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Deuda de fe

La maldición había muerto. Desde el último penal la cantina permanecía en silencio, ajena a la euforia con la que ardía la ciudad. El cadáver, suspendido sobre un espejo de sangre iluminado por una veladora, tenía el rostro cubierto por un pañuelo y un rosario. Las botellas brillaban junto a una televisión encendida sin sonido. Una vez más en esas circunstancias, Junior pensó: ¿De dónde sacan estas cosas tan rápido?

–Alfonso Sánchez Castañeda –dijo el Kawa–. Cuarenta y nueve, soltero, sin hijos, cliente habitual, fanático del América: le abrieron la garganta de oreja a oreja.

–Se armó y su cuenta incluía el pato.

–El águila quizás, Junior, pero no.

–¿Entonces?

–Pues allá –señaló la mesa pegada la pared– estaban el de honor, su novia, Verónica Martínez; su primo, José Antonio Castañeda y un cuate, Miguel Orozco; a la hora del penal del campeonato, le abren el cuello y nadie lo peló: todos estaban muy ocupados viendo el juego.

–A ver a ver a ver, despacito, mi chingón y permíteme repetirte la pendejada que acabas de decir: en una cantina con unas ciento veinte personas, a un cabrón le hunden un fierro en la garganta ¿y nadie vio nada? No mames, Kawa, o todos están rependejos o alguien nada pendejo, se está haciendo pendejo para hacernos pendejos a nosotros.

–Como lo oyes. Creyeron que se había desmayado. Después vieron la sangre y al Primo con la navaja que, además, era del muerto. Se la enseñó antier a la Novia y le dijo –revisó sus notas–: “Mira, es del Ame, ahora sí vamos a ganar”. Y ganaron, luego de chingo de años, el día que lo funden. Le quitarán la vida, pero el campeonato nadie. –Remató con un epitafio–: Americanista a morir.

–Entonces fue el Primo -dijo Junior divertido.

–Él dice, confirmado por la Novia y el Cuate, que recogió la navaja cuando su primo ya había recibido el recado. Que no pensó. Que van a decir que lo mató. Que… pendejadas de espantado. Además, él le habló a la ambulancia e intentó ayudarlo. Y dice que él sí sabe qué pasó, pero solo va a hablar con el Eme Pe.

–¿Cámaras? ¿Clientes? ¿El personal?

-No hay cámaras. La mayoría de los clientes se peló y los mitoteros dicen masomenos lo mismo: el Primo traía la navaja, pero a nadie le consta que diera el chingadazo. -Volvió a sus notas–: Julián Mora, el dueño y cantinero; Mario Gutiérrez, Benjamín Salas y Pascual Pinzón, los meseros; Marilú Mora, la cajera. El dueño en la barra. La cajera –señaló la caja-. Los de cocina en cocina. Y los meseros atendían otras personas. Los únicos cerca eran la Novia, el Cuate y el Primo.

–¿Dónde están? -Caminaron hacia el cuerpo.

–Afuera. A la Novia, al Cuate y un mesero los tuvimos que meter a la ambulancia para alivianarlos. Y el Primo está guardado en una patrulla.

Llegaron al sepulcro improvisado. Junior se puso un guante quirúrgico. Respiró hondo y alzó el pañuelo. El rostro lo desconcertó. Con los apuñalados en la garganta la expresión siempre era la misma: una máscara petrificada en el resplandor de la desesperación. El grito sordo y eterno de los desgraciados a quienes la esperanza los abandona un instante antes que la vida. Este rostro emanaba la paz de un sueño tranquilo.

–¿Movieron el cuerpo?

–Los tres.

Junior cubrió el rostro y preguntó por el arma. El Kawa se la entregó embolsada como evidencia: cachas de madera pulida con las iniciales “ASC” grabadas y el escudo del América incrustado, nueve centímetros de hoja plegable: brillaba a través de la sangre y el plástico. -¿Qué dicen los paramédicos y los peritos?

-Los paramédicos nomás llegaron a decir: újule, lo siento mucho. Pinche bola de inútiles. Y los peritos su cantaleta: primero la necropsia. Pero entre el acomodo, el corte y el desplazamiento de la sangre, dudo que le cuelguen el milagrito al Primo.

