Aquella tarde lluviosa había quedado con Mari Carmen. Mi vecina de toda la vida. La del noveno A. Detrás de cada puerta, dentro de cada vivienda, cada persona tiene al menos una historia en el alma que conmueve y que merece la pena darla a conocer. Y la de Mari Carmen no es una historia menor.
Pronto se va a cumplir el segundo aniversario del inicio del confinamiento domiciliario. Una experiencia diferente a cualquier otra. Una experiencia única. Una experiencia malvada, en especial en la vida de muchas personas mayores.
La casa de Mari Carmen estaba como la recordaba. Igual que cuando yo subía con su hijo pequeño Rafa a su casa para jugar al futbolín. Nos sentamos en la amplia sala y me trajo un sabroso café que saboreé con verdadera pasión, ya que por mis problemas de riñón hacía tres años que no lo probaba. Pobre marido mío. Pobre Javier. El 21 de marzo se lo llevaron al hospital y ya jamás le volví a ver. Enfermó un par de semanas antes, supuestamente de una gripe fuerte. Ya el coronavirus había empezado a matar; y aunque yo tenía la intuición de que era COVID, siempre guardaba la esperanza de que fuera tan solo una gripe fuerte. Pero no. Fue este maldito virus que ha trastocado todos nuestros planes de futuro. Aunque ya empezábamos a ser mayores, teníamos nuestros planes y nuestras ilusiones. Viajar, disfrutar de las dos nietas y de nuestras amistades. Todo eso se fulminó en un momento.
Los primeros días del mes de abril fueron los más duros de la pandemia con cerca de 1000 muertes diarias. Pero no era solo una cifra. Detrás de cada una de ellas había una persona que había muerto, una familia que sufría al perder a un ser amado y una familia que ni tan siquiera se podía despedir de esa persona. Y después de casi dos años, ahí es donde está la verdadera herida que no cicatriza. El no haber podido despedirse de ese familiar. Agradezco de todo corazón al personal sanitario el esfuerzo por salvar la vida de Javier. Por mantenernos informados en cada momento y sé que le acompañaron en sus últimos minutos de vida. Eso me tranquiliza. Pero yo no estuve allí. Ni tan siquiera pude verle una vez muerto. Vino un coche fúnebre a la entrada del cementerio, con un ataúd, que no sé si estaba mi marido, otra persona o quizá nadie. Le recibimos el cura, mi hijo mayor y yo. El pequeño ni siquiera pudo estar. Muchas noches estoy aquí despierta en la sala y pienso en ir al cementerio y levantar la lápida para ver si en verdad es él quien está en esa tumba. Le reconocería. Le faltaba el dedo índice de la mano derecha. Con eso me conformaba.
Mari Carmen había envejecido a marchas forzadas. Su rostro se había inundado de arrugas y de unas profundas ojeras que contaban el dolor transcurrido durante estos dos años. Ella siempre había dado la impresión de ser mucho más joven de lo que en verdad era. Era de la quinta de mi madre, cuando desde siempre había parecido la hermana pequeña. Ahora se habían cambiado las tornas. Mari Carmen parecía la hermana mayor. En su largo cabello no había lugar a ningún pelo de color negro. Es más, el blanco ya había pasado a convertirse en color platino. Me recordaba a La llorona, aquella leyenda mexicana que conocí cuando viví allí. Su andar cansino dejaba a las claras que le pesaba hasta la blusa; pero era el alma con lo que ya no podía. Todo esta situación está pudiendo conmigo. No son solo los dos años que han pasado desde el inicio de la pandemia. Los dos años de vida que nos han robado. Son los dos años en los que no puedo parar de llorar. Hace dos años que echo de menos a mi marido. Me mata, me consume el no haberme despedido de él. No puedo, no puedo cerrar esa herida para que empiece a cicatrizar.
Todas las culturas tienen sus rituales para despedirse de los suyos. Unos entierran a seres queridos, otros los incineran, unos rezan y otros hacen un funeral civil. Pero todos necesitan ver a su difunto, hablarle unas últimas palabras donde le dicen todo lo que le quieren, que se alegran de haber compartido una vida entera junto a él y todo aquello que le salga del corazón en esos duros momentos. Mari Carmen y su familia; al igual que muchas familias que perdieron a un familiar durante el confinamiento domiciliario, no tuvieron esa oportunidad de decirle a su padre, hermana, tía o abuelo todo aquello que necesitaran decirle.
Después de más de una hora de charla y media hora para convencerle de que debía salir y quedar con las amigas, Mari Carmen se dispuso a cambiarse de ropa. Apenas se notó, porque fue cambio de ropa de luto por otra ropa de luto. Bajamos por las escaleras y nos acercamos a la plaza del pueblo donde había quedado a las cinco en punto. Y con puntualidad británica, Mari Carmen estaba allí. Cuando llegaron todas yo me fui a mi casa con demasiadas cosas en la cabeza y también en el alma.
Antes de salir de la plaza del pueblo y encarar la vuelta a mi casa, me di la vuelta para volver a ver a Mari Carmen. Se alejó junto a sus amigas, con paso cansino, la cabeza cabizbaja y sin articular palabra. Asentía a todo lo que le decían mientras ella tan solo tenía en su mente poder salir de esa encrucijada perversa en la que se encontraba.