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Lecturas de febrero

Alberto Manguel decía que escribía porque no sabía bailar tango, tocar un instrumento musical, resolver problemas de matemáticas superiores, correr la maratón de Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, excavar ruinas arqueológicas, descifrar códigos secretos, rezar como un monje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario y un largo etcétera.

En la redacción de purgante se lee principalmente como mecanismo de supervivencia, aunque los argumentos de Manguel nos parezcan sospechosamente conocidos.

Un ser impasible decidió habitarte, desde siempre, o quizás nunca y sólo es un alguien que te carcome la tranquilidad. La figura de la hermana siamesa de Ana, una niña de nueve años que va mirando todo desde una visión sesgada, que se va perdiendo, que se mira afectada por los pensamientos que la poseen y no la permiten concretar ese reconocimiento inexorable del paso de los años. Cómo es posible reconocerse en esa superficie del pensamiento si siempre hemos sentido atracción y tranquilidad por lo que yace debajo de la dermis, del concreto de las calles; ese identificar algo cercano a ese estímulo que provoca lo subterráneo, ese ser que parece irreconocible ante nuestra visión cotidiana; ese espacio habitado por un ser extraño, un huésped, en ese espejo que refleja otra realidad -aparente- y que funciona de manera paralela a nosotros. Dentro o debajo de uno mismo. Un lugar, una calle, un refugio, otro cuerpo. Cómo huir de ese espacio vital cotidiano que nos absorbe y que nos lo ha quitado todo para habitar, entonces, otro espacio, más humano, más ruin, más real, y hacia el que sintamos cierta pertenencia. Hay que aceptar, arrastrarnos. Aceptar y recorrer las calles de una ciudad que existe en la colectividad a ciegas, y habitar espacios grises que nadie más quisiera habitar, y que no están hechos para todas; y conocer gente que quizás en otras circunstancias no conoceríamos, gente que mira distinto o que no mira, pero que conoce su realidad y otras posibilidades, que reconoce en cada cual la verdadera esencia de los que existen y respiran cerca de ellos. Y hay que dolernos, y dolerle a los demás. Y sentir ese dolor y palparlo y olerlo si es posible. Y vivir, aunque se mire nuboso o no se mire nada, sin negarse, pues la resignación no se escoge, se sufre pasivamente como una fatalidad.

“Si fuésemos capaces de vivir las relaciones amorosas con la misma ligereza con que hablamos de ellas con nuestras amigas después de unas copas, todo sería más fácil”. Milena Busquets vuelve con Gema, una novela que trata sobre la pérdida, los recuerdos, el amor, la familia y el placer de una soledad acompañada. En una entrevista hecha por Manuel Jabois, la autora comparaba el tema central de su novela anterior, la exitosa También esto pasará, con la actual. De la historia sobre la muerte de su madre pasó a contar la muerte de una amiga, “porque nos pasamos la vida intentando comunicar que no estamos solos, incluso a través de una muerta de hace treinta años. Es también una lucha contra la soledad. Es muy raro que, por un lado, estemos solísimos, y por otro, juntísimos todos”. Milena escribe de temas delicados con una ligereza desbordante: una escritora de más de cuarenta años con dos hijos que quiere unir las piezas de un pasado que olvidó, amistades, familia, momentos. No puedo evitar pensar en Milena y recordar un poco la genialidad de Frédéric Beigbeder y Woody Allen. “Mi comportamiento amoroso había sido ejemplar hasta entonces: nunca decía “te quiero” sin que fuese cierto, nunca salía más de una semana o dos con un hombre del que no estuviese enamorada. Y siempre estaba enamorada. ¿Qué había ocurrido?”. 

¿Qué pasaría si un día, de la nada, apareciera frente a ti un puñado de hombrecillos que además de ser a tu imagen y semejanza (sólo que en miniatura), de comunicarse contigo, de hacerte ver el mundo de manera periférica y de permitirte observar los secretos de la gente a tu alrededor, serían capaces de cumplir tus más perversos deseos sin sufrir consecuencia alguna? A través de la vida de un profesor universitario (inmerso sin más remedio en cumplir con un matrimonio ‘normal’ y con sus artículos sobre Economía en un periódico local), una vez más, el mundo fantasioso de Juan José Millás nos adentra en una experiencia tan familiar que, por ende, resulta perturbadora. «¿Tendría todo el mundo dentro de sí un secreto tan difícil de sobrellevar como el de la existencia de un hombrecillo?».

