Estaba seguro que la vida se había olvidado de él en la estación de trenes de El Sur, había llovido y era tarde -digamos que las nueve menos diez-, se soltó del brazo del tiempo, como si lo hubieran jalado hacía las vías. Llevaba los libros y unos anteojos baratos, comprados al vuelo en un puesto de El Centro.
La vida dejó estar a la mano, como se dice, y se fue sobre el andén sin reparo alguno. Llevaba vestido blanco y un bolso azul marino, la vio irse como quien vislumbra una gaviota sobre la playa, intentó llorar, como chiquillo que dejan en la guardería, luego se preocupó y sintió un soplo en el pecho, dolor agudo, como aguijón de alacrán, luego miró -creyó mirar- el alumbrado artificial y la puerta de salida de emergencia.
La vida había dado vuelta a la izquierda con rumbo al puesto de taxis, se fijó en sus piernas cubiertas por unas medias de seda y apoyadas en tacones de aguja, cuando reparó en la situación volvió la lluvia, la vida -la señora del vestido blanco, esa que volteó a verlo con mirada sugestiva- lo abandonaba, como se tiran los calcetines al cesto de la ropa sucia.
Lo que vino después fue un tren, el desamparo lo arrolló, ya nada tuvo sentido, una bella dama le acarició la espalda.