Esta semana caen en el plato un documental, una ficción y una obra que navega a caballo entre ambas. El documental cuenta con un final melodramático que, extrañamente, existió a través del botín de una deidad humana. Los seres humanos jugamos, a veces, a ser Mary Shelley y creamos monstruos extravagantes cimentando la idea en sus capacidades para desenvolverse en un campo de fútbol. No tenemos remedio. Nos faltarán goles, pero nunca semidioses.
Pelé (David Tryhorn y Ben Nicholas, 2021)
Es evidente que este será material de consulta obligatoria cuando queramos homenajear o reivindicar a Pelé, pero me parece un logro descafeinado. Quizá su gran atractivo reside en poner el foco, una vez más, en la tendencia que tiene tanto fútbol como sociedad y poder, en su conjunto, para encumbrar a seres humanos dotándolos de un lugar que no tendrían porqué ocupar. Qué mierda quieren de él, decía Luis Alberto Spinetta cuando ahuyentaba al híbrido formado entre público y periodistas que esperaban a Charly García fuera de su departamento, cuando estaba por ser ingresado al hospital. Hubiera sido feliz si me hubiesen dejado vivir solo en una cancha de fútbol, dice Maradona en el documental de Kusturica, donde repite hasta la saciedad que jamás pidió ser ejemplo de nadie. Pelé se disculpa por no haber tenido el espíritu contestatario de Muhammad Ali ante la dictadura. No hemos aprendido nada como consumidores de fútbol. Seguimos endiosando. Keith Richards cuenta en su documental biográfico, Under The Influence, que aprendió hace mucho que la gente paga miles de dólares por un boleto que le asegure ver de cerca a un símbolo, casi deidad. Ellos no vienen a verme a mí, sino a lo que soy sobre un escenario. Mick Jagger, devorando hormigas en el centro de Bogotá, atrae veinte curiosos; sobre el escenario de El Campín reúne a cincuenta mil. Con el fútbol la tortilla se voltea, quizá porque noventa minutos y la expresión a través del botín y la pelota no es suficiente: queremos más. Dotamos a Pelé de superpoderes. Luego, a Maradona. Luego, a Zidane. Luego, a Messi. Y no se les ocurra fallarnos. El fútbol es una maquinaria que produce superhombres y destruye seres humanos. Pelé se reivindica, al final, sobre la cancha. Se reenamora del fútbol. Reclama que lo pateen cuando él venía a divertirse. Este documental, melodramatiquísimo, solamente podía existir con semejante final feliz. Pelé es un héroe romántico y de poca profundidad porque no sufrió la caída posterior que Maradona sí. Son dos polos opuestos: dos formas de comprender la semiótica en el mismo deporte.
20,000 Days on Earth (Ian Forsyth y Jane Pollard, 2014)
Qué artista más inquietante es Nick Cave. Por más que he intentado no he conseguido inmiscuirme en su obra más allá de lo evidente, tradicional y exitoso. Sin embargo, presiento que este documental -a ratos real, a ratos ficción- puede constituir una inmejorable carta de presentación. Cave se abre y se vuelca en explicar su concepción del mundo, mostrada a través de una ficticia -aunque no por ello falsa- sesión de psicoanálisis donde trata recuerdos de la infancia. Su padre, su primer amor, Lolita de Nabokov. El gesto. La anécdota del concierto que presenció de Nina Simone es reveladora en el cómo Cave interpreta la música. David Byrne decía que la interacción entre artista y público genera cierta complicidad a partir de una memoria colectiva: el artista canta, pero el público también. El público hace suya la canción al dotarla de un significado que el artista jamás había pensado, por el mero hecho de ser personas distintas. Cave aspira -creo que es el mejor verbo posible- a una conexión especial. Yo sólo canto para la primera fila, dice, en algo que más que elitista parece ser una declaración flagrantemente honesta. Canta para la primera fila porque su mirada se detiene allí. No es el artista de discurso correcto que ubica en el mismo plano al estadio entero, porque no se puede. Cave hace parte al público; pretende envolverlo. Qué locura. Qué maravilla.
Inglorious Basterds (Quentin Tarantino, 2009)
Sirva esto como preámbulo del live en Instagram que haré junto a Santino Cortés el día de mañana, sábado 27, a mediodía. Todos sabemos que gran parte de la importancia de Tarantino como autor reside en su histeria, sátira, exceso, sobreactuación, o como se le quiera llamar. No tiene, digamos, la finura de Scorsese o la paciencia -por llamarlo de alguna manera- para crear películas que aguanten el paso de los minutos sin tener que atraer, forzosamente, la atención del público. Tampoco, en realidad, lo ha buscado jamás. Se aceptó hiperactivo. Suceden mil cosas en las dos horas y media que dura cada película suya. Se habla mucho de que el papel de Aldo Raine podría ser el más icónico en la carrera de Brad Pitt, y es probable que así sea aún cuando la sobreactuación colinda lo excesivo. Pero es que funciona. Y funciona también la carcajada histérica de Hans Landa. Y funciona también el Hitler casi amanerado. Y funciona también el Goebbels que se parece a Smithers, de Los Simpson. Y funciona lo ridícula que es la misión última donde los troncos yanquis se hacen pasar por italianos. Funciona todo, porque es Tarantino quien ha cimentado su músculo en ello. Bastardos sin Gloria solamente podría funcionar dirigida por él.