El calor brota por los poros removiendo hasta la más ínfima partícula de agua del cuerpo. Se siente cómo transpira la piel la última gota, el último hache-dos-o sin poder decir nada, salvo que acaba de amanecer y hay una sed lépera. En el cuarto, con aureola destellante de meados recubriéndolo, un mezcal guiña el ojo como un camionero a una muchacha nalgona. Qué ganas de beber algo que sí calme. Y de pronto la memoria: unos sorbos estancados esperan en la caja del inodoro.
Amanecer con una sed lépera puede ser beber lo que sea para aminorar la cruda. Algo burdo y sin metáfora. Una sed lépera, mucho más interesante todavía, es la que se colma con esa vulgaridad del lenguaje de todos los días. Tan coloquial y ordinario. Realmente no tiene nada que decir. Realmente tiene todo que decir.
Es fácil imaginarse a Yuri Herrera (Actopan, 1970) crudo, maldiciendo a medias por la pegajosidad de una boca seca de esa sed lépera. Sed de no ser un poeta modernista, un Octavio Paz con su lira en mano y la mano improvisando a meticulosidad cantos al Olimpo, de no ser, un continente ni contenido en la pulcritud como Arreola. Al escritor mexicano, es fácil verlo despertando con la cruda que da leer la maravilla del lenguaje rural de los personajes de Rulfo. ¿Qué doctor en letras, premio nobel de literatura o músico, tiene esa poesía al hablar? Qué sed de quitarse esa cruda siendo un lépero. Pero no un lépero cantinflero, sino un lépero con oído.
A los primeros tragos de palabras de La transmigración de los cuerpos (Periférica, 2013), uno queda atrapado por ese lenguaje que en verdad es de todos los días, pero con aliento poético: Lo despertó una sed lépera, se levantó y fue a servirse agua pero el garrafón estaba seco y del grifo escurría nomás un hilo de aire mojado. Miró con rencor el tercio de mezcal sobre la mesa y sospechó que ése iba a ser un día horrible (p. 9). ¿En qué momento uno repara en ello? El cruce entre lo que el albañil señala con el bigote embarrado de cerveza, y lo que se resbala en el lente del letrado. ¿De qué se colma la sed de la lengua? De todo, diría Yuri Herrera. No hace falta sumergirse en declaraciones suyas. Leerlo es saber su respuesta: de todo. Y eso es algo que lo hace un escritor que vale la pena leer, su capacidad para combinar temas profundos, con una prosa coloquial.
La trama parte de una epidemia que azota a una ciudad y en medio de esta crisis, el Alfaqueque debe solucionar un problema entre dos familias rivales del hampa para evitar el derramamiento de sangre. Aunque el nombre de la ciudad se omite, así como detalles que podrían indicar que se asemeja a alguna existente, es claro que tiene características propias de la zona fronteriza del norte de México: el calor, la violencia y el modo de hablar. Como sucede muchas veces con cuentos de Eduardo Antonio Parra, aunque no coloca delimitaciones geográficas ni nombres que den pista de la ciudad exacta, la atmósfera hace sentir seguro el lector al situar los personajes en la zona ya dicha del país.
Asimismo, aunque se incorpora lentamente en la historia, se puede decir que la trama parte de una pregunta elemental que da título al libro y cuya respuesta, no se agota de manera filosófica, sino contextual: ¿en un escenario plagado de violencia, hasta dónde puede llegar la disputa por dos cuerpos? Es el trabajo del Alfaqueque mitigar esta disputa para llegar a una solución pacífica entre la familia de El Delfín y la de los Castro, quienes son capaces de rayar en lo absurdo en busca de recuperar el cuerpo de sus hijos, Romeo y La Muñe. Son mafiosos que piensan en dar el golpe y luego hacer preguntas. Punto y aparte es que Herrera, cual lenguaje de pueblo, no menciona el nombre de más de un personaje. Se circunscribe a usar sus apodos, lo cual da relevancia al contexto sobre la biografía de quienes integran la historia. El lector es sólo alguien que llega tarde al “chisme” y no tiene oportunidad de preguntar ciertos detalles, aun así queda atrapado por la historia.