Cerró los ojos y se quitó el guante. En la oscuridad tampoco había respuesta. Inspeccionó el lugar. Determinados los espacios apropiados dijo: -Con el personal y los mitoteros ni le muevas. Es más…- el chiflido estremeció el ambiente de funeraria. Un policía se asomó para escuchar: -Tráete al Bolero–.

Un veinteañero cuyo traje había brillado menos en otros dueños, dijo: –A sus órdenes, Licenciado– frente a Junior.

–Daniel, ve al Oxxo y tráete, ¿quieren café?, –el Kawa optó por cacahuates– dos cafés, sus cacahuates, cerillos y unos Lucky; y regresando te pones a repartir citatorios. -Se dirigió al Kawa-: A los familiares vuélvelos a interrogar, ve si sale algo nuevo y averigua si el Primo quería cafetearlo. Y al Primo me lo sientas ahí -señaló una mesa al otro lado del salón-, viendo para acá –ahora apuntaba al muerto.

Junior salió a su auto. La calle rugía con una alegría desafiante a los límites del Estado. De la cajuela sacó una corbata y un folder con machotes de citatorio. Como un pez intentando descifrar al agua, su mirada se extravió en la ciudad: autos pitando, personas ondeaban banderas y gritaban, entregándose a la demencia de la bola. Al imaginar el Ángel abarrotado, resplandeciente por las bengalas, hastiado de porras y un himno diferente al nacional, pensó: ¿si ganamos el mundial? Revisó su celular y se anudó la corbata. En la ambulancia el Kawa calibraba las versiones de la Novia y el Cuate. Hablaban despacio con dolor y asombro. El Bolero esperaba en la puerta: –Sus cigarros y sus cerillos, Licenciado. Le dejé los cafés en la mesa con un cenicero.

–Gracias. Ten -entregó el folder-. Donde veas un mitotero, muy amablemente, le haces su citatorio para mañana a las ocho de la mañana en la alcaldía, lo apercibes de no presentarse y falsedad de declaraciones y lo mandas a chingar a su madre; o, le dices que en este preciso momento puede irse chingar a su madre sin citatorio. Y otra cosa -dejó caer los cerillos. Cuando el Bolero reaccionó para agarrarlos recibió una cachetada juguetona-: abusado, mi chingón. –Sonrieron y Junior entró a la cantina.

Ahora velaban al cuerpo un policía y el Primo. Al ver al sospechoso inmerso en un trance, Junior alzó las cejas. El policía bajó las comisuras de la boca.

-Puede retirarse oficial -dijo ofreciendo los cigarros. El Primo tomó uno y el policía fue a pararse en la puerta-. Señor Castañeda, soy el Licenciado Azahar, Ministerio Público encargado de integrar la investigación. Me hicieron saber que tiene información acerca de esta tragedia y solo la compartiría conmigo. Entonces, puede declarar aquí o -cambió de tono-: queda detenido, declara en la alcaldía con un abogado y en setenta y dos horas un Juez determina su situación jurídica.

Colocándose un cigarro en los labios observó al sospechoso volver a sus pensamientos: su sonrisa triste y la playera ensangrentada del América emanaban la misma paz del rostro del cadáver. Encendió dos cerillos, los acercó a las puntas del tabaco y los depositó en el cenicero dejando que se quemaran despacio. A través del fuego encontró una mirada atrapada en otra: la que ignoraba al muerto y la que no dejaba de verlo. Después de una calada larga el Primo habló: –¿Cree en Dios, Licenciado?

–Como todos. ¿Usted?

–No. Bueno, no estoy seguro.

–¿De qué está seguro?

–Del futbol. Creo en el futbol y Poncho también creía en él. Eso lo mató: el futbol y el América. -No era, ni remotamente cerca, la declaración más inverosímil que había escuchado de un sospechoso. La diferencia es que esto no era el balbuceo de un ebrio ni las ocurrencias de los sorprendidos en flagrancia: “se tropezó en el cuchillo”, llegaron a decirle; y tampoco parecían las incoherencias de un loco. Sus palabras sonaron envueltas en solemnidad.

–¿Por qué dice eso?

