En el vasto y a veces pantanoso territorio de la poesía contemporánea en español, Nauta de Mario Murgia (México, 1973) se erige como un faro de lucidez y oficio. No es un libro que pida permiso; irrumpe con la seguridad de quien conoce el peso de la palabra y la carga de la historia. Murgia, premio Margarita Michelena, traductor de Milton y Joyce, reconocido académico de la UNAM y voz poética cada vez más indispensable en el panorama actual, demuestra que la poesía es el campo idóneo para lidiar con las grandes preguntas del ser, el tiempo y el espacio.
El poemario es, ante todo, y como el título indica, el metrónomo de un viaje. Un recorrido por geografías reales e imaginarias —desde la Aalborg del siglo XVII hasta el Nueva York de Cernuda, pasando por Cerdeña, Roma y la Ciudad de México— pero también por los pliegues más íntimos de la conciencia. Como bien apunta en “Icnusa (o Cerdeña)”:
“Van con caos y éxtasis de carne / puesta ante un delirio de hambre”,
sintetizando así la tensión entre el cuerpo y el paisaje, entre el deseo y la memoria. Murgia no solo describe; habita los lugares que evoca.
Uno de los mayores aciertos de Nauta es su capacidad para dialogar con la tradición sin caer en la reverencia vacía. En el excelente “Cernuda en Nueva York”, el poeta se apropia del exilio ajeno para hablar del propio, con una voz que es a la vez elegíaca e irónica:
“Nunca dominé tu lengua, / no señor, ni falta que me hizo, / pues me crispa el alma entera”.
No se trata de un homenaje, sino de una conversación entre iguales—Cernuda, Murgia, y en este caso el lector—en la que el pasado se vuelve espejo del presente.
La musicalidad del verso es otra de sus virtudes señeras. Murgia es un artesano del ritmo, y lo demuestra en piezas como “Envío del Hudson”, donde el lenguaje se pliega y expande como la marea del río que lo inspira:
“hay que lamer el cristal del alba / para borrar las transparencias”.
Es poesía que se siente en la piel, en el oído, en el pecho. No sorprende viniendo de quien ha traducido a Dylan Thomas y Shakespeare; aquí, el sonido no adorna, sino que significa.
Pero Nauta no es solo intelectualismo o virtuosismo técnico. Hay en estos poemas una vulnerabilidad conmovedora, una conciencia aguda del dolor y la pérdida. En “Último de abril”, escribe:
“Ese día llegó mi madre a casa / con los ruidos de la calle / tallados en la cara”,
capturando en tres líneas el momento en que la muerte irrumpe en la vida doméstica y la transforma para siempre. Es una poesía que no teme al sentimiento, pero lo expresa con una contención que lo hace aún más poderosa.
El humor, aquí muy sutil y ácido, también tiene su lugar. En “Conferencia sobre un fémur en Malta”, la arqueología se vuelve metáfora de la fragilidad humana:
“¿Cuál sería el invento, gesto o rasgo / […] que hiciera de un babuino algún humano?”,
pregunta con una ironía que desmonta cualquier pretensión de grandilocuencia (lo que hace que mucha poesía actual resulte pesada como collar de papayas); Murgia sabe que la lucidez duele, pero también puede ser mordaz, artera y divertida.
Visualmente, y no hablamos solo del diseño de Buenos Aires Poetry Press, el libro es una joya. Cada poema pinta con palabras: los flamencos soñando “perezosos con elipses” en Cerdeña, el labrador de Brueghel ignorando “el dolor del mundo entero”, el Dante de bronce en Nueva York “rastreando la caída de una hoja de laurel”. Son imágenes que permanecen, que exigen ser releídas y saboreadas.
En definitiva, Nauta no es un libro para leer de prisa. Exige atención, complicidad y tiempo. Pero quien se adentre en sus páginas saldrá transformado: con más preguntas, sí, pero también con la certeza de haber estado en manos de un poeta mayor. Como escribe en “El sacrificio”:
“Anoche respirabas los yambos / más veloces mientras las sombras / te pedían hacerles alto honor”.
Mario Murgia no solo escribe poesía; la piensa, la vive y la ofrece como un testimonio necesario en estos tiempos de ruido y olvido. Un libro para releer, subrayar y guardar cerca del sillón de los días grises.