La vida del Alfaqueque está seccionada en dos partes como las dos líneas que forman la letra uve. Por un lado, está el verbo. Aunque es abogado, lo suyo en verdad es “verbear”: Verbeaba lo que fuera necesario para que la gente siguiera complicándose como mejor le pareciera, no tendría chamba si se ponía a juzgar los vicios de cada cual (p. 49). Y por el otro, dicho a secas como sin tapujos muchas veces la escribe el autor: la verga. Sobre esto, en lo profundo, reflexiona el autor entre verguear y verbear. No en el sentido de coger y hablar, sino de lo más ordinario a lo trascendental. Porque como así como el verbo es ergonómico, sólo hay que saber calzarlo con cada persona (p. 49), también la verga, las acciones, se ajustan a los escenarios. Y esto es la realidad, por mucho que algunos quieran desentrañar las cosas a través del lenguaje, la brutalidad de los días de vez en cuando se torna tan ordinaria como la palabra “verga” y no hay a donde hacerse para esquivarla, sólo queda confrontarla para intentar salir del apremio.
“El as del verbo” aparece como un personaje seguro para resolver problemas entre mafiosos, sin embargo, hay un rasgo que lo vuelve más humano: su desconfianza para conquistar mujeres. Se describe a sí mismo como alguien feo, no obstante, logra la proeza de acostarse con su compañera de la gran casa, a estilo de vecindario, en la que reside: La Tres Veces Rubia. No lo asimila: Le sorprendió que la Tres Veces Rubia empezara a quitarle la camisa; que ella también quisiera (p. 28). Y una vez más muestra su inseguridad cuando Vicky, amiga del Alfaqueque, lo molesta con ¿Qué, tienes las manos muy rasposas? Y le responde: No, a veces suceden milagros (p. 81)
Se ve obligado a salir de la calidez del ambiente que le ofrecía aquella mujer hermosa por una llamada de El Delfín, quien solicita su ayuda por la desaparición de su hijo a mano de Los Castro. La Tres Veces Rubia antes de que se marche le hace saber que si vuelve no querrá recibirlo, pues teme contagiarse de la epidemia que el gobierno ha señalado como letal, a pesar de no poder decir sus causas ni su cura. El autor domina el hecho de ofrecer sólo lo necesario para la trama, sin ahondar en detalles. Se sabe de la enfermedad, pero nada científico y aun así, es elemental para construir un ambiente de podredumbre y violencia.
En el periplo que desarrolla El Alfaqueque se encuentra con múltiples personajes de los bajos fondos, prostíbulos, cadeneros, asesinos y policías. Los muestra como seres fuertes y capaces de todo, pero también, como personas que conocen el dolor y tienen sus miedos, sus vergüenzas. Al final, todos son humanos y aunque puedan hacer cosas terribles, hay fibras sensibles que los llevan a hacer múltiples cosas opuestas mientras los cuerpos transmigran. ¿Son terribles por gusto o el contexto los vuelve así?
Leer la tercera novela de Yuri Herrera, están Trabajos del reino (2003) y Señales que precederán al fin del mundo (2009), es constatar que su trabajo sigue un hilo de reflexión sobre la lengua y la violencia del narcotráfico, pero sobre todo, que la excelencia prosística del autor no es azar, sino un trabajo que se repite en su narrativa. Quien lea La transmigración de los cuerpos, una novela corta como las otras tres, notará que a pesar del lenguaje coloquial, se verá obligado a repetir ciertos pasajes, pues su calidad narrativa es poesía. Es capaz de convertir palabras llanas de páramo, en manantiales flotantes, y lugares comunes, en algo estético que atrapa y hará pensar al lector: “jamás habría visto algo tan común con esa índole mágica”. Herrera es capaz de generar reflexiones inapelables como las que un viejo curtido y pueblerino diría: Ya sabe, no es que haya gente descontenta, sino que se quieren aliviar el descontento con uno (p. 71).
1- Dato curioso es que en la solapa del libro editado por Periférica, diga así, sin más, “Actopan, México en 1970”. “Actopans” hay más de uno. En Veracruz es el lugar donde uno puede deleitarse con unos deliciosos mangos como en Estío de Inés Arredondo. Pero no, Yuri es de Hidalgo.
Bibliografía: Herrera, Yuri (2013). La transmigración de los cuerpos. España: Periférica.
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