Hay inquietudes que se enquistan en la mente a lo largo de nuestra vida y que solo el tiempo puede resolver. “La principal obsesión de mi vida ha sido no saber qué hacer con ella”, escribe Agustín Porras (Antequera, 1957) en su último poemario, La tarea del poeta (2023). En el primero –Ojalá (2006)- parece responder a esa inquisición: “Sé que no podría vivir sin hacerme a menudo esa pregunta”. El editor y poeta malagueño, que luce barba de tres días y cabello abundante peinado hacia atrás, habla de esa obsesión vital una mañana de octubre en su casa de Madrid. Y lo hace sentado frente a su interlocutor en una enorme mesa de madera que, difícilmente, podría soportar el peso de los cientos de libros (básicamente de poesía) que pueblan las paredes blancas de su salón. A su derecha, en un lateral, que hace de rincón y de altar sagrado, Agustín guarda -en una librería acristalada- las joyas bibliográficas del poeta que dio sentido a su vida (he ahí una posible respuesta a su obsesión) durante muchos años: Gustavo Adolfo Bécquer. Sobre el poeta sevillano, del que ha escrito varios monográficos, publicó Porras una biografía en 2006 en la editorial Eneida.
Andaluz como Bécquer -pero de espíritu entusiasta y jovial- poco recuerda el escritor de su infancia en Antequera, donde su familia regentaba un hotel, ya que a los seis años se trasladó a Málaga donde el padre retomó su carrera militar. Porras, el onceavo de catorce hermanos, comenzó entonces un periplo por diversos internados (Palencia, Ronda) que coincide con la muerte de su progenitor. “En esa época estuve muy inestable anímicamente, y después, en 1975, me vine a Madrid a estudiar Psicología…No me puedo quejar, siempre me he considerado un privilegiado”, afirma sonriente. Si la relación con su padre no fue demasiado estrecha (“lo veía muy poco”), la que tuvo con su madre la valora muchísimo. “Ella me regaló el escritorio de mi padre cuando empecé a hacer mis primeros pinitos literarios, aunque curiosamente en mi casa nunca hubo libros”, dice, mientras señala un retrato al óleo de la madre que ocupa una de las paredes de la estancia contigua.
Al contrario de lo que pudiera parecer, Agustín Porras tardó mucho tiempo en convertirse en lector. “Fue en el internado de Ronda cuando empecé a leer poesía. En ese momento, a pesar de tener una gran vida social, sentí el deseo de aislarme y de estar a solas. Leyendo la biografía de Pablo Neruda, Confieso que he vivido, fue cuando sentí por primera vez la necesidad de escribir y expresarme.” Devoto del chileno en su juventud, afirma que “ahora Neruda es un personaje que no me despierta simpatía, porque fui amigo de su secretario, Ricardo Paseyro, que nos contaba barbaridades de él”.
Antes de publicar su primer libro de poemas, muchísimos años antes, Porras fue editor de revistas literarias, una labor a la que ha dedicado más de cuarenta años de su vida. En 1976, en la Universidad Autónoma, fundó Acera, y dos años después, en Málaga, La corná. Ya en los ochenta, establecido definitivamente en Madrid, frecuentó a escritores y participó en tertulias, y en 1989 apareció el primer número de Poesía, por ejemplo, financiada por él mismo y distribuida por toda la península. Más tarde llegarían, entre otras, El Alambique y Oropeles y guiñapos, esta última en formato de periódico del siglo XIX y siguiendo la estética de los rotativos en los que escribía Bécquer. En todas ellas se incluían traducciones, crítica literaria y textos inéditos de autores consagrados y noveles. En todas dejó su impronta como editor serio y creaciones propias.
Pero el malagueño, además de editar y publicar poesía, ha frecuentado géneros como la novela o el libro infantil. Así, en El periódico y el pan (2019) llevó a la ficción una serie de recuerdos de su infancia que contienen abundantes reminiscencias autobiográficas. Autobiográfica también es toda su poesía, desde su debut, Ojalá, hasta su novedad más reciente, pasando por La mosca becqueriana (2009) o las simpáticas Coplas a la vida de mi compadre (2013). Siempre humilde, Porras dice que no es poeta: “He publicado poco; no soy un escritor profesional. Solo escribo cuando siento la necesidad de hacerlo. Soy un aficionado”. Sin embargo, se siente particularmente orgulloso de dos de sus trabajos: Una eterna despedida (2016) y La tarea del poeta. El primero contiene textos condensados (octosílabos, frecuentemente, de cuatro o cinco versos) y el último está lleno de desarrollos discursivos que lindan con la prosa. Ambos tienen una pulsión elegíaca y existencial, pero son altamente vitalistas. Si el primero es un diálogo con sus obsesiones particulares (el paso del tiempo, la muerte y el amor), el segundo es una conversación con Ángel Guinda, y nació durante sus dos últimos años de vida, casi como glosario y homenaje a su figura.