Desde el momento en que nos adentramos al prólogo de Maxine Kumin, hasta que leemos «Love letter written in a burning building», la poesía de Anne Sexton nos habla desde el corazón del lenguaje. Allí, donde brotan buganvilias como una canción contra el olvido. No hay duda: la dimensión poética de la palabra habita críticamente en los diez volúmenes de poesía que se congregan aquí. Además, gracias al trabajo de Linda Gray Sexton podemos encontrar los últimos poemas que escribió Anne. Es por eso que The Complete Poems, publicado por Mariner Books, se asemeja más a un territorio, a una geografía específica, cuya presencia se traduce en cada verso y en cada imagen. Al final, una confesión también es un testimonio que busca transformar el futuro.

Vidorra es un texto único, escrito por un autor único. Los dos son tan únicos que permanecieron bajo llave hasta hace muy poco, cuando Underwood lo editó en esta maravilla de bolsillo. El libro es tremendamente corto. 94 pgs, incluyendo prólogo y epílogo (de autores diferentes). Desde las alcantarillas de la bohemia parisina, Jean-Pierre Martinet relata sus peores pesadillas, que de una forma bizarra acaban por entremezclarse con sus filias y fantasias eróticas más sórdidas. El protagonista vive delante de un cementerio y se gana la vida maquillando a muertos que lucen mejores sonrisas que la suya propia. Su casera, una vieja ninfómana salida de un relato de Bukowski es lo único que mantiene al protagonista centrado (por decirlo de forma suave). Corta y contundente. Perfecta para los que curramos más de diez horas al día.

«Hay una paradoja en el hecho de que los padres puedan ser a la vez los seres más próximos y los más enigmáticos, cubiertos como están por el velo de su centralidad inalcanzable. No podemos penetrar en ellos, son nuestros dioses cotidianos, gigantescos en la primera edad, rutinarios en la Intermedia, nuevamente esenciales al final de la vida.» Así comienza Héctor Aguilar Camín, historiador, periodista y escritor, una profunda indagación en su historia de vida, derivada de una foto de sus padres en la playa, que termina por convertirse en el recorrido de su gran viaje familiar. Adiós a los padres es una crónica íntima de su familia en la que es inevitable no verse reflejado. El autor retrata perfectamente desde su perspectiva de hijo el corazón de una familia mexicana de clase media, disfuncional, que se crece y evoluciona ante las adversidades. La figura de un padre fantasmal, Héctor, y de una madre incondicional, Emma, protagonizan una historia entrañable. Héctor logra reunir en 341 páginas una fusión magistral de cultura e historia donde Cuba y Chetumal dan lugar al nacimiento de dos personas que más tarde se convertirán en sus padres, padres que terminan envejeciendo en la Ciudad de México, un poco víctimas de sus propias decisiones más que de sus circunstancias, donde inevitablemente el tiempo y las enfermedades llegan a sus vidas, dejando huellas permanentes en su historia familiar.

No sorprende que el Jack Kerouac poeta sea todavía más alérgico a las estructuras formales que el prosista. Lo que sí sorprende es que a la bandera de la generación beat se le refiera más como narrador que como poeta, cuando buena parte de su producción literaria está orientada al verso en su concepción más caótica y salvaje. Laberinto, editorial de cabecera de la poesía beat, tomó del mítico Book of blues el Orizaba 210 blues y Cerrada de Medellín blues para traducirlos y consolidarlos en un solo volumen inédito. El estilo de versos empleados por Kerouac podría asemejarse a una suerte de haiukus occidentalizados, en donde la ironía y el desencanto sirven a ratos de catarsis y a ratos de autosabotaje. Aquellos entusiastas del movimiento encontrarán en la poesía de Kerouac varias pistas de personajes beat fundamentales detrás de bastidores, como Peter Orlovsky, amante de Allen Ginsberg, el poeta budista Gary Snyder o el roba-abrigos Bill Garver, además de hallazgos que borbotean en otras obras de Kerouac, como el famoso cuaderno de poemas que le robaron en el submundo de la capital mexicana, su obsesión por James Dean y la ensoñación en torno a la pequeña isla irlandesa de Innisfree, un metaconcepto dentro de su poesía claramente influenciado por William B. Yeats.

