Esta es una historia de fantasmas. Disculpará el lector la redundante redundancia entre el título y la primera oración de este texto. Es que se dice que en el periodismo la primera línea es la más importante. Como este es un texto periodístico sobre fantasmas, me veo obligado a obedecer estos cánones. En fin. Esto es una historia de fantasmas que será narrada con todo el rigor periodístico que los fantasmas ameritan. Con datos duros y comprobables, en la medida que los fantasmas lo permitan.
Esta historia comienza (hay que empezar por el principio) en la terraza de mi amigo Emilio Bellido, estudiante de comunicación. Varios amigos nos reunimos para despedir a Ana Ruiz Madueño, amiga y estudiante de intercambio proveniente de Málaga, en Andalucía, en España. Yo hablaba con María José Hernández, también estudiante de comunicación, mientras bebía una cuba sin hielo (se había acabado el hielo). Discutíamos los horarios que la universidad nos había otorgado para una clase. Le pregunté a Maria José, quien en adelante será referida como Majo, si la materia se llamaba “Periodismo Audiovisual”. Majo respondió que no. Empezaban los fantasmas.
Me contó que nuestra clase no existía y algún loco en la coordinación de nuestra carrera la había cambiado por una materia que no figura en el plan de estudios ni en ningún otro lugar. Ahora se llamaba “Escritura creativa”. Sin embargo, según Majo seguía teniendo validez. Confié ciegamente en ella, pues es una excelente estudiante (e indudablemente mejor que yo). No tenía idea de los temas que se abordarían en clase, pero no me molestó. A mi me gusta escribir creativamente e intuí que algo relacionado con la escritura y la creatividad habríamos de abordar.
Para ser sincero, no asistí a la primera clase de la materia fantasma. Quizás aquel día yo fui fantasma para mis responsabilísimos compañeros que tuvieron la decencia y el buen gusto de no dar una tan mala primera impresión. (Aquí omitiré los detalles de mi ausencia en aquella primera sesión… lujos del periodista). Cuando por fin asistí a la clase, dispuesto a escribir creativamente, me encontré con la sorpresa de que me había perdido el repaso del programa de curso. Por ser exacto: no tenía idea de qué materiales debía tener para poder ejercer la profesión del estudiante.
Mariana Anzorena, gran periodista y mejor profesora, me puso rápidamente al día tras un breve interrogatorio sobre mi ausencia. Primero, debía conseguir La dificultad del fantasma (si tan solo este periodista tuviera una bola de cristal…) de Leila Guerriero. Encontrar este libro sobre la dificultad de un fantasma no debía ser complicado, lo había editado Anagrama hacía unos meses.
Después, debía conseguir A sangre fría de Truman Capote. Encontrar este libro sobre los fantasmas de unos asesinos y una familia en Kansas tampoco debía ser complejo, es un clásico de la literatura universal (¿o era del periodismo narrativo?). Y por último Un día más con vida de Ryszard Kapuściński. Libro que lleva años sin editarse y sería tan difícil de encontrar como escribir el nombre su autor. Pero ahondaré solamente en el primero y brevemente en el segundo. El tercero sigue siendo fantasma
Me puse manos a la obra. Me gusta leer y escribir creativamente (la clase venía como anillo al dedo). Sería pan comido esta materia inexistente. El domingo primero de junio del año de nuestro señor dos mil 25, salí con Gardenia Mendoza, quien es periodista, fotógrafa y mi madre, en busca de La dificultad del fantasma. Contrario a la promesa de su título, fue bastante sencillo encontrarlo. Fuimos a la librería El Péndulo ubicada en la calle Nuevo León #115 en la colonia Condesa, delegación Cuauhtémoc, que se encuentra en la Ciudad de México, en México (¿quién lo diría?).
