“I guess I’ll just sit here and watch the world go by.”
Before Sunrise (Richard Linklater, 1995).
Al despertar, ella se encontró con las imágenes de los retazos de los sueños que tuve en la madrugada. S había viajado a la costa oeste, y el huso horario le permitió asistir —como quien presencia un desfile— al paso de todo aquello que mi subconsciente se encargó de generar durante la noche.
Solía —yo— desperdiciar los sueños. Las noches las consumía entre pesadillas angustiantes y cuestiones no solo incoherentes, sino inconexas. Los protagonistas de los guiones presentados durante esas horas salían por la puerta con rumbo desconocido y solían divagar por ahí. Más de una vez, alguien me dijo haber visto algo que yo había contado sobre mis sueños. Supongo que, después de habitar mi mente, los personajes erraban por la ciudad.
Pero esa noche no fue así. Me fui a dormir después de leer Poeta chileno, de Alejandro Zambra, de sentarme a escribir y de hablar por algunos minutos con ella. Será el sereno, pero tenía una especie de ingravidez corporal que me ayudó a descansar sobre las sábanas. Cuando el director de escena de mis sueños hizo sonar la claqueta, el guion fue diferente. No hubo exámenes sin estudiar, ni vuelos perdidos, ni partidos de futbol a los que no llegaría. La trama —una idea original del guionista— se desarrolló sin necesidad de repetir escenas, así que cada uno de los personajes fue empacando su vestuario para caminar rumbo al poniente. Tenían dos horas para arribar y presentarse donde se les había asignado la siguiente función.
S despertó —como siempre— antes del sonido de la alarma, y pudo notar cierto alboroto en el lugar donde dormía. Fue entonces que aparecieron uno por uno. Al principio, quizá fue complicado identificarlos, pero hubo un detalle —no minúsculo— que ella pudo percibir tan pronto enfocó un poco la mirada. Se encontraba ahí, en esa pasarela de formas, llevando un vestido de un color que jamás habría imaginado portar, y brillando de una forma que solo podría ser descrita —y entendida— a través de las palabras.
Entonces, y solo entonces, sonrió para sus adentros y sus afueras, porque por primera vez pudo percibir a color lo que yo llevaba seis meses tratando de comunicar: lo que realmente sentía y pensaba de ella.