Como aspiración vocacional infantil, seguramente la de librero, una tarea que consiste en constituirse como un valioso intermediario entre el libro y el lector en el mercado, no es, ni con mucho, la más favorecida. Pero hay quien ha abrazado ese oficio desde entonces y durante décadas.
Uno de esos extraños casos que han asumido tan encomiable y gozosa labor desde casi siempre es el de Álvaro Castillo Granada, colombiano que ya lleva 36 años en ella, tiempo en el que ha podido levantar una librería propia, San Librario, que ya es un emblema en Bogotá.
En su obra Librovejero (Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2023) Castillo Granada reúne una treintena de textos en los que da cuenta de una parte de sus vivencias lo mismo con sus colegas libreros de viejo callejeros que con Gabriel García Márquez, un viaje que va desde el rescate de volúmenes tirados en la basura hasta su intervención en la modificación de precios de algunos títulos.
“Cuando digo que a los libros les debo todo no estoy bromeando ni dándomelas de interesante. Si bien es cierto que muchas veces el oficio de librero puede ser una manera, una herramienta, de ascenso social, en mi caso han sido los compañeros de viaje que me han permitido sobrevivir de una pasión e inventarme un oficio que ha hecho posible mi viaje, mi andar por este mundo”, afirma en el libro Castillo Granada.
Conversé acerca de su libro con Castillo Granada (Bucaramanga, Colombia, 1969), quien estudió Literatura en la Universidad Javeriana. En 1988 entró a trabajar en Enviado Especial Libros, y diez años después abrió la suya, San Librario, que hasta la fecha mantiene. Autor de al menos ocho libros, también es editor y ha colaborado en publicaciones como El Malpensante, Casa de las Américas, El caimán barbudo, Aleph y Número.
¿Por qué un libro como el suyo, con estos episodios de su vida como librero, a partir de esa suerte de memorias? Antes ya había publicado otro volumen parecido, Un librero.
Esa pregunta yo mismo me la hago. ¿Por qué y para qué? Empecé a escribir hace muchísimos años, y en algún momento me di cuenta de que estaba escribiendo una serie de libros sobre el oficio de librero, mi experiencia como tal, los escritores que he conocido, que busco y que sigo. Vi que había una especie de orden y que a algunas personas les podrían interesar y gustar. Entonces, es una manera de encontrarme y comunicarme con los demás, con los lectores.
Inventé esta serie de textos (digo “textos” porque no son cuentos ni crónicas ni memorias ni ensayos: son todo eso y algo más) como una manera de homenajear a los lectores, a ciertos personajes y determinados momentos que no quisiera que fueran olvidados.
Creo que uno de los oficios de un escritor (en mi caso, por lo menos) es la preservación de la memoria y la comunicación de ella. Por eso escribí esa trilogía, aunque realmente es una tetralogía, de la que hasta ahora han salido tres, que son Un librero, Con los libreros en Cuba y Librovejero.
Algo que me llamó la atención: de niños siempre queremos ser algo e imaginamos muchas profesiones y oficios. Usted dice que desde entonces quiso ser librero. ¿Cuál fue la experiencia infantil que le llevó a ello?
No conozco todavía al primer niño que me diga que quiere ser librero y que lo cumpla. Es una cosa un poco extraña, y trató de reconstruirla: a mí siempre me gustó leer, los libros como objeto y como posibilidad de comunicación, por lo que desde niño iba a librerías de mi ciudad y me llamaba la atención ver tantos libros juntos y a los señores que los vendían.
Creo que a raíz de esa observación un imaginario que se fue creando porque de niño y joven no tuve la experiencia, desafortunadamente, de conocer a un librero. Yo creí que eran señores que se la pasaban leyendo, que podían comprar libros más baratos y podían recomendarlos; para mí, eso era ser librero en ese momento de mi vida.
Como me gustaban tanto los libros y leer, dije: “¡Qué manera más chévere, más interesante y propicia para encontrar un oficio y una manera de estar en el mundo!”.
