Conjeturo que fue el desencanto, la frustración, lo que cambió para siempre la vida de Gianni Minà. En 1974, a sus 36 años, llevaba quince trabajando como periodista deportivo sin que su carrera terminara de despegar.
Sus inicios habían sido prometedores. Con apenas un año en el oficio cubrió la Olimpiada de Roma 1960. Sin embargo, aquellos dulces primeros frutos de su labor reporteril —la narración de unos pies descalzos, los del etíope Abebe Bikila, llevándose el oro en la maratón, el relato de la consagración olímpica de Casius Clay antes de que su objeción de conciencia lo convirtiera en Mohamed Ali— que le auguraban en el corto plazo muchas primeras planas bajo su firma, no se tradujeron en ascensos laborales dentro de la celosa jerarquía que regía en la redacción de Tuttosport, el diario turinés para el que trabajaba, fundado en los albores de la posguerra mundial a escasos cuatro meses de que dos combatientes partisanos dieran muerte a Mussolini cerca de Dongo, en Como, la tarde del 28 de abril de 1945 .
A la frustración por su prolongado estancamiento profesional Gianni seguramente le sumó, en aquel 1974, el desencanto por la ruinosa campaña de la selección italiana de futbol en la Copa del Mundo de Alemania. Luego de renacer de sus cenizas tras la vergonzosa eliminación en Inglaterra 66 a manos de Corea del Norte, la Nazionale llegó segunda en México 70, mundial del que no salió campeona nada más porque en la final se le atravesó la orquesta sinfónica de Brasil dirigida por la batuta de Pelé. Aquel subcampeonato en México —conseguido tras eliminar en la semifinal a la Alemania de Beckenbauer y Müller en el llamado Partido del Siglo— generó muy altas expectativas para la justa de cuatro años después, máxime que la base del equipo se mantenía —Facchetti, Burgnich, Mazzola, Rivera, Boninsegna y Riva repetían en la convocatoria— y al mando continuaba el entrenador Ferruccio Valcareggi.
Pero vaticinios tan optimistas acabarían por ser no más que el preludio de una nueva decepción. Un colega de Minà, el escritor y periodista Giovanni Arpino, relata aquella hecatombe en su libro Azzurro tenebra, en el que narra cómo a su concentración en Stuttgart la squadra azzurra arribó con la despensa bien surtida: no faltó la correcta dotación de ruedas de queso, aceite de oliva extra virgen, aguas minerales y vinos de crianza, además de jamones, macarrones y espaguetis. Pero lo que tampoco faltó fue la división interna. Nada más hospedarse en las cercanías del palacio barroco de Ludwisburg brotaron las diferencias entre el cabeza de delegación, que venía de ser presidente del AC Milán, que después del mundial presidió la federación italiana de futbol y que más adelante fue alcalde de Roma postulado por el partido socialista, Franco Carraro, y el director general de selecciones nacionales, Italo Allodi, el visionario que, a finales de la década de los 70, tendría la brillante idea de crear en el centro de entrenamiento de Coverciano —complejo en el que se alojan con todas las comodidades los representativos nacionales de todas las ramas y categorías desde 1950— una escuela de estudios superiores para formar entrenadores y cuadros directivos.
Los desencuentros entre los capos trasminaron a la tropa: en su primer partido, en el que enfrentó a la selección representante de la débil Concacaf, Italia fue puesta contra las cuerdas al inicio del segundo tiempo por un debutante en mundiales, Haití. Una escapada de Emmanuel Sanon —no confundirlo con su paisano homónimo, de profesión médico, detenido por la probable autoría intelectual del magnicidio del presidente haitiano Jovenel Moïse el 7 de julio de 2021—, que no pudo ser detenido por el defensor Luciano Spinosi por más que éste lo jaló de la camiseta, puso fin a mil 142 minutos consecutivos de imbatibilidad de la portería italiana —récord mundial que se mantuvo vigente por 47 años, hasta que entre cuatro guardametas, también italianos (Gianluigi Donnarumma, Salvatore Sirigo, Alessio Cragno y Alex Meret) lo rompieron en 2021 al sumar mil 169—, defendida por Dino Zoff, quien salió a achicarle el ángulo de disparo a “Manno” Sanon pero fue driblado por el veloz centravanti antillano.
