Por: Elena Preciado Gutiérrez.
En el siglo XIX muchos autores daban a conocer su obra por entregas. ¿Te imaginas vivir en América y esperar una historia de Europa? El siguiente capítulo tardaría dos meses viajando en barco y tierra para llegar a tus ojos.
Guy de Maupassant (1814-1873) fue uno de esos escritores. El autor de Bola de Sebo y El horla intentó abrirse la garganta con un cortaplumas de metal. Esto me inspiró a buscar y traducir, en sus poco más de 300 contes y nouvelles, algunos que trataran temas escabrosos y atractivos. Así llegué a una selección que les iré compartiendo quincenalmente.
Moiron apareció por primera vez el 27 de septiembre de 1887 en Gil Blas, un diario de la prensa francesa fundado por Auguste Dumont en 1879 (hace 141 años). Si quieres leer el cuento en francés, busca: Maupassant, Guy de. Clair de Lune. Oeuvres complètes illustrées de Guy de Maupassant. Ollendorff, París, 1905.
En la traducción, omití la presentación del cuento para facilitar la puntuación, pero se los copio aquí: “Como seguíamos hablando de Pranzini, el señor Maloureau (procurador general en la época del Imperio) nos dijo:”
Moiron
¡Oh! Hace años, trabajé en un asunto muy curioso. Como verán, fue extraño por varios puntos particulares.
En aquellos tiempos, era procurador imperial en provincia y estaba bien colocado en el tribunal gracias a mi padre, presidente de Audiencia en París. Tuve que tomar la palabra en un juicio que se hizo famoso con el nombre: Caso del maestro Moiron.
El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la región de una excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se casó en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Tuvo tres hijos que murieron de forma sucesiva por problemas respiratorios. A partir de ese momento, pareció consagrar toda la ternura escondida en su corazón a los chiquillos confiados bajo su cuidado. Con su propio dinero compraba juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba refrigerios, los llenaba de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y elogiaba a aquel hombre tan decente, honesto y de buen corazón.
De repente, cinco de sus alumnos murieron de forma extraña. Se pensó que había surgido una epidemia por el agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, sobre todo porque los síntomas eran muy raros. Parecía que una enfermedad de languidez había atacado a los niños, ya no comían, se quejaban de dolores de panza, andaban así un tiempo y luego expiraban en medio de abominables sufrimientos.
Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París se analizaron y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.
Durante un año no pasó nada.
Después, dos niños pequeños, los mejores alumnos de la clase, los preferidos del señor Moiron, murieron en cuatro días. Otra vez se ordenó el examen de los cuerpos y se descubrió, tanto en uno como en otro, fragmentos de vidrio triturado incrustados en los órganos. Se concluyó que estos dos chiquillos comieron de forma imprudente algún alimento mal limpiado. Un vaso roto encima de un cuenco de leche era suficiente para producir aquel horrible accidente. El asunto habría quedado ahí si no fuera porque la criada de Moiron se enfermó en esos días. El médico constató los mismos síntomas mórbidos de los niños afectados con anterioridad, la interrogó y consiguió que confesara el haber robado y comido unos dulces que el maestro había comprado para sus alumnos.
Por orden del ministerio judicial, se registró la escuela y se encontró un armario lleno de juguetes y golosinas destinados a los niños… Y casi todos tenían fragmentos de vidrio o trozos de agujas rotas.
Moiron, detenido de inmediato, pareció tan indignado y estupefacto por las sospechas que pesaban sobre él que casi lo sueltan. Pero los indicios de su culpabilidad eran evidentes y combatían en mi ánimo la convicción inicial basada en su excelente reputación, en su vida entera, en la inverosimilitud y en la ausencia absoluta de motivos determinantes de semejante crimen.
¿Por qué este hombre bueno, sencillo y religioso mataría niños? Además, se trataba de los pequeños que parecía querer más, a quienes mimaba, llenaba de golosinas, para quienes gastaba la mitad de su sueldo en juguetes y dulces.
Para admitir este acto, ¡era necesario concluir que estaba loco! Pero Moiron parecía tan razonable, tan tranquilo, tan lleno de juicio y de sentido común, que parecía imposible su locura.
Sin embargo, ¡las pruebas se acumulaban! Se demostró que dulces, pasteles, bombones y otras golosinas recogidas en las tiendas donde compraba el maestro de escuela, no tenían ningún fragmento sospechoso.
