Caía la noche al sur del Distrito Federal, en México. Las torres que iluminaban el estadio olímpico Ciudad Universitaria brillaban en lo alto. Tras un par de rondas de calificación en el salto largo llenas de incertidumbre, Robert “Bob” Beamon (Nueva York, 1946) tomó impulso desde el punto más lejano del carril de salto. La velocidad del viento era lo suficientemente fuerte para hacer válido el intento, su primero de tres oportunidades en la ronda final.
La primavera de Praga, el mayo francés, los asesinatos de Martin Luther King y Robert F. Kennedy, Tlatelolco, el disco blanco de los Beatles, la primera Copa de Europa para el Manchester United, Vietnam: todo un coctel concentrado en un año bisiesto llegaba a nuestro país para presentar, a partir del día 12 de aquel mes de octubre, lo mejor que el deporte mundial representaba en ese entonces; quince jornadas en el que México (y parte del mundo) se tomó un respiro del ambiente político social que aquel año convulsionó la vida del planeta.
La ahora llamada Ciudad de México (la primera de habla hispana y en Latinoamérica en organizar esta justa deportiva) se vestía de gala en sus avenidas principales, señalética y sedes con un atuendo diseñado por Lance Wyman, que será recordado como una de las identidades gráficas más emblemáticas de la historia. El reflejo de una época llena de cambios en la historia de la humanidad.
Beamon, con el número 254 al pecho y de 1,91 metros de estatura, aficionado al baloncesto, se dispuso para iniciar su carrera con la mente enfocada en vencer a los tres ganadores de medalla de los juegos olímpicos celebrados en Tokio ’64; la primera de las diecinueve zancadas que daría.
En la memoria quedan nombres propios de deportistas, artistas plásticos, arquitectos, escultores que dejaron huella en nuestro país. Enriqueta Basilio, Tommie Smith, John Carlos, Jorge “El Sargento” Pedraza, Vera Caslavska, Pedro Ramírez Vázquez, Felipe “El Tibio” Muñoz, Ricardo Roldán, Constantino Nivola, María del Pilar Roldán, Jim Hines (primer ser humano en correr los 100 metros en menos de 10 segundos), María Teresa Ramírez, Félix Candela y el domo de cobre, Agustín Zaragoza, Al Oerter (primer atleta en conseguir medallas en cuatro juegos consecutivos), Álvaro Gaxiola, Dick Fosbury y su entonces salto de altura tan peculiar, Willi Gutmann, un joven Mark Spitz.
La memoria colectiva guarda un recuerdo punzante y negro (con toda razón) de lo que sucedió en Tlatelolco diez días antes, pero eso no impidió que los Juegos Olímpicos de México 68 hayan brillado de forma única; que lo logrado por aquellos seres humanos -dotados de un ADN especial- haya sido inmortal, como lo pudieron constatar la cantidad de récords impuestos.
Faltando diez metros para elevarse, Beamon alcanza una velocidad de 10,71 metros por segundo. Su despegue fue perfecto. Logró mantenerse 93 centésimas de segundo en el aire, logrando elevarse hasta 1,97 metros sobre el suelo (siendo 1,85 metros el promedio de los saltadores entonces). 8,90 metros después aterrizó junto a Zeus, en el Olimpo.
2 respuestas en “México 68: quince días más de verano”
Excelente. Gracias por refrescarnos la memoria
Muchas gracias por la lectura.