Solía recorrer su cuerpo como si se tratara de un campo minado.
Lo tanteaba —entre la oscuridad— con las puntas de cada una de mis terminaciones
nerviosas.
Apenas respiraba, como si temiera que él percatara que en serio estaba ahí, a lado de,
mientras fumaba, interrumpiendo toda constancia con su humo que solía desvanecerse en
una continua danza elegante hasta desaparecer por completo.
Solía esconder mi rostro entre su pecho desnudo.
En medio de todo esto, olvidé cómo era llorar.
Mi piel olvidó emanar el dolor que estaba acostumbrado a derramar,
mis pasos dejaron de ser una marcha fúnebre que recorría los rincones de la ciudad.
Ambos buscábamos esperanza de olvido en pieles ajenas a las pasadas, y a las nuestras.
Buscamos señas de vida en un par de cementerios andantes.
Sollozos silenciosos ahogados entre rascacielos nocturnos.
Copas de vino, galletas de coco y el frío de noviembre.
Dentro de todo, comencé a creer que había alguna oportunidad de crear lo que sea que se
sostuviera por sí mismo.
Entre toda oscuridad me preguntaba qué quedaba después de la tempestad.
Nada.
Solo silencio.
Me respondía la media luz de la habitación mientras bajaba por la cena.
Ahora solo queda escucharlo, aún tiene mucho que decir.