Algo que está en varias partes del libro es su primer desencuentro y muy posterior encuentro con Cien años de soledad. También cuenta que después se convirtió en el librero de Gabriel García Márquez, quien le puso el apodo de “Librovejero”. Cuéntenos de su relación con esa novela y también de qué libros buscaba el escritor.
Leí por primera vez Cien años de soledad cuando tenía 12 años: craso error. El libro me lo regaló mi papá en una edición de La Oveja Negra. Lo leí, pero no recuerdo nada que me haya gustado; más bien, no lo había entendido. Después, cuando comenzaron a hablar de ese libro, volví a leerlo (sería a los 13 años, yo creo) antes del Nobel, y tampoco me gustó. Dije: “Yo no soy para Cien años de soledad”.
Pero leía los cuentos de García Márquez y sí me gustaban mucho, en especial uno que se llama “Tavo, el negro que hizo enfermar a los ángeles”, que es parte de Ojos de perro azul. Recuerdo que ese cuento me lo aprendí de memoria hasta casi recitarlo, y ahora casi no me acuerdo de nada más que de la sensación del cuento.
En 1997 tuve la oportunidad de ir a un festival de cine en Cartagena y me llevé Cien años de soledad por si pudiera darle la oportunidad al libro (vea la pedantería y la pesadez que puede tener uno). Yo no sé si era el calor, los ruidos y el ambiente los que hicieron que me conectara inmediatamente con el libro y comenzara a entenderlo, a gozarlo y a vivirlo. Ese fue mi verdadero encuentro con la novela, en 1997, cuando yo tenía 28 años, 16 años después de haberlo leído por primera vez.
Allí ocurrió una especie de enamoramiento, de seducción por ese libro que se mantiene y que creo permanecerá hasta el fin de mi vida. Desde entonces lo leo todos los años; es el primero o el último que leo en el año, y ya van a ser 30 veces que lo he leído, una cosa fascinante.
El libro tiene la virtud de que va envejeciendo con uno, y uno va envejeciendo con el libro (es una verdad de Perogrullo, pero es así). No todos los libros tienen esa virtud de ir siendo contemporáneos de sus lectores, pero eso me pasa con Cien años de soledad: siempre que lo leo encuentro algo nuevo, aclaro o desaclaro algo. De verdad, es un rito fascinante que me acompañó y me acompañará el resto de mi vida.
Por otro lado, tuve la fortuna inmensa de existir y ser alguien para Gabriel García Márquez, además de lo que nunca se me ocurrió que fuera posible: que un librero de libros usados un día iba a conocerlo e iba a poder servirle. La historia es muy simple, aparentemente: yo fui muy amigo de Eligio García Márquez, uno de sus hermanos (falleció hace algún tiempo), quien estaba escribiendo un libro sobre Gabo, sobre la escritura de Cien años de soledad que se llama Las claves de Melquiades. Me conoció como librero, y comenzó a ir a la librería donde yo trabajaba; él buscaba los libros que había leído su hermano, pero tenía que ser en la misma edición que lo hubiese hecho. Era un asunto de altísima bibliofilia, pero no por el sentido del valor del libro sino porque se trataba de leer la misma traducción que había leído su hermano. Así, empecé a conseguirle muchos libros para esa investigación y hasta le regalaba recortes. Fueron años maravillosos de vernos todas las semanas para compartir recuerdos, descubrimientos o reflexiones garciamarquianas. Fue fascinante.
