Categorías
Historias

Burbujas

Cuando hubo que despedirse, a diferencia de la separación afectiva, la de bienes había fluido bastante bien: los libros de leer eran de ella, los libros de ver eran los de él.

Eran ya las once de la noche, estaba agotada. Quería acostarse y dormir durante diez días seguidos, un mes, un año. Había envejecido tanto en la última semana que un nuevo mechón blanco asomaba en su cabeza. Las mudanzas adelantan el tiempo. Los cargadores se habían ido hacía una hora, pero ella seguía dando vueltas como polilla en una lámpara, rebotando por todos los cuartos sin saber muy bien qué hacer. Las plantas en aquellos macetones, desproporcionados para el nuevo departamento, que era mucho más chico que la casa familiar, habían quedado en la sala. Las cajas y los muebles ya estaban distribuidas en cada habitación, acomodados contra la pared. Esta vez había seguido la recomendación al pie de la letra y con plumón indeleble había registrado todo: 

Cocina: utensilios, ollas (buenas), pyrex (3), ollita de fondue, ollas (viejas), cafetera, tetera, tuppers, cajas de té. 

Recámara principal: adornos, ventilador chiquito, diarios, cuadros, libros por leer, cajitas joyas. 

Martín: cajas de legos, cochecitos, pistas, libros, bolsa de bichitos, cosas de escuela. 

Clóset pasillo: colchón inflable, juegos de mesa, patines, sábanas. 

Baño: toallas, botiquín, secadora, maquinita de depilar, nebulizador. 

Servicio: cascos, herramientas, alambre, sleepingbags, cosas de Navidad, cosas de Día de muertos, cuadernos viejos Martín. 

Sala: adornos, barco de madera, portarretratos, cojines, lámparas de mesa (2), radio vieja, ventilador grande. 

De libros había 21 cajas, cada una con una lista detallada. No quería perder tiempo cuando por fin estuviera instalado el librero a medida, que debería de haber quedado días atrás. Era cuestión de empezar de nuevo, decían, pero el ánimo escaseaba. Quizá mañana. 

Antes de apagar las luces de la sala para ir a desmayarse en su nuevo cuarto, lo vio apoyado en el sillón plastificado. Aquel hermoso espejo había causado quizá la única rencilla material cuando cada quien se fue por su lado. Mucho antes de la llegada de Martín, lo habían comprado juntos en el mercado de antigüedades. Era de los años treinta, biselado y con remaches. A ella siempre le había parecido “de viejos” tener un espejo en el comedor y, cuando él lo propuso, se había negado. Sin embargo, con el tiempo fue tomándole cariño hasta convertirlo en el centro de la casa, el orgullo de la decoración. 

Cuando hubo que despedirse, a diferencia de la separación afectiva, la de bienes había fluido bastante bien: los libros de leer eran de ella, los libros de ver eran los de él. “Ese trinchador para ti, la mesita de centro decó me la llevo yo; el comedor tú, el sillón que raya el piso para mí”. ¿Y el espejo? Los dos al unísono habían asumido que les correspondía, a él por la iniciativa de compararlo y a ella porque a pesar de no quererlo en un inicio, lo adoraba ahora: valía más su metamorfosis, había argumentado. En esa ridícula negociación, además de la tristeza infinita, cierto rencor fue invadiendo el ambiente. Él pensaba que ella se vengaba apropiándoselo, y ella sentía que era un poco como el amor que le había ofrecido él, convenciéndola primero para arrebatárselo después. 

Al final el espejo se quedó con ella a cambio de la colección completa de discos, él se negaba todavía a la música digital. Esa noche antes de dormir, lo vio ahí envuelto. En medio de la nebulosa, una sonrisa asomó en su rostro. No era el triunfo pírrico por el espejo, que reflejaba la vida que ya no era. Lo desenvolvió con mucho cuidado y miró su reflejo durante unos minutos; la semana siguiente se pintaría esas canas. Consideró un par de opciones para colgarlo, aunque era imposible que ella sola lo levantara, ya llamaría a alguien. Después se llevó los metros de burbuja de embalaje que hasta hacía unos minutos habían protegido al objeto en discordia a su colchón en el piso de su cuarto. Mientras reventaba las burbujas una por una ya acostada y cubierta por una sábana de Martín, la primera que apareció en una de las cajas de “Clóset pasillo”, el abatimiento fue menguando y, para cuando acabó con los tres metros, un hilo de serenidad se había colado por debajo de la puerta. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *