Claro que me gusta esa cosa tan mexicana de festejar el día de muertos con tanto color. Cómo no me va a gustar. Me gusta más que todas las formas del resto de los países del mundo, con sus tristezas, sus lutos y sus solemnidades. Sin embargo, para ser sincero, no quiero ver una sola calaca más en mi vida. Para poder habitar la Ciudad de México hay que aprender varias cosas. Una de ellas es que cuando uno se cruza con un pan de muerto en el pasillo del supermercado o en la panadería hipster del barrio, significa que no van a dejar de aparecer muertitos por la vida, en cada rincón y a cada momento, por los próximos meses. Y en México, como vivimos para comer, el pan de muerto aparece casi dos meses antes que sus propias fiestas. Como si uno se comprara el pastel de cumpleaños un mes antes de cumplir. Así que hay que estar prevenidos para no morir de una sobredosis de flores y colores que va a durar una eternidad.
En principio da la sensación de ser una tradición muy sana. Una tradición que acepta la muerte, cosa que en el resto de los países no sucede. Una tradición que mira a la muerte a los ojos y le deja claro que no le tiene miedo, que la acepta, que la quiere y que le invita unos buenos tequilas. Hasta ahí todo bien. Una tradición que nos permite juntarnos, festejar, comer y chupar a lo loco. Salir en familia, con hijas, hijos, abuelas y abuelos, tías y tíos, con todos aquellos que, claramente, no estén en la ofrenda. Salir, disfrazarnos y comer pan de muerto hasta el hartazgo.
Ahora que tengo hija (cosa que me pasa desde hace cuatro años y me pasa todo el tiempo porque no le encuentro el botón de apagar), me está tocando vivir el mundo real un poco más de lo que yo lo viviría si todavía importara un poquito lo que a mí me importa. Ella, Martina, tiene que vivirlo y nosotros, yo y su madre, somos sus choferes, sus productores, sus representantes, y todo lo demás, y eso nos obliga a convivir con el exterior. Creo que a la Negra, la madre, le gusta un poco más el mundo que a mí, no lo sé. A mí me gusta de a ratitos, siempre y cuando pueda volver rápido a recluirme a mis ascéticos universos. El caso es que llevo más de una semana llevando al colegio en el asiento de atrás a la catrina, la muertita, la brujita, la diablita, la vampirita y también a cosas que no sé qué son. No han pasado ni dos meses de las últimas fiestas, las patrias, esas que me hacían llevar al colegio a la prócer, la Hidalgo y la Costilla, la Corregidora de no sé dónde, la Frida de turno y demás seres mitológicos, y escucharla cantar felizmente un himno que todavía no se sabe y que completa con frases hermosamente absurdas como “mexicanos salidos de tierra”, equívocos que refuerzan con saña mi antipatriotismo y me renuevan las esperanzas en que, una vez que mi hija se aleje de las instituciones, podrá ser una verdadera desadaptada, anarquista, despatriada e iconoclasta. Una semana de eventos escolares con pancitos de muertos, fotito del gato que se nos adelantó para la ofrenda, los disfraces ya mencionados, las bolsas de dulces que nos aseguran la diabetes, las salidas a pedir calaverita por un barrio cada vez menos barrio y un sinfín nuevos vocablos, cada vez más gringos, con el dulce o truco, donde el truco ocupa el histórico lugar de la travesura, y nos hace más magos y menos rebeldes. Y así, un día tras otro, tras otro, tras otro. El día de la marmota pero con pancito de muerto.