Gracias a Eligio llegué a García Márquez, primero para que me firmara una primera impresión de Cien años de soledad que le había conseguido a un cliente, y, segundo, como librero, porque comenzó a encargar ciertos libros y aquél empezó a decirme a mí y también a través de su secretaria. ¿Qué me encargaba? En ese entonces me pedía, sobre todo, algunos libros de literatura pero, sobre todo, de educación en Colombia, porque eso fue durante el gobierno de Andrés Pastrana, y García Márquez tenía un proyecto de educación que se llamaba “Los hijos de Amaranta, los hijos de Úrsula”, y quería profundizar en el tema. Me encargaba libros de ensayistas colombianos, como el expresidente Adolfo López Michelsen, un libro que se llamaba Esbozos y atisbos, y también para su trabajo; me encargó, por ejemplo, la primera edición de ¿Arde París?, de Dominique Lapierre y Larry Collins, pero no por bibliofilia sino porque esa edición tenía mapas y fotos. Jamás le cobré un libro a García Márquez; no me gané un peso con él porque, obviamente, era un poco ridículo estarle cobrando cinco o 10 dólares. Jamás le cobré, pero él me regaló una vez un ejemplar de Cien años dedicado a mí. Lo más importante fue existir para él; por un lado eran esos libros que le conseguía, y la segunda etapa de la relación fue cuando me convertí en uno de los dateros, que éramos las personas que le ayudábamos a conseguir o verificar datos en la escritura del primer tomo de su autobiografía Vivir para contarla.
Entonces, de pronto Eligio, quien le decía Gabito (yo siempre le dije García), me comentaba: “Necesita saber cuál era el título del poema de Guillermo Valencia que leyó cuando niño que hablaba de unos payasos”. Eran cosas de ese estilo, y eran para ya, no para dentro de meses. Me tocaba buscar en la obra completa de Valencia la palabra “payaso”, hasta que la encontraba y le mandaba el dato. También era una experiencia maravillosa de viajar y bucear en el tiempo que tuvo la relación a lo largo de los años.
Para terminar: una vez, en La Habana, hablando de todo un poco (“hablando de la vaina”, como decía él), un día me dijo: “Ajá, ‘libroviejero”, y de pronto siguió: “No, mejor ‘librovejero’, como ‘ropavejero”. Desde ese entonces dejé de ser Álvaro para él, para llamarme “librovejero”; no me volvió a decir por mi nombre. Así me decía también su esposa. Fue una cosa excepcional y un sueño no soñado, totalmente delirante porque no solamente existía para él como librero sino también fue en poco tiempo.
Sobre la existencia: usted habla también de los libros firmados, autografiados, de que, por ejemplo, el primero que obtuvo fue de Mario Benedetti. Dice que una firma es una prueba de existencia, de que existió para el autor del libro, y que incluso usted las ha conseguido para otras personas. ¿Por qué son valiosos esos libros autografiados?
Primero hay algo de mitomanía, de pesadez, de orgullo, de vanidad porque en un momento de la vida, por un segundo, existí para X autor, para García Márquez o podemos nombrar cualquier otro, que son muy importantes.
Segundo, porque me parece estéticamente bonito un libro que tenga una dedicatoria para uno por parte del autor, quien destinó un momento de su vida a hacer eso. Ahora que estamos hablando del Fondo recuerdo que la primera vez que vi a Paco Ignacio Taibo II fue en 1999; me le aparecí para entrevistarlo y para que me firmara como 40 libros. Él, que es un gran firmador (no un gran dedicador, que es una cosa distinta), me vio un poco como un loco, diciendo “este tipo, este güey, este cuate, ¿cómo, siendo colombiano, tiene tantos libros míos?”. Me acuerdo que hasta los ordenó cronológicamente.
Por ser un librero de libros usados, de segunda mano, tengo la fortuna de poder comprar bibliotecas y de encontrarme con cierto libros firmados por los autores no necesariamente a mí. Entonces, tengo una colección un poco exagerada, gigantesca, de libros autografiados, por lo que creo que los libros más valiosos de mi biblioteca no son los que están autografiados sino los que no lo están.
Es bonito, es como decir “yo tengo este”; es un poco infantil tener una colección de esas características, sobre todo si no se es una persona adinerada y que no busca libros en internet. Yo tengo los que consigo o me regalan; tengo muchas cosas maravillosas de mi colección que me han regalado amigos que saben de mi afición y mi pasión por este tema que, repito, es un poco ridículo, pero de ridiculeces estamos hechos los seres humanos.