Una vez en la librería, un hombre de lentes, bajito, moreno y medio calvo, buscó al fantasma dificultoso y tras un par de minutos me lo entregó sonriente. La periodista, fotógrafa y madre me acompañó hasta la caja donde se extrajeron exactamente 340 pesos de la raquítica cuenta bancaria de este servidor de las letras. Salimos y caminamos gustosos al cine (pagar por ver fantasmas).
Al día siguiente, comencé el libro. Ahora tenía sentido el plan de estudios de la clase fantasma. El libro de Leila Guerriero habla sobre su estancia en la Residencia Literaria Finestres (¿Fin estrés?) persiguiendo el fantasma de Truman Capote, quién escribió A sanfre fría en la misma casa donde ahora se encuentra la residencia. Por exactitud periodística aclaro que esta casa se encuentra en la Costa Brava, en España, en Europa, en el planeta Tierra (hay que ser exactos). Avancé en la persecución Guerriero-Capote con velocidad, hasta que llegué a la página 56.
De pronto, una frase que terminaba en una página diciendo “Me corrió un escalofrío por todo el cuerpo que me cagué en las patas. Pero” continuaba en la siguiente diciendo “-do la memoria”. Me detuve. Revisé que no se me hubiera pegado la página a los dedos índice y pulgar (ya me ha pasado otras veces, soy torpe con las manos). Nada. Busqué en las esquinas inferiores de las páginas. Pasaba de la página 56 a la 73.
Velozmente contacté en un grupo de WhatsApp a mis compañeros de clase. Pregunté si a alguien le había sucedido lo mismo. Majo contestó primero: “El mío está completo”. Después, Mariana Anzorena escribió: “Luego te mando las páginas faltantes escaneadas, pero no debería haber problema para que te lo cambien”. Más tranquilo, decidí seguir avanzando en la lectura de La dificultad del fantasma (que comenzaba a ser particularmente difícil).
Página 88. “No, no, aférrate que la escalera es muy recta”. Página siguiente: “-do, la memoria”. En cuanto leí esa frase me puse pálido (casi de color fantasma). No podía ser. Otra vez. Empezaba a dudar de mi cordura. Quizás yo era Capote, o Guerriero o sepa quien diablos era yo. Desesperado, corrí hasta la librería El Péndulo, ubicada en la calle Nuevo León #115 en la colonia Condesa, delegación Cuauhtémoc, que se encuentra en la Ciudad de México, en México.
Al llegar, no estaba el hombre de lentes, bajito, moreno y medio calvo que me había atendido durante mi visita acompañado por Gardenia Mendoza, periodista, fotógrafa y mi madre. Aún así comenté a una amable mujer lo que sucedía con mi libro-fantasma. Me dijo que no había problema, solamente tenía que mostrar mi comprobante de compra. Confesé que lo había perdido (¿alguien realmente conserva esas cosas?). Revisé en la aplicación móvil del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria. No había registro de aquellos exactamente 340 pesos que se habían extraído el primero de junio de mi raquítica cuenta bancaria.
Pacientemente, la amable mujer me dijo que revisaría los registros para comprobar que había una venta del difícil fantasma. No lo había. (Ya empezaba a agotarme del fantasma ese). La última vez que se había vendido era el sábado 31 de mayo del año de nuestro señor dos mil 25. Le expliqué que era imposible y describí al hombre que me había ayudado a encontrarlo. La amable mujer solamente me dijo: “Aquí no trabaja nadie así”. Lo que aquella mujer veía era a un joven despeinado, con los ojos enrojecidos, barba sin recortar, hablando de gente inexistente y con un libro inexistente bajo el brazo. No la hubiera juzgado si decidía rociarme con gas pimienta en ese mismo instante.
Salí de allí y “me corrió un escalofrío por todo el cuerpo que me cagué en las patas”. (Guerriero, L. (2024). La dificultad del fantasma: Truman Capote en la Costa Brava (p. 54). Editorial Anagrama.). Estaba dudando seriamente de mi cordura. Decidí marcarle a la periodista, fotógrafa y madre Mendoza. Corroboré mi historia con ella. Confirmó todo (bueno, casi). Habíamos pagado en esa librería, fuimos al cine. Lo único que no recordaba era al hombre que me había vendido sin vender el libro-fantasma. Antes de colgar dijo: “Qué raro, avísame cuando se aclare todo”. (Sigo sin avisarle).
