Despierto en medio de la noche en el suelo de madera en una habitación con paredes mohosas en el centro, más centro, de Edimburgo. Despierto porque hace frío y porque en sueños caí de un tren. Me golpeé al caer, fue un golpe seco que hizo rebotar mi cerebro dentro de las paredes óseas de mi cráneo. Las heridas en la cabeza suelen ser escandalosas y más aún en sueños. Una fina rajada es suficiente para abrir marcha a una cascada colérica de sangre. Mi dedo índice sirvió de tapón para la herida, pero aún presionando, la sangre bañó la piel agrietada de mi dedo hasta envolverme el brazo con su manto rojo. El pelo se me convirtió en un nido pegajoso, y el líquido malva que expedía mi cabeza se adhirió cual mugre al borde libre de las uñas.
Abro los ojos.
Me toma un par de segundos comprender que había sido un sueño. Solo fue un sueño, me digo y me repito. Es que juro que me punzó. Sentí el dolor como quien lo vive en carne propia. Dicen que los sueños son el escape de la psique; fugaces, iracundos, siempre ilógicos, a través de ellos la mente se distrae de la cargante predictibilidad del día a día. He ahí su gracia: jamás se cuestiona la lógica detrás de la quimera, porque la aceptamos como mero delirio funcional, la única suerte de alucinación que se permite el hombre civilizado.
Bufo.
Me sacudo cual oruga dentro de su caparazón.
La luz tenue de una farola a través de la ventana me permite explorar mis manos que están limpias. Acaricio con la yema del dedo índice mi cráneo, el sitio de la lesión. Ya no hay sangre, los días la han secado. La rajada es ahora una costra rugosa escondida entre la maraña rubia de mi pelo. Un alivio fresco me invade. El aire que respiro es un bálsamo fortuito que me abraza.
Suspiro.
La sangre es una costra, y el miedo me ofusca menos. Ya no hay más huidas desesperadas entre la niebla de un camino incierto, no hay desconfianza diurna. No vivo más en aquel infierno custodiado por el perro de las tres cabezas. No hay más gritos de un llanto silenciado contra el cojín anaranjado del sofá. Desde hace una semana… de todo aquello no queda más nada.
Hay veces que mi cuerpo, necesitado, ansía las querellas. El drama es adictivo, es un estimulante que pone los nervios de punta, activa un estado de alarma y alza el nivel de endorfinas, te hace sentir drogado. Yo era adicta a las asechanzas nocturnas, a las voces que se pronuncian cuando la ira posee, a los puños que arremeten, pero sobre todo de los perdones que son escolta de las mañanas, porque son esas súplicas lo que te hacen sentir amada. Me avergüenza admitir que lo extraño. ¿Por qué? La pregunta me sofoca.
Me siento culpable.
No lo entiendo. No me entiendo.
Mi corazón sobrevivió al filo del acantilado y, acostumbrado como está, no sabe lo que es perdurar en el terreno del silencio y la calma.
El niño emite un grito agudo anunciando la llegada del hambre. Agito las piernas para liberarme del edredón que desde hace una semana utilizo como cama sobre el suelo del pequeño ático. Con las manos extendidas saco a mi hijo de cuatro meses de la cuna. La luz de la farola alumbra su frente nívea, me permite contemplar los esféricos ojos verdes del bebé. Tarareo. Lo abrazo y murmullo la canción de cuna que solía cantar mamá por las noches. Entre cantos tenues y el arrullo que es un delicado vals, su llanto se debilita. Duerme, duerme, duerme y sueña, susurro acercando los labios a su oído.
La luna de plata, redonda como la cabeza del niño, se postra segura de su belleza sobre la constelación de cáncer. La luz de argento se mezcla con el fulgurar ambarino de la farola. Apoyo la espalda contra la pared y me deslizo hasta caer sentada en el piso. Me descubro el seno. El pequeño hambriento se prensa a él. Recargo la cabeza contra el muro.
Rememoro.
Era de madrugada. El invierno brumoso y la noche fosca hacen que las calles de Edimburgo sean más grises. Abrigué al bebé en su cobija de lana blanca y me marché mientras los ronquidos beodos del padre se fusionaban con el silbar del viento. Agradecí a los espíritus de la noche el que no lloviese. Así, con el cuerpecillo del niño presionado contra mi pecho, me fui sin mirar atrás. Como el mandato proferido a Orfeo, me juré no volver, no girarme para no distinguir las puertas del inframundo. Me marché a traspiés sobre los cuadros de adoquín, por entre las callejuelas desiertas, con la cabeza ensangrentada y sin poder abrir el ojo derecho que estaba hinchado y violáceo.