Uno de los textos más interesantes es “El papel del librero en la transformación del mercado en lectura”; allí hay una parte muy inquietante cuando habla de las pequeñas librerías de los años 80 en Colombia, y cómo se vinieron para abajo en 1993 con la muerte de Pablo Escobar Gaviria y el declive del Cártel de Medellín. ¿Cómo se vincularon esos dos fenómenos?
Fue una época en la cual el dinero fácil, del narco, circulaba de una manera impresionante porque permeó todas las capas de la sociedad: política, social, económica. Entonces, el desmantelamiento de estos cárteles significó una crisis económica, una recesión que, unida a otros factores, hizo que el país entrara en una crisis muy complicada.
Que yo recuerde, la crisis de 1998 fue brutal en el país, muy complicada, aunque nosotros vivimos de crisis en crisis, como todos los países en América Latina. Pero lo que digo en ese texto es que no es verificable históricamente, pero que, de acuerdo con mi experiencia, sí es verificable.
Allí digo: es que los narcos compraban libros en una época y por metros. Querían tener una biblioteca divina, y entonces compraban todos los libros de Aguilar, todos los cafés para donar a alguna biblioteca. Entonces eran bibliotecas estéticamente maravillosas, y los libros subían de precio como una burbuja impresionante, hasta que un día se volvieron incomprables. Esto era porque había un mercado de este tipo de personajes, de nuevos ricos, de narcotraficantes, que querían acceder a cierto prestigio intelectual aparente, y hacían esto.
Entonces, repito, lo que planteo en ese texto es verificable de acuerdo con la historia, con la experiencia de quien lo vivió en esa época.
También sobre ese texto: ¿cómo el librero transforma el mercado de libros?
El librero es un lector que goza compartiendo sus lecturas, queriendo mostrar cosas y recibir conocimiento y experiencias. Muchas veces hay libros que se quedan ocultos, que no son leídos ni apreciados por la comunidad de lectores debido a que no hay propaganda, a que el autor no es famoso, etcétera.
Entonces los libreros podemos ser descubridores y podemos hacer que un libro se convierta en un fenómeno literario, de ventas, y que llegue a mucha más gente que a la que estaba destinado.
Hay quienes podemos cambiar el mercado, que lo que se vende no sean necesariamente las cuatro o cinco novedades que el mercado impone, que son los más vendidos (muchas veces con razón, otras no con tanta). Entonces, un librero puede convertir un libro en best seller pero no sólo como fenómeno de ventas sino de transformación.
Recuerdo haber leído hace muchos años, en los años 90, un libro de Bohumil Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa, que me fascinó. En esa época costaba 5 mil 800 pesos colombianos; yo lo vendía y lo recomendaba. Vendí tantos que la editorial volvió a hacer una importación y subió el precio del libro de 5 mil 800 a 11 mil: así funciona el mercado.
Pero tuve la osadía de llamar a la editorial y hablar con un directivo, al que le dije que era mucho que subieran el precio de ese libro y bla, bla, bla. ¡Y lo bajaron de precio! Creo que es la única vez en la historia en que eso pasó. Eso nadie lo sabe; existe porque yo se lo cuento y lo puede verificar. El asunto es que ese libro lo vendí en buenas cantidades, y es un pequeño best seller en Colombia. Nadie se ha enterado.
Los libreros podemos hacer eso: que ciertos libros lleguen a una cantidad más grande de lectores, a una masa crítica del país, y esos libros terminan cambiando la vida y ejerciendo un efecto de apertura para todos los seres humanos. Por eso un librero tiene la visión de convertir el mercado en tour.
Un tema que no está en el libro pero que me interesa es cómo las tecnologías de la información y la comunicación han afectado su trabajo, desde fenómenos como los booktubers, los jóvenes que se dedican a leer y a comentar los libros, hasta los pdf pirata que circulan
Yo soy un poco ignorante en esto, pero no tengo nada en contra de ello. Me di cuenta de que hay muchos booktubers, y me parece que hacen una labor maravillosa de recomendar y de volver los libros una experiencia cotidiana.