A veces es necesario tomar distancia de las cosas que más disfrutas hacer. Xavier Velasco es uno de mis escritores de cabecera y, junto con la Generación del Crack, un Virgilio literario. Puse pausa en la lectura de sus libros para navegar por otros universos, pero hoy, en plena pandemia y con una extrema necesidad por reencontrarme con mis raíces, regresé a él. La edad de la punzada es el libro que no quería leer por huir de un pasado que no me agrada. Yo, como él, tengo un pasado Lasallista y pareciera que es requisito ser hijo de la chingada con aspiraciones a patán de mierda para ser aceptado en las filas de dichos Instiputos. Yo, como el protagonista de la novela, reprobaba materias, era tímido, me costaba convivir con los otros y no podía presumir de tener muchos amigos. Hoy, con la distancia necesaria, disfruté la lectura y acepté con cierta sonrisa algunos recuerdos que aparentemente comparto con el protagonista de la novela. Citando al gran Sabina, puedo decir junto con el protagonista de La edad de la punzada: superviviente, sí, ¡maldita sea!, / nunca me cansaré de celebrarlo / antes de que destruya la marea / las huellas de mis lágrimas de mármol. Y es que, a veces o casi siempre, leer significa mirarse al espejo y ver cuánto tiempo somos capaces de soportar nuestros propios demonios y enfrentar nuestros miedos.

La cantidad de programas, textos, revistas, libros, foros, tuits y demás medios de mensaje acerca del fútbol hace pensar que la sencillez con la que se resume el propósito del juego sea, de igual forma, la misma sencillez con la que se comprenda en su totalidad. Hay libros para todo tipo de “aficionados”. Los hay sobre historia, novelas, cuentos, relatos, ensayos, sociología, sobre táctica, biografías autorizadas, biografías ‘espurias’, autobiografías, mundiales, el negocio, incluso motivacionales. Cada uno tendrá su línea favorita. Yo prefiero los relatos, la narrativa que no se queda en el ‘juego’, aquellos que involucran lo emocional, a la persona, su historia lo que lo rodea. Otro libro de fútbol, de Enrique Ballester, editado por los Libros K.O., es un compilado de las columnas que publican los sábados en El Periódico, que es una especie de segunda mitad (o tiempo suplementario) de Barraca y Tangana (Libros de K.O., 2018). En ellas el autor escribe de futbol. O eso pareciera. En realidad escribe de la vida. La suya, la mía, la de ustedes. Aún no lo descubro. Lo hace de manera inteligente, lleno de humor (véase lo anterior), de forma irónica y, sobre todo, hace que el fútbol sea lo que nosotros vivimos. Y no es poco.

Lo peor de todo es la primera novela de Ray Loriga, un autor que, en palabras de Andreu Buenafuente, es lo más cerca que puede estar un escritor español de una estrella del rock. El primer Loriga paseaba por Gran Vía con chaqueta de cuero, lentes oscuros y un aire a lo Mickey Rourke que luego, en las letras, perdía continuidad al encontrarnos con un hombre, cuando menos, inocente. Tierno, quizá. En Lo peor de todo dibuja a ese niño al que si le revuelves el cabello, precisamente por tierno e inocente, lo mismo te suelta una patada en la espinilla. En Loriga están, tal vez, las influencias que Manuel Jabois muestra en Malaherba mediante su Tambu. Lo peor de todo es una retahíla de recuerdos que tiran de autoficción: los héroes del muchacho -su padre, su hermano mayor y el Madrid-, su primer gran encuentro con la muerte -o, cuando menos, con la posibilidad de tal- y su primer amor -el que en un principio deseamos que sea el último, porque no queremos volver al frío y la soledad, pero luego agradeceremos que no lo fuese-. Con Loriga nunca está de más volver al origen: los ochenta, quizá el último gran momento donde la gente se creyó que podía ser lo que quería ser. Muchos quisieron ser Loriga, y luego ya no se pudo.

Una luz rosa golpea el rostro de Amacaballo Fat y le transmite información divina. Pero ¿qué es esa luz? ¿Un ribete dirigido desde el dedo de Dios? ¿Un satélite suspendido en el cosmos? ¿Un experimento soviético para manipular a ciertos ciudadanos estadunidenses? Esa luz, llamada Valis, es todo eso y, al mismo tiempo, ninguna de esas cosas. Y la vida de Amacaballo Fat no es otra que la vida de Philip K. Dick, el Dostoievski del siglo XX, a decir de Carrère. La novela narra la persecución teológica de Dick durante sus últimos ocho años de vida y ofrece una síntesis de la exégesis de más de ocho mil páginas que escribió a partir de su encuentro con ese rayo de neón rosa. Valis se lee como el delirio de una mente brillante, capaz de ofrecer seis u ocho posibilidades distintas al dilema de la existencia de Dios, así como de la existencia del mal y la irracionalidad en el mundo. Es posible dejarse arrastrar por el delirio para advertir que la naturaleza de las cosas tiene por hábito el ocultamiento. Que el universo, como decía Heráclito, podría ser una ficción.

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