Caminé a un parque ubicado en la Condesa, coordenadas 19 grados, 24 minutos, 44 segundos norte; 99 grados, 10 minutos, 9 segundos oeste. Di vueltas. Pensaba en la frase con la que termina el escritor italiano (sí, de Italia, sí, en Europa) Antonio Tabucchi su libro Sostiene Pereira: “Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”. Repasaba los eventos del día, de los días. No podía estar perdiendo la cabeza. Todo debía tener un significado que yo aún no terminaba de entender
Decidí contactar al escritor, periodista y mi padre, Rubén Cortés, en busca de claridad. Le comenté lo sucedido. Dijo: “Coño, te está pasando como en el cuento Sólo vine a hablar por teléfono de García Márquez”. La verdad es que me desanimó. El cuento relata (a grandísimos grandes rasgos) la historia de una mujer que es internada por error en un manicomio al que llega buscando ayuda, pero nadie cree su historia y termina atrapada en la institución, víctima de la indiferencia y la burocracia.
Sin embargo, suavizó y dijo: “Bueno, es como esa vez que a mi tío Terto, lo paró una mujer cuando iba de Pinar del Río a Puerto Esperanza en su Plimo (pronunciación cubana de la desaparecida marca Plymouth de automóviles estadounidenses. De Estados Unidos, en América). Cuando iban por Viñales, le dijo que necesitaba parar a recoger unas cosas en su casa. Terto le dijo que sí y pararon frente a su casa, Terto se bajó y la mujer le pidió que la esperara en la sala. Pasó un rato largo y Terto se desesperaba. De pronto, bajó un viejo y le preguntó que hacía ahí. Terto le dijo que estaba esperando a una mujer. El viejo le dijo que ahí no vivía ninguna mujer. Terto le dijo que claro que sí, si hasta había una foto de ella en la sala. El viejo le dijo que era su hija, pero estaba muerta hacía muchos años”. “Pal carajo”, remató el escritor, periodista y padre.
Le di unas vueltas más al parque localizado en las coordenadas 19 grados, 24 minutos, 44 segundos norte; 99 grados, 10 minutos, 9 segundos oeste. Debía tener significado todo aquello. “Pal carajo”, pensé yo también. Le conté por teléfono a la profesora y periodista, Mariana Anzorena lo sucedido y mi búsqueda de significado. Me dijo: “Quizás el significado es que lo escribas” (de ser posible creativamente). La profesora y periodista es más sabia que yo (faltaba más). Seguí su consejo. Llegué a casa e intenté escribir. Se fue la luz. Fantasmas.
Esa misma noche, alumbrado por velas, Mariana Anzorena, profesora y periosita, me envió las páginas faltantes de mi libro (fantasma). Leí las páginas que me había visto obligado a omitir. Leí lo que precede a la página 73, donde moría mi libro (¿mueren los libros o quienes los habitan?). Decía así: “Solo me interesa constatar, de manera tramposa, hasta qué punto el pasado no existe, hasta que punto no se ha conserva…”. Página siguiente: “-do la memoria”.
Quizás todo aquello fue un fallo de mi memoria. Fantasma. Memoria-fantasma. El día que me senté a escribir esto, el periodista, escritor y mi padre, Rubén Cortés, me llamó por teléfono. Yo le había contado que había empezado a escribir. Le solicité varios datos (porque eso hacen los buenos periodistas). Repasamos la historia de Terto. Se alegró de que estuviera escribiendo sobre los fantasmas y nos despedimos. Me marcó unos minutos después. “Se acaba de ir la luz”. Esta es una historia de fantasmas.