Anduve diez minutos hasta llegar al edificio macilento en que se encuentra mi actual refugio: el apartamento de treinta metros cuadrados que me heredó mamá, una habitación abandonada de paredes con papel tapiz podrido y un piso de madera que tiene la mala costumbre de crujir por sí solo, como si estuviera vivo.
Aquí crecí yo. Aquí me crió ella.
Llegué y me apresuré a abrir la puerta intentando contener el temblor de mi mano para introducir la llave en la cerradura. Todo seguía tal cual lo recordaba. La luz de la farola se asomaba aún por la ventana, en la cocineta de gabinetes blancos estaban las ollas de latón con que mamá me cocinaba. Las hojas de salvia secas que ella dejó de cabeza junto al marco de la puerta se mecían sujetas por un hilo de algodón que estaba a punto de quebrarse. La cuna, la que fue mía, descansaba aún en el armario junto a sus zapatos azul turquesa, sus preferidos. Sacudí el polvo que envolvía la camita y coloqué a mi niño dentro. Él no se demoró en entregarse a Hipnos, el dios del sueño.
Ha pasado apenas una semana desde que volví a la casa en que transcurrió mi infancia. Volví dispuesta a que la niñez de mi hijo se instituya sin la violencia que caracteriza las noches de bebida del padre, sin el sudor fétido que surge de sus poros y anega la habitación.
La madrugada en que llegué, al notar que el bebé dormía profundamente, me encerré en el baño para observar mi semblante atropellado en el espejo. Miré con el ojo izquierdo, porque la hinchazón mantenía el párpado derecho abultado y cerrado. Él había ensartado un puñetazo furioso y sin razón en la cavidad de mi ojo. El golpe me tumbó; fue una caída semejante a la de mi sueño. Me estrellé contra el filo de una esquina. El impacto fue tal que rebotó mi cerebro dentro de las paredes óseas de mi cráneo. La rajada que causó el impacto era pequeña, pero la sangre fluyó cual cascada haciendo de mi pelo un nido pegajoso. Comprendí, ahí, así, que no, no podíamos pasar más tiempo juntos. No podía mostrarle a mi hijo el significado del amor estando su progenitor delante. Temía que él, en su inocencia evacua, respirase la ponzoña para convertirse en una réplica del veneno nauseabundo del padre.
Tras la golpiza, tras intentar inútilmente taponar la sangre con mi dedo índice, supuse lo que sucedería a la mañana siguiente: un perdón de párpados desalentados y piernas retraídas. Lo siento, murmuraría el hombre arrepentido. El reconocimiento del propio error brinda esperanza. Le creí las primeras disculpas, pero el incidente perseguido por un perdón inservible no hizo más que repetirse. El ciclo de su violencia parecía irreprimible. Después de cada suceso, aunque convaleciente, me sentía aliviada porque llegaba el descanso: un mes o dos de paz, de cantar bajo las gotas hirvientes de la ducha mis canciones de punk preferidas sabiendo que al caer la noche no habría ni alcohol, ni gritos, ni golpes. Un mes o, a lo mucho, dos de jugar a ser la familia amorosa con la que siempre fantaseé. Aprendí pronto que no hay serenidad que sea eterna. El torbellino de su ira volvía, siempre volvía.
El bebé se alimenta aún de mi pecho mientras yo, con la yema de los dedos le acaricio el pelo.
Mi rostro está ya más nítido, menos monstruoso. Puedo abrir el ojo derecho y la herida en mi cabeza no es más que una pequeña costra. El dolor físico es lo de menos, lo que más duele son las entrañas, la forma en que el cuerpo somatiza el temor. En mi nuevo hogar, el ático que perteneció a mi madre, la sombra del miedo reaparece a ratos. Pero se trata de un temor distinto al de los días con él. Ya no temo por la impredecibilidad del humor con que cruzará el umbral de la puerta, ya no me mantengo despierta sabiendo que sobre mi misma cama duerme el enemigo. Se me relajan los hombros, reposo la cabeza, entreabro los labios. Suspiro en son de alivio. Mi único deseo es lograr proveer y ser el suelo firme sobre el que mi niño merece crecer.
Se cuela por la abertura de la ventana el exhalar del viento. La salvia se mece con pujanza y hojas secas vuelan hasta caer a un lado mío. Tirita mi niño de frío. La calefacción no funciona. Tomo el cobertor de plumas y nos cubro a ambos con él. Le canto la vieja nana con la que me arrullaba mi madre, es una canción de cuna con una letra absurda que habla sobre montes empinados, animales de granja y cielos con nubes abultadas. Entre tonterías planeadas para el entretenimiento de los niños, la canción me habla, suelta una frase que repito como si fuese un mantra: No escuches el canto hipnótico del miedo, no mires atrás, no seas como Orfeo, que en la repetición histérica del pasado no se encuentra la puerta hacia el futuro.