–¿Cuántos años tiene?

–Treinta y tres.

–¿Recuerda el último campeonato del América?

–Señor, no quiero perder el tiempo, si no sabe nada…

–¡Por esto se murió Poncho! –más que un grito, fue la sentencia autosuficiente de los dogmas. Al oír al policía acercarse, Junior levantó la mano para detenerlo. Apenado, el Primo repitió–: ¿Recuerda el último campeonato del América? -Junior negó con la cabeza. El Primo sonrió–: sabe por qué, porque ni había nacido. El América no era campeón desde hace treinta y cinco años.

–Y usted ¿se acuerda?

–Los verdaderos americanistas no lo recordamos, lo vivimos cada torneo, cuando el Ame pierde. Y para Poncho era personal. ¿Cree que es fácil vivir así?

-Usted puede, es un verdadero americanista ¿Qué no?

Se ofendió: –Sí, pero mientras yo aguanté mi parte del dolor como todos los demás, Poncho cargaba con la responsabilidad de los fracasos.

-¿Y por qué creía que él era el responsable?

–Porque lo viví con él, en el último campeonato. Faltando diez para el final necesitando dos para ganar, Poncho se puso a rezar. Ahí cayó el primero: desde el fondo, Fausto Valadez escapa en desborde por izquierda, con una doble pared y un taconazo de Munguía, el “Bebé” Robles queda franco a la salida del portero y en vez de tirar sacó una diagonal retrasada a segundo poste. Era Valadez. Ese último pase para cerrar con la portería sola fue la diferencia entre un golazo y un gol perfecto. Nos fuimos encima y en el noventa y tres, tiro de esquina: centro a la altura del manchón, Munguía cabeceó picado con potencia. Mientras la defensa seguía el balón, Valadez estiró la pierna por instinto cambiando la trayectoria en un instante del pasto a la red. El Azteca reventó. Poncho cayó arrodillado. Lo abracé y lloramos. La amanecimos en el Angel. Al día siguiente anduvo bien raro. Me esquivaba la mirada y se hacía pendejo para platicar del juego. No eran ni las nueve cuando salió con la mamada que se iba a dormir para no volver a faltar a la escuela. Antes de irme me asomé a su cuarto. Lloraba sin ruido y sin luz. Le pregunté que qué tenía. La respuesta la cargamos treinta y cinco años: “Miedo. Por el ochenta me puse a rezar”. Todos, le dije. “Sí, pero a mí se me salió pedir el milagro a cambio de nunca volver a ver al América campeón”.

–¿Y usted qué hizo?

–Solté una carcajada. Se enojó. Me dijo: “es neta, wey. Lo sentí, y no me acababa de arrepentir cuando Valadez la recuperó para el primero”. Yo le dije estaba bien pendejo. Le alboroté el pelo, le di un zape y me fui a mi casa.

–¿Qué pasó después?

–Pasó que el futbol nos maldijo. Perder siempre es tan imposible como ganar siempre. Pero perder siempre como nosotros: goles de último minuto, remontadas épicas, arbitrajes vergonzosos, pifias garrafales; es algo más allá del reino de este mundo. Como cuando Iturriaga paró dos de los tres penales marcados en la final y ni así alcanzó: perdimos uno-cero con el que sí entró. Y qué tal la final donde Suárez mete la mano en la línea. Evita el empate y Navarro cobra el penal. En toda su carrera, Navarro falló siete penales, cuatro los paran, dos los vuela y uno pegó en el poste. ¿Adivina cuál?

-¿Y por eso su primo trae la garganta abierta?

Le dio un trago al café y continuó: -Al principio no creía que fuera él, o chance y podía revertirlo. No hubo cábala que no intentara. Usaba la playera de visita siendo local y al revés. Escuchaba los juegos por radio en lugar de verlos y pendejadas así. Luego dejó de ir al estadio. Eso sí le dolió. Y hubo un torneo que de plano no vio, a lo mucho se enteraba en el periódico. Cuando eso valió madres hizo lo que nunca creí: uniformado de Chiva fue al estadio en Guadalajara. Una cosa es hacerse pendejo y otra es pasarse de pendejo. Nos metieron cinco. Ahí lo vi mal. Yo creo que hasta ese juego vivía con un pedacito de esperanza de que algún día volveríamos al Ángel.