Mi única experiencia con la tecnología es con las redes sociales: la librería tiene Instagram y Facebook, lo que se me hace muy atractivo, y es porque a mí me gusta hacerlo. Hago el Instagram que yo quiero, que a mí me gusta hacer y que a mí me gustaría ver. Eso se remonta a Google: como yo no tuve un ejemplo de librero, prácticamente yo me inventé el tipo de librero que a mí me hubiera gustado encontrarme. No quiere decir que yo sea un tipo maravilloso e incontaminado: tengo multitud de defectos y algunas virtudes (pocas, pero las tengo).
No tengo nada contra el libro electrónico, nada más que yo no lo consumo; a mí me gustan los libros físicos, y los que quiero leer afortunadamente los encuentro en formato físico.
Sobre los libros que circulan en pdf en internet en las redes sociales: hay veces que es necesario porque hay lugares en el mundo donde por cierto tipo de poder público que no se tiene acceso al libro y la única manera de leer es esa. Conozco lugares donde, por determinadas circunstancias sociales, políticas y económicas, la gran mayoría de los lectores viven actualizados de lo que está saliendo gracias a ese tipo de libros y del libro físico.
Entonces, ¿cómo puedo estar peleando con eso? Ahora: yo no apoyo la piratería. Eso sí no lo respaldo porque me parece un acto de deslealtad y de honradez con el autor del libro, con la editorial y con todos, y también porque me parecen libros feos, porque para mí son también son un problema estético, en realidad.
Entonces, bienvenidas todas las posibilidades de comunicación a través de todas las tecnologías porque lo que hacen es que la gente lea más.
En el libro presenta recuerdos de sus amigos y compañeros libreros no sólo de Colombia sino de otros países, como “Borolas”, “el Abuelo” y muchos otros, con quienes ha intercambiado libros y muchas otras experiencias. Hay una parte donde usted dice que “el librero es un hombre de palabra”. A partir de esas vivencias con colegas, ¿cuáles son los valores de su oficio?
Tengo que decir algo: yo no tuve un ejemplo de librero cuando niño, y conocí a dos libreros a los que podía llamar por ese nombre pero cuando empecé a trabajar, cuando yo tenía 18 o 19 años; uno se llama Alberto Ramírez y el otro se llamaba Martín Moreno.
Fui formado de manera indirecta, sobre todo, por los vendedores de libros usados callejeros. Yo sólo era un ente solitario, y me encontré a lo largo de la vida con muchos de ellos; muchas veces no sabían mi nombre ni yo el suyo, pero se estableció una comunicación y una confianza basada en la palabra. Muchas veces yo no tenía el dinero para comprar los libros y ellos me los fiaban o me guardaban cosas.
De esa manera todo para mí es palabra; o sea, palabra y un apretón de manos. Así se hacen los negocios, y a veces hay gente que lo tumba a uno, pero lo importante es no tumbar.
Yo empecé trabajando en una librería de libros nuevos, pero mi formación y manera de estar está permeada por los vendedores callejeros y los de libros usados. Eso no me hace ni mejor ni peor, sino me hace ver las cosas de una manera un poco distinta.
Para mí lo fundamental es que el librero debe ser una persona a la que le guste su oficio, que esté en él porque quiere estarlo, porque es su vocación, su necesidad; que tenga buena memoria; que sea un lector voraz, salvaje; que tenga habilidad y capacidad para relacionarse con los demás, con el público, lo que a veces puede ser una de las actividades más complicadas en la vida; que tenga una capacidad muy grande de relacionar en su mente varios temas, y esto sólo se consigue leyendo y conociendo mucho.
El librero no es una persona que trabaja de diez a cinco, sino todos los días de la vida; esto no quiere decir que sólo piense en libros, sino que eso hace parte de su vida de la manera más natural, como si fuera respirar.