Entonces, pretendió que, de seguro, un enemigo desconocido abrió su armario con una llave falsa para introducir el vidrio y las agujas en las golosinas. Supuso toda una historia de herencias que dependían de la muerte de un niño, decidida y buscada por un campesino cualquiera y lograda así: haciendo recaer las sospechas sobre el maestro. Este bruto, decía, no se había preocupado por los otros miserables chiquillos que también debían morir.
Era posible. El hombre parecía tan seguro de sí y tan desolado que sin duda lo habríamos absuelto (a pesar de los cargos revelados contra él) … si no fuera porque se hicieron dos descubrimientos contundentes, uno tras otro.
El primero, ¡una tabaquera llena de vidrio triturado! ¡Su tabaquera! ¡En un cajón secreto del escritorio donde guardaba el dinero!
De nuevo explicó este hallazgo de una forma casi aceptable, como una última astucia del verdadero culpable desconocido. Pero entonces, un mercero de Saint-Marlouf se presentó ante el juez de instrucción y le contó que un señor había comprado en su tienda agujas, en varias ocasiones, las agujas más finas que había podido encontrar, rompiéndolas para ver si le gustaban.
El mercero, a la primera reconoció a Moiron frente a una docena de personas. Y la investigación reveló que, en efecto, el maestro había ido a Saint-Marlouf en los días señalados por el comerciante.
Paso por alto las terribles declaraciones de los niños sobre la elección de las golosinas y el cuidado de hacérselas comer frente a él y eliminar los menores rastros.
Exasperada, la opinión pública pedía un castigo capital y adquiría esa fuerza de terror creciente que acaba con todas las dudas y resistencias.
Moiron fue condenado a muerte. Después se rechazó su apelación. Sólo le quedaba el recurso de la gracia. Supe por mi padre que el emperador no se la concedería.
Una mañana estaba trabajando en mi despacho, cuando me anunciaron la visita del capellán de la cárcel.
Era un anciano sacerdote que conocía bien a los hombres y estaba muy acostumbrado a los criminales. Parecía turbado, molesto, inquieto. Después de charlar unos minutos de esto y aquello, se levantó y me dijo con brusquedad:
–Señor procurador imperial, si Moiron es decapitado… dejará ejecutar a un inocente.
Luego salió sin despedirse, dejándome muy impresionado por esas palabras. Las había pronunciado de forma emocionante y solemne, entreabriendo (para salvar una vida) sus labios cerrados y sellados por el secreto de confesión.
Una hora más tarde, partí hacia París. Mi padre, advertido por mí, pidió de inmediato una audiencia con el emperador.
Me recibió al día siguiente. Su Majestad trabajaba en un salón pequeño cuando nos introdujeron allí. Expuse todo el caso hasta la visita del sacerdote, y estaba a punto de contarla cuando se abrió una puerta detrás del sillón del soberano, y la emperatriz, que lo creía solo, apareció. S. M. Napoleón la consultó. En cuanto estuvo al tanto de los hechos, exclamó:
–¡Hay que indultar a ese hombre! Es necesario porque ¡es inocente!
¿Por qué esta repentina convicción de una mujer tan piadosa sembró una duda terrible en mi mente?
Hasta entonces había deseado con ardor la conmutación de pena. Pero de repente, me sentí el juguete, la víctima de un criminal astuto que empleó al sacerdote y la confesión como último medio de defensa.
Expuse mis dudas a Sus Majestades. El emperador seguía indeciso, incitado por su bondad natural y retenido por el temor de dejarse burlar por un miserable; pero la emperatriz, convencida de que el sacerdote obedecía una inspiración divina, repetía: “¡Qué importa! ¡Más vale perdonar a un culpable que matar a un inocente!” Ganó su opinión. La pena de muerte fue conmutada por la de trabajos forzados.
Años más tarde, supe que Moiron, cuya conducta ejemplar en el presidio de Tolón había sido informada otra vez al emperador, trabajaba como criado del director del centro penitenciario.
Después ya no escuché hablar de este hombre durante mucho tiempo.
Pero hace como dos años, cuando pasaba el verano en Lille, en casa de mi primo De Larielle, una noche, al momento de sentarme a la mesa para cenar, me avisaron que un joven sacerdote deseaba hablarme.
Ordené que lo hicieran entrar, y me suplicó que fuera junto a un moribundo que deseaba verme terminantemente. Muchas veces me había pasado esto en mi larga carrera de magistrado y, aunque marginado por la República, de vez en cuando todavía me llamaban en circunstancias parecidas.
Seguí, pues, al eclesiástico, que me hizo subir a un alojamiento miserable, bajo el techo de una alta casa obrera.