–Señor, qué su primo solo vivía de futbol ¿No tenía otros intereses? ¿otros problemas? ¿trabajo? ¿mujeres? ¿deudas? -dijo acerándole la cajetilla y lo provocó-: Mínimo alguna vez fue a la Villa a pedir perdón.

El Primo encendió otro cigarro. -¿No entiende, verdad?- Hablaba con amargura mansa: -Lo intentó. Quiso ser aficionado de clásicos y de domingo, de los que de una comida o raparse no pasa y se van con su familia, sus amigos y su ya ni modo. Y la vida se arregla diciendo: solo es futbol- la frase le revolvió el estómago. -En serio quiso, pero que cree: esto es algo que se trae adentro, no es que sea parte de uno, es que es lo que es uno. Para Poncho la vida eran los juegos, no en lo que pasa entre ellos. Y el juego llega y el Ame pierde: y con los años uno entiende que no es que el dolor siempre regrese, sino que nunca se va.

-¿Era violento? -Junior buscaba una causa.

-Hace mucho. Era a putazos, agüevo, con quien se burlara. Le bajó cuando estuvo a nada de perder el ojo. Con el tiempo las burlas desaparecieron. Eso fue lo peor. La vez que lo vi más encabronado fue aquí, hace poco, después de ganarle a Pumas. Quería chingar a unos chavos, pero se le adelantaron: “Ganaron bien, Señor. Ojalá y se les haga” y le invitaron una chela. Eso le caló hasta los huesos, porque fue sin mala leche y porque el “Ojalá” ya no traía ni burla ni rencor: ahora venía con un cachito de lástima.

–Señor, mire, el que no entiende es usted -Junior bostezó–: o empieza a dejar bien claro que no tiene nada que ver con lo que pasó aquí o su cuento lo acaba arrestado.

–Este torneo –dijo el Primo con seriedad– el proceso desde divisiones inferiores se cristalizó: superlíder con la mejor diferencia de goles. En la liguilla ganamos todos los juegos. Éramos un trabuco que en tres meses envejeció a Poncho diez años. El martes cenó en mi casa. En la tele salió una retrospectiva donde bautizaron al último campeonato como: “El milagro maldito”. Poncho no dijo nada. Yo entendí que esos goles son uno mismo desde lados opuestos del destino, el primero es elegante como una jugada de ajedrez y el segundo es uno de esos momentos donde el caos tiene sentido, como ver caer a un rayo. Ambos surgen de la belleza cruel de la perfección: hermosos e inevitables. El jueves Poncho no quiso saber nada. Se enteró que ganamos dos-cero hasta la mañana. Vero me dijo que esa semana no durmió, se levantaba sudando y sin aire. El viernes en su casa le pregunté si íbamos al estadio. Dijo “No” de una forma que incluía el “y no estés chingando”.

–¿Qué pasó hoy?

–Empezó el partido y más cerca estuvimos de meterles otro que ellos del medio campo. Poncho se veía mal. Parecía pedo o enfermo. Yo sabía que era miedo. Al setenta y tres un penal a favor con expulsión del portero. Solo alguien de veintitantos, para el que la maldición es leyenda de viejos, puede parar un penal en ese momento. Contra el futbol nadie da el ancho. Parece una pendejada decir que los nuestros son héroes porque nada más recibieron dos en menos de veinte minutos; pero se pusieron al tú por tú. Mandaron el juego a tiempos extras y los sobrevivieron. En los penales nos tocó tirar segundos. Tanda perfecta hasta el quinto: lo fallaron. Un penal nos separaba del campeonato. “El Loco” Muñoz acomodó la pelota. Poncho se puso a rezar. Sonó el silbato. Yo creo que ahí sintió el peso de los años, no de los que habían pasado sino de los que venían. Se vio viejo y destruido por culpa de algo que hizo sin querer. Fue valiente. La pelota estaba en el fondo y él iba para abajo. Ahí entendí. Vero gritó, la sangre cubrió el piso, lo volteamos y la navaja salió volando. Hicimos lo que pudimos, pero el América ya era campeón. Cumplió. Me duele, pero se fue libre. – Terminó con el segundo epitafio de la noche–: Chance y se fue temiéndola, pero no se fue debiéndola.

