A un hombre conocí cuyas manos eran ladrillos, con dos dagas en lugar de ojos, que llevaba siempre en la boca un molotov.
Conocí a ese hombre quien espolvoreaba sus maleficios con azúcar, quien tejía una telaraña de conquista y cosquillas, y quien se transformó en aquella araña del rincón.
Conocí a aquel hombre cuando me pasó mi destino en un vaso de chupito, cuando trenzó mi melena en un par de riendas, y me confundió con su juguete. En silencio escuchaba sus declaraciones de amor mientras cavaba mi tumba frente a mí. En silencio conocí la tierra fría en mi espalda junto a su amargo peso por encima cuando nos sepultó adentro los dos.
Conocí a las cuatro patas de su silla cuando intentó domesticarme. Conocí a su cariño mientras aprendía a bailar, en equilibrio, sobre la hoja de su rasuradora. Conocí a la punta sangrante de su látigo en los días que no lo alcancé.
Cuando por fin me escapé, demoré mucho en sanarme. En encontrar el fusil que tenía escondido debajo de mi lengua. Enseñar a mi boca respirar, y a mis pies dónde se encontraba el suelo, y que este último no me quería lastimar.
Pero existen heridas que no se sanan, sino que se transforman. Moretones que se convierten en pecas, puñaladas en lunares. Sangre en el pelo. Gravilla en la voz. La visión que se queda borrosa. Cuando se repiten los golpes por el mismo lado de la cara, quizás para siempre el rostro se inclinará así.
A esta altura todo esto no es más que un recuerdo. Historia lejana, que ya no me puede tocar. Me queda bien mi cuerpo, a pesar de todo lo que ha sobrevivido. Estoy viva, y lúcida, por lo menos suficientemente para confirmarle al mundo que la lucha sigue adelante, y que sí, se puede vencer. Que el corazón es elástico, y las memorias son hidrosolubles.
Que conocí a dos hombres. A ese monstruo, y a ti.