Si bien aquella tarde en Múnich consiguió la remontada —festejada en México por el escritor y filósofo Alejandro Rossi de modo exultante, con arrodillamiento ante el televisor incluido, tal como lo testimonia Juan Villoro— gracias a los goles de Gianni Rivera, Romeo Benetti y Pietro Anastasi que conjuraron lo que pudo haber sido una reedición de la tragedia de Middlesbrough de ocho años atrás, Italia ya mostraba las costuras. Y en su siguiente partido, un empate contra Argentina, ni siquiera pudo anotar: el tanto de la igualada —luego de que un zurdazo del “Loco” René Houseman al minuto veinte le dio ventaja provisional a los sudamericanos—fue un autogol del “Mariscal” Roberto Perfumo, el capitán argentino que tan mal se la pasó en aquel certamen.
A Italia le bastaba un empate en su tercer compromiso para obtener la calificación a la siguiente ronda. Al rival que habría de enfrentar, Polonia, también le convenía ese resultado, pues le garantizaba el primer lugar del grupo 4. Entreviendo el mutuo beneficio, los polacos sondearon la posibilidad de arreglar con los italianos un armisticio: mientras degustaba una salchicha estilo Fráncfort acompañada de una cerveza con vista a las termas de Leuze, en la ribera del Neckar, el periodista Ezio De Cesari, enviado del Corriere dello Sport, fue abordado por un viejo conocido, Zbigniew Dutkowski, un colega proveniente de Varsovia, quien le susurró que al entrenador de los del Este, Kazimierz Gorski, no le desagradaría que su homólogo Valcareggi se abstuviera de alinear en el partido programado para el domingo 23 de junio a Pietro Anastasi y a Giorgio Chinaglia, el flamante capocannonieri de la Serie A, líder de una de las facciones que mal convivían al interior del vestidor del “Lazio de las pistolas”—equipo cuyos jugadores, ganadores ese año del primer scudetto en la historia del club más antiguo de Roma, solían acudir armados a sus entrenamientos, enemistados como estaban entre sí a pesar de su común filofascismo— que después jugara junto a Pelé en una ciudad tan italiana como Nueva York con la maglietta del Cosmos.
De Cesari entendió inmediatamente lo que Dutkowski esperaba de él: que fungiera como recadero, que transmitiera la propuesta a la delegación italiana. Un compañero de De Cesari, también colaborador del Corriere dello Sport, Mario Pennacchia —que cinco años antes publicó un libro sobre la historia de la Società Sportiva Lazio y después sería biógrafo de Chinaglia—, consideró que la situación no se le podía ocultar a los directivos de su país y se comprometió a informar personalmente al presidente de la federación calcistica, Artemio Franchi.
Quizá porque los periodistas ya sabían que un amaño se estaba cocinando y en consecuencia estaban en condiciones de revelarlo, o quizá por una cuestión de principios, por la convicción de no prestarse a un acuerdo antideportivo, la selección italiana envió un mensaje que parecía —o intentó parecer— de claro rechazo al ofrecimiento: mandó a la cancha desde el inicio a Anastasi y a Chinaglia.
En las postrimerías del primer tiempo podía inferirse que Italia se había negado a convenir el resultado. Dos magníficos servicios enviados al área italiana por el camiseta ‘13’ Henryk Kasperczak fueron convertidos en goles por Andrzej Szarmach y Kazimierz Deyna a los minutos 39 y 45. Habrá quien interprete la sustitución de Chinaglia en el entretiempo como una bandera blanca agitada en señal de que Italia reconsideraba el pacto de no agresión e invitaba a retomarlo. Esa interpretación cobra fuerza a partir del testimonio de Wladyslaw Zmuda, defensa central de aquella selección polaca, contenido en su autobiografía A Ty będziesz piłkarzem (Y tú serás futbolista), publicada en 2021, en la que afirma haber visto durante el descanso del partido, dentro del túnel que conduce a los vestidores del Neckarstadion, al directivo italiano Allodi ofreciéndoles a los futbolistas polacos un maletín lleno de dólares a fin de que aceptaran que el encuentro terminara pareggio. Lo cierto es que el cambio de Chinaglia por Boninsegna o no tuvo la intención de comunicar la disposición italiana de dejar el marcador en tablas o si la tuvo no fue decodificado en esos términos en la banca de los bálticos. Porque Italia no estuvo cerca de dar alcance en el marcador sino a falta de cinco minutos para la finalización del partido, cuando descontó para la causa transalpina Fabio Capello, quien tuvo que empezar esa tarde una cuenta regresiva de veinte años para que su nombre por fin quedara asociado a triunfos futbolísticos internacionales, hasta que como director técnico del AC Milán ganó, el 18 de mayo de 1994 en Atenas, la hoy Champions League, tras vencer 4-0 al Dream Team: el FC Barcelona dirigido por Johan Cruyff.
