Me llamo Lucía y soy enfermera, pero eso en realidad da igual. Podría ser cualquier persona anónima que en estos días se está dejando la piel trabajando en los hospitales, centros de salud y residencias de toda España, luchando contra un gigante microscópico.
He trabajado durante once años en varias Unidades de Cuidados Intensivos, donde he visto muchas situaciones críticas, he vivido y empatizado con el sufrimiento ajeno, y me he llevado a casa los últimos suspiros de algunos pacientes mientras lágrimas de impotencia humedecían mi rostro. Cargo con una mochila a la espalda llena de tristeza, llanto y rabia de muchos familiares por la pérdida de un ser querido. Pero jamás pensé que en mi vida profesional me enfrentaría a algo así: un virus tan contagioso y letal que llegaría a producir una pandemia, obligando a la población mundial a abandonar su rutina, dejando desnudas las calles.
Llegué a mi puesto de trabajo tras cumplir, durante catorce días en casa, un aislamiento preventivo estricto por haber estado en contacto directo y sin protección con personas contagiadas por el COVID-19. Me bastó recorrer escasos metros de la unidad para ser consciente de que todo había cambiado en mi ausencia. Los pasillos en los que previamente se respiraba adrenalina por las situaciones de urgencia a las que nos enfrentábamos, se habían convertido en un campo de batalla donde el nivel de esta hormona se había multiplicado exponencialmente. De repente me tenía que proteger de forma concienzuda, dedicando largos minutos a equiparme (bata impermeable, mascarilla especial, doble guante, gafas, doble gorro y calzas) con el miedo de no seguir bien los pasos y con la incertidumbre de si todas esas medidas de protección eran realmente efectivas. Pensé en mi familia, en mis amigos, en todas las personas que quiero y deseé, más que nunca, que estuviesen a salvo de toda esta locura.
En estos días veo a familiares llorando por la pérdida prematura de un ser querido. Soy testigo de cómo, por el aislamiento estricto, he de mantener la puerta de sus boxes cerrada mientras los pacientes fallecen en soledad, sintiéndome impotente porque ya no puedo hacer nada más por ellos. Oigo las alarmas de monitores y ventiladores sonando sin parar, anunciando la tragedia. Observo a mis compañeros exhaustos física, psíquica y emocionalmente; otros intentan animar a los demás con bromas, haciendo un sobreesfuerzo por mantener la compostura. El teléfono no para: avisos de nuevos ingresos o personas que necesitan saber el estado de salud de sus familiares, mientras se consumen en su encierro.
Cada día, a las ocho de la tarde, oigo los aplausos que los vecinos, desde sus balcones, brindan al personal sanitario por su esfuerzo y dedicación en estos momentos. Se agradece en el alma, nunca he llorado tan bonito. Gracias por recluiros en casa, por hacer el esfuerzo diario, pese a que sabemos que cuesta cada vez más. Pero mi aplauso bien fuerte de hoy es para todas las personas que están perdiendo a sus seres queridos, sumergidos en una mezcla de dolor, resignación, incredulidad y tristeza.
PS: En estas semanas de caos absoluto, de desbordamiento asistencial de los servicios sanitarios, de cansancio físico y de saturación psicológica he sido consciente, aún más si cabe, de la necesidad de una sanidad universal competente, lo que conlleva, a su vez, una educación integral y una investigación científica apoyada y subvencionada por los organismos oficiales. No podemos olvidarnos de gritar bien fuerte, en nuestra lucha como sociedad, por el cumplimiento de unos derechos sanitarios y educativos básicos, pues si algo ha demostrado esta pandemia es que el pueblo consigue ganar la batalla estando unido y siendo solidario.
Quédate en casa, por favor. Juntos venceremos.