No nací con el gen del arraigo, enuncia Valeria Mata en el comienzo de Todo lo que se mueve (Ediciones comisura, 2019), una recopilación de fragmentos, esbozos, ideas, fotografías, poemas, anhelos e intuiciones hiladas en torno al viaje; trayecto, nomadismo, traslado, migración. Un cuaderno ensayístico de viajes que abre la posibilidad de una identidad en proceso, ser en movimiento (este propio archivo pretende corregir la idea de ser en movimiento por estar en movimiento) o no ser en ningún lugar. Desplazarse o no ser. Desplazarse o morir. Desplazarse y escribir. Dice Luiselli, que en el fondo, todas las historias humanas, todas nuestras historias son historias sobre desplazamientos.
Nos movemos para estar en el mundo o al menos para sentir que hay alguna parte de él que nos pertenece. O puede que en realidad nos desplazamos para poder apreciar, en primera persona, que el mundo es un imposible, que el mundo es, indistintamente que estemos en él. Mata transcribe la vivencia de Luis Villoro, escritor mexicano, al visitar la Mezquita Azul en Estambul, cuando al entrar se arrodilló, casi por instinto, empujado por un impulso, una disolución radical del yo. Después, trató de analizar lo vivido y descubrió que era imposible. Aún así escribió: “Ahí está el mundo, como un milagro brotado de la nada. En lugar de vacío infinito, la presencia inefable del universo. No es solo la perplejidad de la razón ante lo incomprensible para ella, sino un sentimiento de estupor ante lo extraño por excelencia, lo otro, la presencia misma del mundo”.
Quizá, entonces, nos desplazamos para corroborar nuestra nimiedad, nuestra insignificante presencia en el mundo, o puede que sea este el mismo motivo por el cual nos aferramos a la quietud, a la falsa estabilidad, para continuar ligeros, que no a salvo, de las confrontaciones y las preguntas que se abalanzan sobre nosotros, salvajemente, al alterar nuestra ubicación. Desde la inmovilidad resulta más sencillo habitar un mundo que, constantemente, sin tregua, nos excede. Quizá, entonces, sea esta la razón por la que anhelamos viajar; para reafirmarnos en esa sensación, forzosamente oprimida en nuestras rutinas estáticas, de que el mundo no es, ni será posible, que no nos pertenece, y que ni tan siquiera estamos cerca de poder adivinarlo. Y sin embargo, al viajar, la sensación de abandono se encarna en los cuerpos, agotados por ir en contra de nosotras misma, se cumple está desaparición tan deseada y, al fin, podemos ausentarnos del malestar de definirnos, de la obligación de limitarnos a ser puntos exactos del mapa. En lo que dura el traslado no es posible que nos encuentren, ni nombrarnos, y es ahí dónde nuestra psique descansa en la deriva incierta. Y al fin, vivir resulta algo mínimamente coherente y hasta placentero.
Lo mires por donde lo mires, como dice Kapuscinski: viajar es una enfermedad incurable. Y Mata recoge diversos modos de viajar, algunos incluso patológicos, como la Dromomanía: una inclinación obsesiva por trasladarse de un lugar a otro. Un impulso infranqueable por querer viajar que, como efecto adverso, causa la imposibilidad de mantener un trabajo fijo, una rutina, una familia o cualquier forma de estabilidad a la que deberíamos aspirar. Una especie de adicción al nomadismo y a la sustancia que provoca su adicción; la amnesia itinerante. Después de darle algunas vueltas sospecho que conozco a muchas personas afligidas por ella. Me temo, incluso, que la propia Valeria. Me temo que incluso yo misma.
Como alternativas al turismo tradicional, Valeria Mata investiga sobre modos de viaje basados en la sátira, el humor y el juego que que inventó Jöel Henry, en 1990, en su Laboratorio de Viajes Experimentales: el Lazaroturismo, que consiste en explorar una ciudad con los ojos vendados, guiado por una persona de confianza, o El Turismo doble, que nos invita a visitar lugares llamados por palabras repetidas como Bora Bora. Honestamente, me dan ganas de llevarlas a cabo todas, especialmente una que dispara mi propia melancolía, apta para adictos a la nostalgia post-viaje, que propone volver, una y otra vez, a los lugares que ya conocemos.
Otra forma de viajar que se me ocurre es observar cómo viaja la gente. Acudir a los aeropuertos, estaciones de trenes o autobuses, por las calles, mirar a los y las viajeras, por el puro placer de observar. Mirar sus equipajes, sus gestos, su forma de moverse. Mirarlos de un modo atento, pero con regocijo, por la simple emoción de apreciar a esos seres que viajan. Y es que ver la belleza por primera vez en las cosas es una auténtica patología, aunque desconozco si está categorizada como tal.
Ojalá disponer siempre de una suerte de cuaderno de viajes infinito para poder extender el gerundio del verbo ser en su última forma. Mata, citando a Deleuze, recupera lo siguiente: ser en gerundio, como forma indefinida del ser ontológico del ser humano. Y de este seguir siendo en abierto, como posibilidad, como forma no definitoria. Puede sonar ingenuo, pero así podríamos permitirnos, de manera más efectiva, ser siendo, ser en nuestros vínculos, en nuestras formas de relacionarnos, en nuestros afectos, en nuestras acciones, nuestras formas de mirar el mundo y estar en él, y no tanto en nuestros éxitos tangibles o nuestros supuestos logros. Al fin y al cabo es en el viaje donde las apariencias se esfuman, y el yo, tal y como le sucedió a Villoro, desaparece para convertirnos en otra sustancia, sumar otra verdad inalcanzable y desconocida, otro viaje por realizar.
Aunque en esta extraña era de las redes sociales (curioso nombre para unas formas que nos aíslan más que nunca), la invitación constante al narcisismo, la fugacidad, el exceso de información y contenidos, y una infinidad de cuestiones que nos afectan de manera sistemática como individuos y como sociedad, surge de manera pertinente la pregunta de la poeta Chantall Maillard: ¿Cuánto de lo que hacemos lo hacemos por hacerlo y cuanto por contarlo?
Para poder responder a Maillard será necesario no mirar el móvil, no scrollear, atender lo que el silencio nos quiere decir. Ser siendo en movimiento. Irse. Volver y celebrarlo. Volver para irse. Irse e irse. Volver a irse. No dejar de ser. No dejar de moverse. Caminar sola por una ciudad gigante y monstruosa sin que nadie sepa quién estás siendo. Ser en secreto. Susurrar. Colarse en trenes, caminar, conducirse, conducir hacia cualquier parte. No contarlo. No contar nada.Jamás. Caminar para ordeñar las ideas. No mirar el móvil. Estar callada. Hacer que el silencio perdure. Hacer que el viaje perdure. Viajar a solas. No buscar compañía. No temer la compañía de una misma. Anotarlo. Seguir siempre a favor del movimiento. Tampoco encuentro otra forma de seguir.