Sí, estoy de vacaciones. Es verano.
Disfruto de la playa, la comida, los viajes, mis amigos, y me encanta. Pero, de vez en cuando, se ilumina la pantalla y leo una notificación. Leo sobre la cortina roja que esconde a Venezuela, leo sobre las vidas que son arrebatadas en escuelas y hospitales, leo sobre paraísos explotados y sobre poderes injustos que ejercen sobre inocentes.
¿Qué hago? No puedo hacer nada.
Desconecto durante unos minutos de la conversación que estoy teniendo con mis amigos en la terraza de un bar y al rato sigo comentando cosas sin relevancia. En un lateral de mi cabeza las imágenes y las cifras se repiten y la culpa no me abandona. Me pregunto qué puedo hacer, aunque no pueda hacer nada. Me informo, comparto y ayudo aportando lo que, para mí, es nada.
Estoy al sol leyendo un libro tranquilamente cuando me pierdo en el blanco de la página. Estoy en paz. ¿Por qué yo sí y otros no?
Imagino cómo sería cambiar los papeles por cinco minutos. Que otro pueda escuchar los pájaros de mi patio y sentir la calma de mi mañana. ¿Al otro lado? No sé si podría. Mi imaginación solo puede crear un escenario formado por imágenes “soportables para la audiencia”. No son la realidad. Pienso y pienso. Y sobrepienso. Y a veces lloro.
¿Todos sienten lo mismo que yo? No empatizo con la indiferencia de los que no lo hagan. No la entiendo. Aún dando la espalda al problema, llegan los reflejos, las sombras y los ecos de éste.