–Y por eso lo vieron con la navaja en la mano.

–No supe qué hacer. Pero Vero y Miguel me vieron recogerla del piso. Pregúnteles.

–Entiendo. ¿Alguien más sabía del pacto de su primo?

–No. Bueno no sé. No creo que lo anduviera anunciando. Yo creo que a mí me dijo porque todavía no sabía que fuera cierto.

–Muy bien. Tiene que ir a la alcaldía para declarar por escrito. – Junior volteó a ver el cadáver–: Solo sobre los hechos de hoy, señor Castañeda. –Se levantó y le dijo al policía-: Llévelo a la ambulancia y háblele al Subinspector Velasco, por favor.

El Kawa entró comiendo cacahuates y alzó las cejas. Junior encendió un cigarro: –Uno de vaqueros medio ensayado– dijo –¿Tú? ¿Algo nuevo?

–Nuevo, sí. Importante, no. No tenía antecedentes de nada. De chavo era bravo y lo aplacaron con una putiza que casi lo deja tuerto. No creen que trajera pedos de lana. No usaba ni vendía. Del Primo, la Novia dice que eran inseparables y el Cuate igual. Según él, desde secundaria “el fut y el Ame” los hizo “como hermanos”. – Junior sonrió con nostalgia subrogada.

El Bolero se acercó: –Lic. los del Gráfico y el Metro preguntan si pueden tomar fotos y que si les dicen que qué pasó para la nota.

–Que no estén chingando, ahorita hacen su desmadre.

–Pinches buitres culeros –dijo el Kawa–, que no se hagan: ellos lo mataron nomás para tener un americanista muerto el día que sale campeón. “Se matan de la emoción” o una pendejada así van a poner de portada.

–Prefiero: “Americanista a morir” –dijo Junior considerando cuál epitafio sería mejor encabezado, ese o “Temiéndola, pero no debiéndola”. Desde esa idea dijo-: ¿Cómo la ves?

–No sé –dijo el Kawa llevándose cacahuates a la boca sin dejar de ver la tele donde pasaban los goles–. El Primo era como su hermano. Nadie lo vio apuñalarlo y lo vieron recoger la navaja hasta después, lo confirmé nueve veces con cada uno y hasta con dos-tres mitoteros. Pero si no fue él, ¿se mató? No mames ¿hoy? ¿así?

–¿Qué fue lo nuevo que encontraste?

–Una pendejada. La novia agregó un detalle: que la navaja si era del muerto, pero el Primo se la regaló el viernes y el mismo viernes se la enseñó y le dijo –de sus notas leyó–: “Mira, me la mandó hacer Pepetoño, es del Ame, ahora sí vamos a ganar”.

Junior sonrió despacio, con los ojos cerrados, como un preludio del: –Hijo de su reputa madre– que apenas se escuchó. Después preguntó: –Daniel, ¿quiénes vienen del Metro y quiénes del Gráfico?

–Del Metro, Mike y el Quiquitín. Del Gráfico, Cornejo y Haro.

–A los del Gráfico mándalos a la verga. Ellos saben por qué. A Mike y al Quiquitín pásalos en chinga. En cuanto acaben con eso derechito al SEMEFO. Kawa ¿les das el resumen? -se frotó los dedos-. Los veo en la alcaldía.

–Oye Junior –dijo el Kawa– ¿lo reportan cómo homicidio o qué pedo?

Junior contempló la tumba. Todo seguía igual: un cuerpo con la cara cubierta por un pañuelo y un rosario yacía en un charco de sangre opaca alumbrada por una vela encendida. Con una sonrisa vacua dijo: –Suicidio asistido- y salió.

Ahora tenía sentido la euforia con la que ardía la ciudad. Los gritos, los cantos, las lágrimas, los colores, el fuego, el trofeo, el equipo; todo era parte del gran ritual de la victoria: ese instante donde se transa una tregua con el miedo. Celebraban el retorno al Ángel y que, al menos esa noche, la maldición había muerto.

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