Allí encontré a un extraño agonizante, sentado sobre un lecho de paja, con la espalda contra la pared para poder respirar.
Era una especie de esqueleto gesticulante, con ojos profundos y brillantes.
En cuanto me vio, murmuró:
–¿No me reconoce?
–No.
–Soy Moiron.
Me estremecí y pregunté:
–¿El maestro?
–Sí.
–¿Cómo llegó aquí?
–Sería demasiado largo. No tengo tiempo… Iba a morir… me trajeron a este cura… y como sabía que usted estaba aquí, mandé a buscarlo… Con usted debo confesarme… porque me salvó la vida… en otra época.
Apretaba con sus manos crispadas la paja del lecho a través de la tela. Continuó con una voz ronca, enérgica y baja.
–Ya lo ve… A usted le debo la verdad… a usted… porque es preciso contársela a alguien antes de dejar la tierra.
”Yo maté a los niños… a todos… fui yo… ¡por venganza!
”Escuche. Yo era un hombre honrado, muy honrado… muy honrado… muy puro. Adoraba a Dios (a ese buen Dios), al Dios que nos enseñan a amar, y no al Dios falso, al verdugo, al ladrón, al asesino que gobierna la tierra. Nunca hice el mal, jamás cometí un acto malvado. Señor, yo era tan puro como pocos.
”Cuando me casé tuve hijos. Los amaba como jamás un padre o una madre amó a los suyos. Sólo vivía para ellos. Los adoraba. ¡Y murieron los tres! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo? Sentí rebeldía, pero una rebeldía furiosa; y de repente abrí los ojos como al despertar; y comprendí que Dios es malo. ¿Por qué mató a mis niños? Abrí los ojos, y vi que le gusta matar. Sólo le gusta eso, señor. ¡Sólo hacer vivir para destruir! Dios es un asesino. Todos los días necesita muertos. Y los mata de todas las formas posibles para entretenerse más. Inventó las enfermedades y los accidentes para divertirse con calma a lo largo de los meses y los años. Además, cuando se aburre, tiene epidemias, peste, cólera, anginas, viruela; ¿acaso conozco todo lo que ha imaginado ese monstruo? Esto no le bastaba, ¡todos esos males se parecen! Y se permite guerras de vez en cuando, para ver a doscientos mil soldados en el suelo, aplastados en la sangre y el lodo, reventados, con los brazos y las piernas arrancados, las cabezas rotas por balas de cañón como huevos que caen sobre un camino.
”Eso no es todo. Ha hecho que los hombres se devoren entre sí. Y, además, como los hombres se volvieron mejores que él, hizo a los animales para ver a los hombres cazarlos, degollarlos y alimentarse con ellos. Y eso no es todo. Hizo a todos los animales pequeños que viven un día, las moscas, que mueren por millones en una hora, las hormigas que aplastamos, y otros, tantos, tantos que no los podemos imaginar. Y todo eso se mata entre sí, se caza y se devora entre sí… y muere sin cesar. Y el buen Dios mira y se divierte, pues lo ve todo, a los grandes y pequeños, a los que están en las gotas de agua y a los de otras estrellas. Los mira y se divierte. ¡Qué canalla!
”Entonces, yo, señor, también maté… niños. Le hice esa jugarreta. No fue él quien los obtuvo. No fue él, fui yo. Y habría matado a muchos otros, pero usted me detuvo. ¡Ya ve!
”Iba a morir guillotinado. ¡Yo! ¡Cómo se habría reído ese reptil! Entonces pedí un sacerdote y mentí. Me confesé. Mentí y viví.
”Ahora se acabó. Ya no puedo escapar de él. Pero no le tengo miedo, señor, lo desprecio demasiado.
Era espantoso ver a este miserable que jadeaba, hablaba entre hipos, abría una boca enorme para escupir palabras que apenas se entendían, tenía estertores, arrancaba la tela de su lecho, y, bajo una manta casi negra, agitaba sus piernas flacas como para escapar.
¡Oh! ¡Qué horrible ser y qué espantoso recuerdo!
Le pregunté.
–¿No tiene usted nada más que decir?
–No, señor.
–Entonces, adiós.
–Adiós, señor, un día u otro…
Giré hacia el lívido sacerdote que levantaba contra el muro su alta y sombría silueta:
–¿Se queda, padre?
– Me quedo.
Entonces, el moribundo rio de forma burlona:
–Sí, sí, él envía sus cuervos sobre los cadáveres.
Yo tenía suficiente. Abrí la puerta y me fui.