Entonces, que tenga buena memoria, que tenga palabra para relacionarse con los demás, y honestidad, no solamente en el sentido de no estafar, sino de no engañar con el conocimiento, como si alguien me pregunta: “Este libro, ¿qué tal es?”, que yo no tenga ni idea de ello y diga “¡es buenísimo!” con tal de venderlo. Ayer me pasó que vino un tipo de la librería y me dijo: “Vine acá, le quería comprar los libros y usted me dijo que eran malísimos, que no los comprara”. Le dije: “Qué hombre tan honrado, pero qué pésimo negociante”. Perdí la venta, pero yo no iba a decirle que eran buenos; si me pregunta, no le voy a mentir en eso. Obviamente, si yo no lo he leído, digo eso: “No lo he leído”, pero no le voy a decir que es la octava maravilla con tal de venderlo.
Este es un libro que busca, sobre todas las cosas, la comunicación y el encuentro con sus posibles lectores. Cuenta ciertas vivencias sacadas de mi memoria, y yo quisiera que esos recuerdos habitaran la memoria de otros. Lo menos importante es el librero, lo más relevante son las experiencias que cuenta el librero de sus semejantes.
Siempre pienso que de los libreros hay que acordarse porque, en la cadena del libro, somos lo más olvidable y prescindible porque nadie los recuerda. Pero nosotros hacemos posible que el libro se encuentre con el lector, lo que ocurre cuando yo consigo que alguien como usted me nombre al “Abuelo” y a “Borolas” aunque no los conoció. Esa es una forma de habitar en su memoria, y si como escritor, como narrador yo logro eso, el destino se ha cumplido.
Ya terminé otro libro, que espero que un día salga, que sería el cierre de esta tetralogía: Un lugar para escribir, que son textos que tienen relación temática con este y con el anterior ya que también allí se homenajea a otros libreros que han partido.
Para mí lo más importante es que la de librero es una profesión entrañable cuando se vive de la palabra, con la palabra, con la confianza, con la lealtad, con la fe, con todos esos valores que me han inculcado los libreros callejeros en Colombia y en otros lugares de América Latina.
En otra parte cita a Adolfo Castañón, quien dice que “cuando un librero de viejo virtuoso se muere, sube al cielo transformado en libro”. Usted comenta que eso sería un bonito destino y recuerda a un amigo del que afirma que habita en dos de sus libros. En su caso, ¿qué libros le gustaría habitar?
Está buena esa pregunta. Creo que uno muchas veces se termina recordando a un librero no solamente por su nombre, sino a veces por el aspecto físico —sobre todo los calvos, que somos inolvidables porque nos vemos más que los que tienen pelo, lo que es nuestra única virtud y consuelo.
Entonces, muchas veces los lectores terminan recordando a los libreros por los libros que les recomendaron: “¡Ah, el librero de tal librería me recomendó El señor de los anillos!”. En ese momento ese librero se transforma en ese libro. Si alguien me dice: “Usted me recomendó que leyera a Fina García Marruz”, entonces me convierto en Fina García Marruz.
Es una pregunta complicada; a mí me gustaría habitar en los libros de algunos autores como García Márquez, Cortázar, García Marruz, Paco Ignacio Taibo, Benedetti (del que hasta lo más malo es entrañable para mí), Neruda.
Si logro permanecer en la memoria de un lector a través de un libro que le recomendé, para mí ese sería el premio y el cielo de un librero.
Esa frase de Castañón es maravillosa; la leí en un libro que se llama El pabellón de la límpida soledad. Recuerdo que una vez que lo vi en una feria del libro en Bogotá para que me firmara unos libros, se la dije y me miró un poco asombrado, confundido, emocionado porque un lector le hablara de eso y no de otro asunto.
Entonces, siento que el cielo de los libreros es, por un lado, los libros que recomendamos y, por otro, un lugar como el Walhalla, en el que nos reuniremos para hablar, para envidiarnos, para apoyarnos, a ver quién consigue más libros y a estar rodeado de ellos.