El color de la muerte

Había una vez una bruja que vivía en medio del cielo. Su casa era mágica y armónica, como el hogar de todas las brujas. Vivía en una cabañita simple y pequeña, pero que tenía habitaciones infinitas. En cada una de ellas, había una puerta que conectaba con un lugar deseado. Gran parte de esos lugares eran recuerdos de sus vidas pasadas, de cuando fue una detective, una doctora, una artista o esa niña que vivió muy pocos años, pero fue muy feliz. A veces se encontraba con recuerdos de aquella vida simple y hermosa que vivió completa en medio de un bosque irlandés; ese era uno de sus lugares preferidos. Otras veces, se encontraba con momentos del futuro, irreconocibles todavía, pero, aun así, totalmente suyos. Era fácil perderse detrás de tanta puerta infinita, pero también era fácil encontrarse a una misma en un lugar de tanta libertad. Y es que desde la ventana de su casa se veía el mundo entero, ¿cómo no sentirse completa?

            Durante las mañanas, la bruja salía a caminar por su jardín y se sentaba en los escalones de la puerta de entrada, mientras bebía café de trigo y dejaba colgar sus piernas sobre el silencio que la separaba del mundo. A mediodía, se sentaba a leer y luego salía a recolectar flores y piedras. Demás está decir que su jardín era también infinito y, sobre todo, flexible. A veces era un pedacito de tierra, otras un bosque milenario, otras podía ser hasta un desierto o una playa. Todo dependía de lo que ella quisiera y necesitara ese día. A la hora de comida, le gustaba sentarse cerca de la ventana y compartir alguna receta con quien fuera que viniera a visitarla. No recibía muchos invitados, la verdad, pero la buena compañía nunca faltaba cuando era bienvenida. En las tardes, hacía cosas de bruja: limpiaba, ordenaba y adornaba su casa, leía libros que luego prestaba para nunca reencontrarse con ellos, registraba sus pensamientos en cuadernos infinitos, creaba pócimas y rituales que luego practicaba para invocar el equilibrio, escribía cartas y horneaba los pasteles más sabrosos del mundo. Durante las noches, escuchaba a los niños soñar y, antes de dormirse, lanzaba siempre un conjuro para protegerlos del miedo a la oscuridad. Así pasaba la bruja sus días, feliz en su hogar trabajando por el equilibrio del mundo, ese que veía desde su ventana y también aquel que vivía dentro de su casa.

            Un día, una de sus habitaciones infinitas le mostró un final. Se vio a ella misma con las manos entrelazadas sobre el pecho, el corazón inmóvil y la muerte en la cara. Tuvo miedo, pánico. En los cientos de años de la casa que volaba, había visto todas las muertes de sus cuerpos previos. No todas eran lindas, lógicamente. Algunas veces murió feliz, pero muchas otras murió con cosas pendientes y heridas por sanar. A veces murió de viejita, rodeada de su familia. Otras murió sola y triste: encerrada en una cárcel, apedreada en una plaza, consumida por alguna enfermedad que nunca pudo escuchar, quemada en una hoguera, golpeada por un hombre que nunca aprendió a amar, ahogada en un río lleno de otras brujas que batallaron hasta el último aliento contra las piedras que les ataron a los pies, mientras fundían con el agua la furia de saber que sus hijas correrían la misma suerte. Tuvo también otras muertes que fueron menos dramáticas: un tropezón ridículo, una caída tonta, algún accidente estúpido o una cadera quebrada que nunca sanó y la terminó desequilibrando en el momento menos pensado, como esa gente que se muere cruzando la calle o que le atraviesa el corazón una bala perdida que sólo existió para matarlos. Sin embargo, ninguna de todas esas veces la muerte alcanzó a llegar a su cara, siempre se detuvo antes de llegar al corazón. Esta muerte será distinta, pensó, partiré de este mundo para no volver. ¿Dónde estará mi próxima casa? ¿Qué mundos podré habitar y ver desde ella?, se preguntaba la bruja.

            En medio de la incertidumbre, la bruja se encontró de pronto con un gran peso en el pecho y su casa se llenó de nubes negras. Ella, tan sabia como siempre, respiró profundo y recibió el caos con los brazos abiertos. Salió al jardín y, con respeto, miró al cielo a la cara. Vio los rayos rugiendo entre las nubes y sintió de repente una explosión en el pecho. Mientras la lluvia caía sobre ella, la bruja soltó su pena y lloró con fuerza. Liberó así el dolor que sentía por dejar este mundo, y abrió espacio en su corazón para recibir nuevas experiencias infinitas. 

            Empezó entonces a hacer los preparativos para ese borroso viaje que se acercaba a su presente a toda velocidad. Tomó su saco y guardó dentro de él sus objetos más preciados. La obsidiana que le regaló su madre antes de partir. El mortero de piedra que fabricó ella misma cuando ejerció ese arte tantas vidas atrás y que, por cosas del destino, volvió a encontrar en esta, su última vida en este mundo. La primera carta que le escribió su hermana. Un frasquito de romero pa’ ahuyentar los males y mantener la calma. Manzanilla, pa’ adormecer las alergias. Ruda, pa’ sanar las penas que se acumulan bajo la piel. No pudo dejar atrás el cepillo de pelo que heredó de su abuela y la botella de whisky que le dejó su padre. Por último, tomó entre sus manos una pluma y un cuaderno en blanco, porque el registro de la vida se hace incluso más necesario con la llegada de la muerte.

            Cuando su saco estuvo listo, recorrió su jardín y su sinfín de posibilidades, ordenó sobre la mesita de la ventana todos sus escritos y cartas, un pastel de calabaza con pimienta y dos manuales de pócimas y rituales. Dejó también detalladas instrucciones al cartero, explicando minuciosamente cómo, cuándo y dónde dejar cada uno de sus objetos mágicos. Sobre las instrucciones, dejó también uno de esos bomboncitos de jengibre que a él tanto le gustaban. Sonriendo, echó dentro de su saco un gran puñado, porque toda bruja sabe que un chocolatito alegra cualquier viaje.

            Finalmente, hizo lo más importante. Trepó las escaleras de caracol de su cocina hasta topar con la mano una puertecita en el techo. Las yemas de sus dedos le avisaron que rozaba un final. Abrió la puerta y, con su mano de bruja, sacó un frasco enorme lleno de un polvo tornasolado que había heredado de su madre. Ella, a su vez, lo había heredado de su propia madre, quien lo recibió entre sus manos el día que su progenitora partió, y así hacia atrás, hasta el fin de la historia y el comienzo del mundo. Sobre la tapa, el frasco decía: colorín colorado.

            Ahora sí completamente lista, la bruja se paró frente a la puerta de la casa y se despidió de ella con una pequeña reverencia. Cruzó lentamente el jardín y se detuvo en los peldaños del café de la mañana, con tanta gratitud como melancolía anticipada. Invocando la calma a su corazón, la bruja abrió el frasco y, en silencio, escuchó su propia voz retumbando por todos los rincones del mundo:

hoy salto al vacío

invocando el poder de quienes vengan después de mí

les invito a mantener el equilibrio del mundo

honrando todos sus fines

y todos sus inicios            

Cerrando los ojos, la bruja dejó caer el frasco abierto, pintando el cielo de múltiples colores. Cruzando las manos sobre su pecho, se lanzó ligera al vacío, dispuesta a recibir lo que el futuro quisiera entregarle. En ese momento, los niños que la bruja cuidaba por las noches sintieron dentro de sí un llamado. Juntos, levantaron su mirada al cielo y, entre las nubes negras, vieron el primer y más hermoso arcoiris del mundo.

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