Pesimista y vitalista a la vez, Agustín Porras confiesa que no se siente orgulloso de lo que ha hecho, “pero de lo que he escrito no me arrepiento; porque creo que lo he hecho con honestidad”. A sus 66 años, no tiene proyectos a la vista, pero le gusta leer su poesía junto a otros compañeros de letras. Además, sigue organizando un ciclo poético en la taberna madrileña El Alambique, que en su día fue lugar de tertulia y amparó la revista del mismo nombre. Desde la muerte de Guinda, el ciclo está dedicado a él. “Para mí, Ángel Guinda es la figura que mejor ejemplifica qué es un poeta”, subraya. Ambos se conocieron en 1994 en el Círculo de Bellas Artes y desde entonces fueron amigos inseparables. Agustín, que recuerda mil anécdotas junto a él, estuvo a su lado a lo largo de todo el proceso de su enfermedad.
Aunque en su último libro la figura del aragonés está muy presente, Porras -en realidad- traza un autorretrato de sí mismo. “Poca cosa eres que no haya nacido de tu relación con otras personas…todas fueron imprescindibles/ en el diseño de la imagen que hoy tienes de ti”, escribe en uno de los textos. En La tarea del poeta están sus vivencias, sus obsesiones, su querencia por el fracaso. Explica: “Soy muy vago, me puede la pereza. Tengo una actitud ante la vida muy pasiva que me viene de niño. Soy cobarde”. Y añade: “Desde mi infancia yo pensaba que no sería capaz de trabajar o tener una profesión. Me crie con todo hecho. Tuve ciertos problemas con el alcohol en la adolescencia: era un joven que se refugiaba en los bares y bebía mucho. Mi fantasía era que algún día llegaría a ser un vagabundo. Buscaba el fracaso, necesitaba fracasar”.
Si hay una característica que define la poesía como género es la catarsis. Esto es, su función terapéutica. De ahí el pesimismo que desprenden muchas de las composiciones del autor, nunca exentas de humor: “Creo que si en algo puedo/ser útil a los demás/ es sirviéndoles de ejemplo, /claro, de mi inutilidad”, escribe en Una eterna despedida. Esa conciencia de fracaso personal no la purgó del todo la poesía (o no solo la poesía), sino la terapia psicoanalítica: “Estuve veinte años psicoanalizándome. Tenía pánico…Hay un poema en mi primer libro que significó el final de mi terapia: se titula He soñado que me entregaba a la muerte. A partir de ese momento me quité muchos miedos y empecé a disfrutar mucho de mi trabajo. Quizás la sobreprotección que tuve en mi adolescencia en los internados condicionó mi vida y me llenó de miedos: el miedo a enfrentarme a la vida adulta”.
En su primer libro de poemas figura también una pieza cardinal de su trayectoria: la elegía que dedicó a su hermano Jesús, fallecido a los 32 años víctima del sida. “Fue una experiencia durísima para mí y para toda la familia”, dice emocionado al recordarlo. Agustín borra las lágrimas y muestra el texto impreso en el libro: es el poema más extenso que ha escrito nunca…Después de más de dos horas de conversación, y antes de despedirse, extrae un cuaderno manuscrito de un cajón donde escribió sus primeros esbozos literarios. “No me reconozco en ellos”, dice al recitar algunos versos. Son palabras trazadas de manera automática, en la línea de Vallejo y Carlos Edmundo de Ory.
Nadie diría que este hombre campechano y locuaz, que se jubiló en 2017 como profesor de Lengua y Literatura en un instituto de Madrid, es un fracasado. Agustín Porras vive en un enorme piso lleno de recuerdos: reproducciones de Valeriano Bécquer, estampas de sus viajes, fotografías que lo retratan junto a Lila -el amor de su vida- y el hijo de ambos, que, de alguna manera, sigue los pasos de su padre. Bajo la mesa acristalada del salón, asoman separatas de las revistas que ha fundado, postales de amigos, una pequeña colección de discos de rock y de música clásica. Porras se levanta de la mesa e insiste, antes de terminar la charla, en su idea inicial: “No he tenido grandes desgracias en la vida, he sido muy afortunado”. Quizás ser consciente de su fortuna le haya librado al fin de su vieja obsesión. Nada tienen que ver la fortuna y el fracaso.