El domingo 3 de noviembre, día en que afortunadamente terminaba la semana y empezaba un nuevo mes que dejaría atrás este suplicio, fuimos con la grande y la chica a la Feria de las Calaveras en el CNA y festejamos la muerte en todos sus formatos, y comimos, nuevamente, pan de muerto, flautas, tamales, tlayudas, elotes, elotes, tlayudas, tamales, flautas y pan de muerto, para reiniciar el ciclo eterno de la marmota con azúcar. Para ese momento Martina llevaba seis días enteros e ininterrumpidos de festejos y festejitos, sin tener la más mínima idea de la razón y el por qué de dichos festejos. La cosa es festejar mucho y porque sí. Salimos de la Feria para la casa a las cinco de la tarde, Martina puso el culo en la silla y cayó rendida. Se durmió instantáneamente, agotada de tanto muerto, tanta azúcar y tanto gluten. Hoy en la mañana la dejé en la escuela vestida de ella misma. Cuando le sacamos el maquillaje después de una semana casi no la pude reconocer y la verdad que es hermosa, sin embargo, antes de bajarse del auto me dijo: “papá, ya falta poquito para la navidad”. Yo sonreí y decidí no pensar en nada, absolutamente en nada para evitar el colapso. Me fui con la Negra al centro y al pasar por la explanada del Zócalo, seguían por ahí erguidos unos inmensos esqueletos de papel maché que solo querían volver a dormir a sus tumbotas. Ahí se me rebalsó el vaso y le confesé a la Negra mis más profundos sentimientos. Le dije que estaba hasta las pelotas de los muertos y me respondió que era un amargo. Y yo, que soy muchas cosas pero no necio, no se lo negué.
No me quiero poner serio, pero me voy a poner. Creo que todo esto es un exceso. Tantas toneladas de Cempasúchil hacen aflorar mi eterna amargura y comienzo a pensar, sin demasiado fundamento, que este festejo, como tantos otros, no son más que formas de hacer ruido para no oír nada. No es que prefiera la solemnidad del negro o el dolor de los silencios, lo que creo es que tanta calaca bailante termina por seguir escondiéndolo todo. Siento que el grito es otra forma de callar. Una forma más de mirar para otro lado. Y vuelvo nuevamente a dudar de esas tradiciones que tanto defendemos. Esas tradiciones que nuestro progresismo no nos permite cuestionar porque están siendo arrasadas por el capitalismo y el consumismo. Y a mí, esta sobredosis de tradición me reduce a cero el amor por las formas de aquellos que nos precedieron. Mayas, aztecas, incas, quechuas, guaraníes, mapuches, me da un poco lo mismo. Da igual lo que hayan hecho o dejado de hacer si su ecuación no incluye la posibilidad del cambio. No vale la pena nada que no quiera modificarse a sí mismo. Nada. El ser humano cambia, todo el tiempo, y menos mal. No hay tradición, ni patria, ni creencia que se valga a sí misma. Y no hay tradición, ni patria, ni creencia que no exista sin una interminable lista de mandatos impuestos. Y aún así, mandatos mediante, cambiamos y dejamos de ser lo que éramos. De lo contrario moriríamos haciendo pirámides o nos sacrificarían para que aparezca un conejo en la luna (o algo así, rarisimo), o viviríamos en la edad media, dentro de un convento dándonos latigazos por pecadores, y seguiríamos padeciendo la inquisición y creyendo en dios y así. Digo yo que no hay tradición que tenga sentido si no acepta el cambio y no me refiero a llamarle Halloween al día de muerto y cambiar los alebrijes por vampiros, obvio. A los que dicen Halloween directamente les retiro el saludo. No, mentira, tampoco es para tanto, o sí, pero da igual. Creo que hay que tener cuidado con no convertirnos en conservadores por querer respetar las culturas ancestrales. En esas también habían dosis inmensas de machismo, violencia, dioses juzgadores, líderes autoritarios, explotación y falsos mitos originarios. No romanticemos tanto lo pasado porque nos podemos convertir en pasado una semana por año. O sea, una semana en muertos, otra en la independencia, otra en reyes, otra en semana santa y no se me ocurren más fechas porque soy freelance y para mí no son feriados. Y así, por ser tan progres nos hacemos conservadores y nos sentimos orgullosos de ser tan pero que tan respetuosos.