Aquella eliminación del Mundial de Alemania, desconcertante por tempranera, seguramente decepcionó a Gianni Minà. Y peor aún, la fundada sospecha de probables tratos inconfesables en una Copa del Mundo seguramente lo asqueó. Quizá por eso decidió mirar hacia otros lares, desintoxicarse de futbol. Y parece no haber encontrado mejor manera de mandar al futbol de vacaciones que ocuparse de la política, de la cosa publica. Y no limitada a un radio circunscrito a la península itálica, sino a escala global.
Al glosar un ensayo de Albert O. Hirschman (“Interés privado y acción pública”), José Woldenberg escribió que el gran economista nacido en Alemania “encontraba que el desencanto, la frustración, eran resortes eficientes para que una persona se volcara de lo privado a lo público o a la inversa”. Tengo para mí que el desencanto, la frustración que el Mundial de Alemania le deparó a Gianni Minà, fueron los resortes para que se volcara a lo público en aquel año 1974. En la ecuación del ánimo de Gianni, desencanto y frustración conformaron “la variable ‘decepción’, capaz de explicar ‘el cambio de las preferencias’”, como dice Woldenberg. El viraje de Gianni no iba a implicar el abandono del periodismo. Su cambio sería de foco, no de perspectiva. Y no iba a emprenderlo con tibieza, no estaba en sus planes incursionar tímidamente en el abordaje de otros temas. Gianni iba a apostar a lo grande. Y por eso decidió entrevistar “no a cualquier hombre, a un desconocido, a un hombre ordinario” —como sí lo hizo su paisano Giovanni Papini en su célebre cuento El mendigo de almas— sino a un personaje al que miles de sus colegas de todo el mundo no habían podido llegar.
En 1974 la Revolución cubana todavía despertaba entusiasmos. Habían transcurrido tres lustros desde el triunfo de los barbudos de Sierra Maestra, por lo que ya había quedado atrás la que para Jorge Edwards —embajador del gobierno chileno de Salvador Allende en La Habana, encargado de reanudar la relación bilateral— fue la etapa “espontánea, romántica” que siguió al 1 de enero de 1959, y en cambio se empezaban a perder “la frescura y el arrebato de los primeros tiempos”, pero todavía faltaban otros tres lustros para que la isla entrara en el “periodo especial”, el que acabó de desnudar la extrema dependencia económica de la Unión Soviética, que en su caída arrojó a Cuba al hambre. Estamos en 1974. Faltaba década y media para que las cocineras cubanas se vieran orilladas a inventar la receta para preparar bistecs de cáscara de toronja. Estamos apenas en las cercanías de que se cumpla la primera mitad de los 70, en el auge de la Nueva Trova Cubana, al compás de cuyas canciones continuaban encandilados de progresismo en cabeza ajena muchos intelectuales europeos que todavía no tomaban el camión de regreso de sus “euforias juveniles”, como les llama Edwards. Fue entonces cuando Gianni dio un paso decisivo. “Me di cuenta de que tenía que empeñarme en algo más duro [que el deporte]. Y ahí empecé los reportajes políticos”, reconoció treinta años después. Y qué podía haber más duro que lo que se propuso Gianni en aquel 1974: entrevistar a Fidel Castro.
“No me hacía muchas ilusiones. Sabía que cada año había entre 2 mil y 3 mil solicitudes”, declaró Gianni muchos años después al semanario mexicano Proceso. Entre tantas que llegaban al Palacio de la Revolución, formular una más equivalía a lanzar una botella al mar, no porque careciera de destinatario, que lo tenía, y muy conocido, sino porque semejante intento arrastraba el pesado fardo de un éxito improbable.
Sin albergar mayores esperanzas de recibir una respuesta pronta y favorable, Gianni siguió con su vida de reportero de deportes, de la que jamás renegó, marca de agua que lo acompañó por siempre. Nunca dejó de insistir en que “el deporte es una gran palestra, es un sector que te enseña a hacer periodismo porque cada día te confrontas en la calle con la gente que te dice algo y que critica tus críticas. Te enseña a confrontarte”.
