Cuando no sabía leer ni escribir, el niño jugaba, imaginaba, creaba, las nubes eran aves libres, al sol lo soportaba un enorme gigante entre su mano derecha (¿o izquierda?, no lo sabía y tampoco importaba) y una princesa bellísima buscaba un dragón para salir del laberinto.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era un ser solo que inventaba un mundo lleno de poesía y versos libres, ya era un poeta, se contaba novelas y cuentos, en la noche dominaban las brujas y los monstruos de espectrales máscaras, las leyendas eran reales y las estrellas alcanzables, solo de soledad el niño era diestro en relatos de mares sobre el cielo.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era atleta y campeón, piloto o sueño, sueño del día, no filosofaba pero se preguntaba en serio quién soy, qué soy, por qué no soy otro, o acaso lo soy, no había tiempo, pero había mediodía y merienda, el año era una línea recta que comenzaba en primavera.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era elegía, epifanía, voluntad, una forma peculiar del encanto, tampoco lo sabía, música, lírica, oía y olía, carrito y pista.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era médico-bombero-astronauta, veía el mundo desde arriba, todo el universo estaba lleno de pájaros o de héroes, que eran lo mismo.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era un fantasma, un bicho, una rareza que nadie entendía, que nadie observaba, invisible patito bajo el agua, melodía, pizca de luna y soplo del viento.
Cuando no sabía leer ni escribir, el niño era brinco, paloma y jinete con espada, juglar y lágrima.
Cuando aprendió a leer y escribir, las letras no le dijeron nada…