Una semana haciendo bailar muertos para no hablar de ellos, y cuando nuestros hijos nos preguntan qué pasa con los muertos les decimos que se fueron al cielo. “¿Pero cómo, les salen alas?”, nos preguntan con toda la lucidez que a nosotros nos falta, y nosotros, en la encrucijada del padre que mintió, le decimos que sí. Casi nunca en esta vida es momento para decir la verdad, y menos aún cuando hemos venido mintiendo. Y ahí, para no desandar el largo camino de explicaciones incomprensibles, pisamos el acelerador y nos metemos de lleno en el camino sin retorno de la mentirita. “Sí, claro, alas”, respondemos, y entonces les hablamos de los alebrijes y esas cosas extremadamente raras. Después nos compramos dos kilos de palomitas y nos vamos a ver Coco.
Aun así, la ofrenda no deja de ser hermosa. El cigarrito con nuestros seres amados, la posibilidad de volver a estar con ellos, con una sonrisa en la cara y un tequilita en la mano. En casa, la Negra cumple año con año en armar una preciosa ofrenda, llenando los espacios de color y belleza, y abre ese mágico umbral para estar con los suyos y para que Martina pueda saber quiénes fueron. Crea un espacio de encuentro muy sanador. Le abre la puerta a la magia que los paganos como yo no nos permitimos, y se agradece. Y en ese sentido, estas fechas son un milagro al lado de las paparruchadas de los gringos y de los mexicanos agringados, con sus horrendas arañas y sus inmensas telarañas, y ni hablar de las sotanas de las monjas y los curas del opus y esos tenebrosos universos que por suerte no conozco. No obstante, y aquí vuelve el amargo, es tan mágico como poco pedagógico. Ni nos enseña, ni nos ayuda a enfrentar a la muerte, ni a hablar con nuestros hijos al respecto. Prefiero que haya ofrenda a que no la haya, mil veces, pero también sé que a veces, los festejos, son luces que oscurecen.
Y no me quiero poner grave, pero me voy a poner. Por más azúcar que le pongamos a la calaverita, no dejamos de tener una pésima relación con la muerte. Confusa, sobre todo. Una relación donde parecemos expertos y no lo somos. Por lo pronto, basta decir que vivimos en uno de los países con más asesinatos del mundo. Más de cien por día. Y las festividades de colores, azúcar y papel maché tienden a otro lado, más oscuro, más de la narcocultura. Y no sé si estoy mezclando peras con manzanas, pero en este país de sincretismos, una cosa nunca está tan lejos de la otra, y a mí todo me hace mucho ruido. Estamos llegando a un punto de violencia que estoy extrañando un poco el silencio. A veces hace falta callarse un poco. Y mientras más muerte hay, menos podemos hablar de ella, y más azúcar le ponemos arriba al pan. Azúcar para soportar la amargura de la realidad. Y nosotros seguimos con esos cuentos de los muertos que se van al cielo mientras cientos de miles de madres buscan en la tierra. Cuentos que se tornan cada vez más opacos. Comemos pan de muerto durante un mes seguido pero no podemos nombrar a la muerte si no viene después de un pan. Creemos que convivimos con ella pero no la podemos nombrar. Como si las fiestas nos embriagaran para poder soportarla y luego, en la sobriedad, no fuésemos capaces de decir que alguien se murió. Vivimos en el reino de los eufemismos y entonces la gente no muere sino que se nos adelanta, o no está aquí para contarlo, o pasó a mejor vida, o descansa en paz, o qué sé yo. Y así, como la festejamos pero no la nombramos, tampoco la permitimos y no estamos ni cerca de aceptar que es mejor morirse que vivir años postrados. Y la eutanasia sigue siendo una mala pablara, porque nos corroe una férrea moral. No aceptamos que nuestra gente se vaya cuando se quiera ir, preferimos que sigan aquí, aunque sea en cama, viviendo a medias, cada noviembre, un nuevo festejo.
Y ahora que se fueron las fiestas de noviembre, hay que seguir viviendo la vida. Afortunadamente, falta menos de dos meses para la rosca de reyes