Gianni cubrió el Mundial de 1978, pero finalmente no lo hizo in situ a pesar de que así lo tenía programado. Todo porque antes del arranque del torneo dio una muestra de cómo en él ya se fundían la pasión deportiva y las preocupaciones políticas y morales. Durante la conferencia de prensa realizada en Buenos Aires para presentar el evento Gianni interpeló al conferenciante, el contraalmirante Carlos Alberto Lacoste, el pariente por afinidad del dictador Videla —su primo político— que fue comisionado por la dictadura para organizar el Mundial. Lacoste encabezaba la oficina cuya denominación, Ente Autárquico Mundial 78 (EAM 78), da la medida de que el régimen de terror que dominaba la Argentina no conocía los límites. Tan autárquico resultó el ente que cuando Gianni le preguntó a Lacoste: “Nos han informado que han ido desapareciendo personas desde hace un tiempo. ¿Es verdad?”, Lacoste respondió escueto: “está mal informado”, y acto seguido dio por terminada la conferencia. Pero lo que no terminó ahí, sino que inició precisamente ahí, fueron las acciones de intimidación contra Gianni. El periodista argentino Roberto Parrottino cuenta que Gianni fue “avisado de ‘movimientos extraños’ frente a su hotel”. Sin pensarlo dos veces corrió al aeropuerto y se subió en el primer vuelo a Brasil.
Luego de cinco ediciones de la Eurocopa la confederación europea de futbol, la UEFA, decidió que en adelante el torneo se jugara en un sólo país para parecerse a los mundiales. La primera nación en alojar por entero el certamen de selecciones del viejo continente fue precisamente Italia en 1980. Gianni atestiguó en su propia tierra cómo, a pesar de la localía, los ragazzi sólo fueron capaces de ganar en Turín, la ciudad donde él nació. En el estadio Comunale de la capital del Piamonte, un solitario gol de Marco Tardelli valió la victoria sobre Inglaterra. Pero ni en Milán ni en Roma pudieron siquiera marcar. Sendos empates a ceros ante España y Bélgica los privaron de acceder a la final, que terminaría ganando Alemania Federal. El sinsabor se le quitó pronto a Gianni. Porque el año siguiente, 1981, recibió del presidente de la república, Sandro Pertini, el premio Saint Vicent al mejor periodista televisivo. Ese mismo año inauguraría en la Radiotelevisione Italiana, la RAI, la televisora pública, su programa Blitz, que durante los tres años que se mantuvo al aire era sintonizado por tutti le famiglie —hasta que lo borraron de la programación porque Gianni se había vuelto “demasiado poderoso”, según declaró en 2004—, emisión dominical con duración de seis horas que buscaba “hacer divertir a la gente y al mismo tiempo regalarle un conocimiento, no solamente darle divertimiento bobo o banal”, en la que Gianni hizo gala, entre otras virtudes, de sus dotes de ameno e inteligente entrevistador.
Por fin, después de 48 años, en 1982 Italia volvió a ganar un mundial. Alzó la Copa FIFA en España tras una campaña de cierre tan triunfal como incierto fue su inicio. Cuatro años después, en il secondo Mondiali di Messico, el entrenador llamado a refrendar el título, Enzo Bearzot, y el extremo sensación del mundial anterior, Bruno Conti, antes de que tuvieran que decir adiós eliminados por la Francia de Platini se dejaron fotografiar departiendo afectuosa y relajadamente con Gianni, provistos los tres de su respectivo vaso de vino bianco, con pinta de buen fiano, esa uva de cultivo antiquísimo en Sicilia, la región desde la que emigraron los antepasados de Gianni rumbo al norte de Italia en aras de una vida mejor. En aquel Mundial mexicano Gianni también entrevistó a Maradona, a cuya boda en el Luna Park de Buenos Aires sería invitado tres años más tarde.
Imagino a Gianni en el verano del 87 aprestándose a disfrutar de ese minitorneo ideado por Silvio Berlusconi —con quien Gianni tendría públicas diferencias cuando el magnate de los medios de comunicación se convirtió en presidente del Consejo de Ministros y propuso privatizar la rai, oposición abierta que le acarreó a Gianni el despido de la televisora— para festejar su primer año como dueño del AC Milán, ahorrándole de paso el aburrimiento a un cuarteto de clubes europeos durante el paréntesis entre Ligas, a falta de Euro y de Mundial, en un año, como lo fue aquel 1987, de Copa América. Oporto, FC Barcelona, Paris Saint Germain, Inter y el mencionado AC Milán armaron un pentagonal en la capital lombarda al que, en imitación de un torneo organizado por la FIFA en Uruguay en 1980 por el primer cincuentenario de la primera Copa del Mundo —en cuyo financiamiento Berlusconi jugó un papel no menor al comprar los derechos de transmisión televisiva—pretenciosamente denominaron como lo que no era: Mundialito, cual si un racimo de equipos provenientes de sólo cuatro países, tres del sur y uno del centro de Europa, estuvieran autorizados a arrogarse la representación, así sea a escala, del planeta entero, por más que todos pudieran presumir haber ganado la Copa Intercontinental. Pero Gianni no pudo seguir en vivo los partidos de aquel Mundialito de clubes —que ganaron los rossoneri gracias a un gol de Pietro Paolo Virdis contra el Barcelona— porque le llegó una llamada que después de trece años ya no esperaba. “Un día la embajada de Cuba en Italia me avisó que todo estaba listo”. La botella tirada al mar funcionó.
