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Editorial

Ozzy Osbourne, Hulk Hogan y Diego Maradona

He de confesar que admiro a la gente que consigue derribar del pedestal o no idealizar a su héroe. Los admiro porque yo no puedo. No sé, tampoco, cancelarlos.

El otro día, en medio de los numerosos homenajes que se rindieron en redes sociales a Ozzy Osbourne, me encontré en Instagram con la historia de un amigo, baterista e ingeniero de audio, obseso del heavy-metal -para quien la muerte de Ozzy podía adivinarse como una pérdida irreparable-, delimitar que sí, que qué lástima, pero que Osbourne no había sido en épocas recientes más que un terrible conservador: lo tildaba de fascista y demás adjetivos que hoy se utilizan para descalificar una visión del espectro político cuando menos rancia. Mi amigo, además, musicalizó su publicación con War Pigs, la enormísima rola anti-sistema que Ozzy escribió en 1970. Sabía de lo que hablaba, pues. Lo tenía clarísimo. La publicación no parecía condenar a absolutamente nadie que optara por lamentar la pérdida de Osbourne bajo nociones estrictamente musicales; no señalaba con dedo flamígero ni lanzaba acusación alguna, solamente trazaba un punto de vista personal. Este texto, que podrá estar cargado de ignorancia y contradicciones, no pretende, al menos, acusar lo anterior como un gesto moralista.

Pongo otro ejemplo: a los pocos días murió Hulk Hogan. No sé si Hogan sea uno de los mejores luchadores en la historia de la industria norteamericana, pero tengo clarísimo que para un niño solitario que encontró entre sus diez y trece años a la lucha libre como un entretenimiento adictivo fue poco menos que un superhéroe. Los videojuegos lo mantenían como el luchador con mayor puntaje y mayor habilidad que, encima, salía al ring ataviado con una boa de plumas. Era absurdamente irresistible. Se murió Hulk Hogan, le dije a mi novia como si ella supiera quién era Hulk Hogan. Estábamos en la sala de nuestra nueva casa armando los bancos de la cocina. Lo que hice fue, más bien, leer la noticia en voz alta. Intenté contextualizar poniendo un video en la televisión de una de sus muchas entradas al ring: el público entregado y Kurt Angle, otro grande, gritándole cualquier cosa. No conseguí explicarle por qué desde niño me escuece la primera línea de su canción -un alegato, dicho sea de paso, profundamente agringado-: when it comes crashing down and it hurts inside. No conseguí explicárselo porque no tenía palabras para hacerlo y porque, admitámoslo, habría sido ridículo. Hay etapas de la vida que solamente caben en la memoria. La noticia me pegó, eso sí, más de lo que estoy dispuesto a admitir. Se ve que votó por Trump, me dijo ella con toda razón. A los pocos minutos busqué videos de Hogan en Instagram y lo primero que encontré fue precisamente su intervención en un rally trumpista, metido en el personaje y gritando el slogan de campaña. Bajé un poco más y me encontré con ese momento mítico en el que cargó a Andre The Giant ante una multitud histérica. Aquello marcó un antes y un después en la industria luchística norteamericana porque condensó todo lo que el público no sabía que esperaba: el héroe blanco americano, un nudo de músculos, levantando a una mole de casi 250 kilos. Épica norteamericana acompañada por un relator que se encargó de magnificarlo todo desde el micrófono. Vuelvo a aceptarme como un ridículo, pero he de decir que me conmovió. ¿Qué dice esto de mí? ¿Por qué antepongo las sensaciones que generó Hulk Hogan en un niño de diez años al análisis que puedo realizar ahora, a mis casi treinta, sobre un tipo que apoyó a una figura política profundamente detestable? Ya no sé si es un tema de separar o no a la obra del artista. Me gustaría no ceder tan fácil ante la nostalgia, tal vez.

Cuando murió Maradona se volvió célebre una frase que pretendía alejar al ídolo de todos los problemas, pecados y delitos que pudiese haber cometido: no me importa lo que hiciste con tu vida / sino lo que hiciste con la mía. La frase es terriblemente facilona y melodrámatica, pero me conmueve. Esconde, por supuesto, ciertas ganas de no enfrentarse a la sombra alargada que carga la figura en cuestión; a obviarlo y limitarse solamente a ciertas acciones que realizó tanto dentro como fuera del campo. Pero esconde, también, la prueba de que Ozzy, Hogan y Maradona -qué tridente me quedó- funcionan bajo la lógica del simbolismo. Representan algo muy específico para sus feligreses; no es que esto escape del análisis o de la realidad, pero configuran en sí mismos una suerte de emociones y sensaciones eminentemente subjetivas que sí se alejan del juicio moral.

Dicho lo anterior, he de confesar que admiro a la gente que consigue derribar del pedestal o no idealizar a su héroe. Los admiro porque yo no puedo. No sé, tampoco, cancelarlos: no puedo vetar a Woody Allen y fingir que su cine no existe y no fue elemental en mi formación personal.

El otro día algún usuario de Tuiter optó por atacar a los Strokes al establecerlos como una banda de adolescentes privilegiados, adinerados, hijos de familias bien posicionadas. Más allá de que esto no se equipare con los ejemplos anteriores y se quede en un juicio absurdo e intrascendente, opté por firmar debajo de la respuesta que otro usuario escribió: ¿Y qué? Son una puta bandota.