede no parecerlo debido a que el director transita en un recorrido visual y narrativo con tendencia a provocar empatía con su protagonista. En otras palabras, perverso. Esto se matiza con la subtrama de venganza emprendida por el senador Strauss (Robert Downey Jr.), quien con su manera de maniobrar hace ver al físico como una víctima de ética incuestionable e intachable. Este desquite político juega como un distractor para dejar de observar a Oppenheimer con la lupa del dilema moral que le aqueja tras haber creado la muerte. Existe la tramposa posibilidad de concebir a los personajes como buenos y malos al puro estilo del western, esto dejando de lado las contradicciones humanas que afloran en un período que unificó pensamientos y criterios para hacer de la guerra un escenario todavía más violento de lo que ya es.
V.
La bomba del Oppenheimer de Nolan puede hacer olvidar a las verdaderas víctimas. Y ese riesgo también es notorio con la distancia o temor que el realizador tiene de los humanos. Basta ver las insípidas escenas de sexo que transmiten más asexualidad que placer. En ese mismo tenor se aprecian el resto de interacciones a lo largo de la película. Lo humano le atemoriza, o no lo quiere cerca, y por eso lo evade a través de saturar de información al espectador. Entre más datos se proporcionen, menos margen de cuestionarse hay. A eso se suman los diálogos que emplean los personajes; el habla como escudo para impedir el contacto corporal, visual y espiritual. ¿Qué valor tienen los muertos de Hiroshima y Nagasaki en una encrucijada que por un lado pone en predicamento el prestigio del científico y por el otro la carrera política de un senador ofendido con dicho científico por haberlo humillado en público? Lo que no se ve en pantalla es también importante. El toque humano ausente a cuadro puede hallarse fuera de.
VI.
Es justo al cierre, con una toma directa al rostro pétreo de Oppenheimer, que Nolan permite al espectador salir del estado de estupefacción. El remordimiento y cargo de conciencia que el científico manifiesta con la mirada de un muerto en vida es un chasquido de dedos para que la persona en la butaca reaccione ante lo que este hombre ha creado y las repercusiones de su invento. Su dilema moral es también de quien se olvidó de los japoneses borrados de la faz de la Tierra por la bomba atómica, o de los sobrevivientes que debieron extender la tragedia con enfermedades, cuerpos quemados o mutilados. Desear la bomba y su explosión es una maquinación que el director pone al servicio de quien elige qué postura tomar en su ficción.
VII.
En la visión de sus respectivas culturas, épocas e intereses autorales, Kinuyo Tanaka y Christopher Nolan son un contrapeso de polos opuestos que se colocan sin temor al lado de la historia que quieren contar respecto al terror nuclear. En 1953, Tanaka lo hizo con una enternecedora exploración de la sensibilidad japonesa con la aceptación de responsabilidad que tuvo su país en un conflicto bélico. En 2023, 70 años después, tal como lo escribe Nico Ruiz en su crítica Oppenheimer: simpatía por la bomba, Nolan lo hace colocando al científico como una víctima histórica lejana de aceptar responsabilidades. Ah, y con una confección fría en cuestión de humanidad. Sin embargo, hay que decirlo, con una película que procura el lenguaje cinematográfico de principio a fin. Y eso se agradece aunque sea perversa.