Todo mundo habla de Emilia Pérez y casi todo lo que se dice de ella es malo… pero la realidad es peor.
Esta película es un auténtico derroche de kitsch (pero nada sublime), de incompetencia y despropósito, un ejemplo perfecto de cómo NO hacer cine; lo más alarmante es que proviene de un director que había demostrado talento antes de esto. Más que una película, parece un ejercicio de autocomplacencia que insulta a todos los involucrados: los espectadores, los actores, y, sobre todo, la realidad mexicana que pretende abordar con la profundidad de un meme mal traducido.
Porque sí, esa es una de las primeras ofensas de Jacques Audiard: atreverse a hacer una película sobre México, sobre sus crisis más crudas, sin tomarse la molestia de permitir que un mexicano revisara el guion. El resultado es un Frankenstein narrativo que parece haber sido ensamblado por Google Translate después de una noche de tequila barato. Y no lo digo en broma; la película literalmente parece haber sido escrita por alguien que, no solo no habla español, sino que tampoco tiene idea de lo que significa ser mexicano.
Los guionistas, Thomas Bidegain y Léa Mysius, tienen una filmografía que incluye trabajos mediocres y olvidables, pero lo que han logrado aquí es de otro nivel. Audiard, junto a este dúo dinámico, ha concebido un libreto que no solo es ridículo, sino profundamente ofensivo. Emilia Pérez intenta ser una oda a la resiliencia, la identidad y el cambio, pero termina siendo una parodia involuntaria que supersimplifica temas como la transición de género, el narcotráfico y la violencia en México, convirtiéndolos en decorados para un musical mediocre. No hay ni una pizca de autenticidad en esta historia, y las canciones—esas horrendas canciones—son tan insípidas como un arroz sin sal.
Rita Mora Castro, una abogada subestimada (porque claro, el cliché de la mujer subestimada es lo único que saben escribir), se ve envuelta en un caso que la lleva a conocer a Juan “Manitas” del Monte, un narcotraficante que decide someterse a una cirugía de reasignación de género y renacer como Emilia Pérez (una doble interpretación a cargo de Karla Sofía Gascón). Hasta aquí, la premisa tiene cierto potencial, si se maneja con cuidado. Pero lo que hace Audiard es vomitar un pastiche de melodrama, exotismo barato y un surrealismo mal entendido. Manitas viaja por Bangkok y Tel Aviv en una odisea que, supongo, pretende ser transformadora, pero que solo se siente como un comercial de turismo mal producido. La cirugía, por cierto, está tratada como si fuera un trámite administrativo más, sin ninguna sensibilidad hacia las complejidades emocionales y físicas que implican tales procedimientos.
Luego está Jessi, la esposa de Manitas, interpretada por Selena Gómez, quien nos entrega una actuación tan plana que ni siquiera llega al nivel de telenovela de Emilio Larrosa. La Gómez, forzada a hablar un español que evidentemente no domina, recita sus líneas como si estuviera leyendo el menú de un restaurante, sin entender ni una palabra de lo que dice. Su “español fonético” es un insulto a la lengua, y su incapacidad para conectar con el personaje deja en evidencia que jamás debió haber sido elegida para este papel. ¿Qué se supone que deberíamos sentir cuando pronuncia frases como “mi pinche vulva”? ¿Empatía? ¿Inspiración? Lo único que genera es un bochorno absoluto y un deseo incontenible de salir del cine. Y esto es una pena porque Selena Gómez tiene talento y aquí es desperdiciada de una manera insultante.
El resto del elenco tampoco ayuda. Zoe Saldaña, en el papel de Rita, la abogada, está totalmente fuera de lugar; una actriz con tanta personalidad aquí es una caricatura que parece diseñada para cumplir con las expectativas de un público que no entiende ni le interesa el sistema legal mexicano. De hecho, en esta película, todos existen para alimentar un argumento que no tiene ni pies ni cabeza.
Y luego está el desenlace, una vorágine de estupideces que culmina en un estúpido accidente de coche donde mueren Emilia, Jessi y el amante de esta, Gustavo Brun (Edgar Ramírez, que es el latino al que se recurre cuando Oscar Isaac y Pedrito Pascal están ocupados). La escena pretende ser trágica, pero es tan mal ejecutada que resulta cómica. Rita, la abogada, termina adoptando a los hijos de Emilia, y el cierre es un número musical liderado por Epifanía (Adriana Paz, de lo poco rescatable de este merquetengue odioso), la amante de Emilia, cantando en la calle. Las damas que pasan, la canción final, es un intento desesperado de redención narrativa que solo logra hundir aún más la película en su propia mediocridad y estupidez.
La dirección de Audiard (¡Carajo! ¡Es el autor de Un Prophéte!), lejos de ser elegante o audaz, es un collage de imágenes saturadas y movimientos de cámara que no aportan nada a la historia. Todo se siente artificial, forzado, como si estuviera más preocupado por impresionar a un jurado de festival que por contar una historia coherente. Y ese es el mayor pecado de Emilia Pérez: es pretenciosa, pero carece completamente de sustancia. Es una película que quiere ser muchas cosas—musical, drama, comentario social—y no logra ser ninguna: su crisis de identidad es tan monumental que acaba por volverla zafia y ultraestúpida.
En cuanto a la representación de México, el país es reducido a un carnaval de clichés espectaculares: mariachis, colores chillones, y un español mal hablado que hace que la versión de Telemundo de La Reina del Sur parezca El Quijote. El narcotráfico, una de las realidades más dolorosas y complejas de México, es tratado como telón de fondo, un detalle decorativo que Audiard manosea para darle un barniz de gravedad a su espectáculo de circo. ¿Y el resultado? Una obra tan desconectada de la realidad que ni siquiera logra ser ofensiva de manera interesante; simplemente es idiota.
Emilia Pérez es una película que no entiende de lo que habla, hecha por gente que no entiende dónde está parada. Es una obra profundamente frivoloide que pretende hablar de la identidad, pero que solo se escucha a sí misma. Jacques Audiard, con esta atrocidad, ha demostrado que el peor crimen en el cine no es la ignorancia, sino la ignorancia disfrazada de valentía, ser un pendejo con pretensiones. Que esta película haya sido financiada, producida y premiada es un testimonio de lo bajo que puede caer el cine cuando la pretensión sustituye a la verdad.
El público se merece mucho más que esta vil estafa.
Dios. Hasta por haberla visto me duele algo.