En contraste con la característica prodigalidad de sus soliloquios —en 1960 habló durante cuatro horas y media sin parar ante la Asamblea General de Naciones Unidas (onu), marca que habría de romper con creces casi cuarenta años después, cuando a sus connacionales les recetó una perorata ininterrumpida de siete horas y cuarto en 1998— Fidel Castro no se había mostrado afecto a los diálogos en corto con grabadora de por medio. Si alguien lo tenía claro era Gianni, quien escribió: “Fidel, que nunca ha ahorrado sus energías en los discursos públicos, ha limitado mucho sus entrevistas privadas”. Antes de que accediera a ser entrevistado por Gianni, Castro solamente había concedido cuatro entrevistas largas: a la periodista estadounidense Barbara Walters, de la cadena ABC, en 1977; en dos ocasiones, en 1979 y 1985, a un paisano y colega de Walters, Dan Rather, de NBC; y en 1985 al fraile dominico brasileño Frei Betto.
“Fidel nunca hace las cosas al azar. Siempre escoge momentos estratégicos para hablar”, dijo Gianni a la periodista Anne Marie Mergier de Proceso. Para Gianni, “en 1987 era obvio que a Fidel le urgía dirigirse a los europeos”. ¿Por qué la urgencia? Porque en ese entonces —dice Gianni— “apenas empezaba la glasnost”, el paquete de reformas liberalizadoras en materia política —como su complemento, la perestroika, lo sería en el ámbito de la economía— anunciado por Mijaíl Gorbachov en febrero y marzo de aquel año durante el 27º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Con ese trasfondo, Gianni representaba para Castro un conducto inmejorable para comunicar a la opinión pública del viejo continente su reacción a las medidas aperturistas emprendidas desde el Kremlin, centro gravitacional de la política internacional, y también nacional, de Cuba.
Acostumbrado a cubrir eventos deportivos, Gianni había adiestrado la mente para mantenerla en estado de máxima concentración durante los sesenta minutos de una pelea de box, durante las dos, máximo tres horas, de las etapas de una vuelta ciclista o durante los 90 minutos de un partido de futbol. Pero no sabía, como nadie puede saberlo hasta no verse exigido, que su cerebro, si no es que su cuerpo entero, iba a estirar las potencialidades de su lucidez hasta aguantar las quince horas de entrevista a que lo arrastró Fidel. La entrevista, efectuada en el Instituto de Ingeniería de Genética y Biotecnología, arrancó a las 14:00 horas del domingo 28 de junio y no se detuvo sino hasta las 5 de la mañana del lunes. “Fidel era el único de todos nosotros —se refiere a los colegas que viajaron con él desde Italia: el realizador Giampero Ricci, el director de fotografía Roberto Girometti, el camarógrafo Federico del Zoppo, el asistente de cámara Lucio Granelli y el técnico de sonido Lello Rotolo, así como a los colaboradores del gobierno cubano que estuvieron presentes— que no mostraba señales de cansancio. Se había sostenido durante toda la entrevista a base de té”. Años después Gianni le diría a Mergier que el brebaje tenía algo más: era “té con ron”.
Ante Castro Gianni no actuó como un palero. Lejos de comportarse dócil, instrumental, le entró a un tema controversial: el de los derechos humanos en la isla, sobre el que formuló ocho preguntas. “El comandante sabía que yo venía del mundo católico, que no era un comunista”. Castro nunca le pidió revisar ni discutir anticipadamente las preguntas.
Gianni sostuvo reiteradamente que “no se puede hacer periodismo con argumentos ideológicos. Se puede hacer periodismo con los hechos”. Para Gianni, “la verdad no es ni de izquierda ni de derecha, es… la verdad”.
En el maremágnum temático propio de pasar quince horas con un interlocutor arbóreo como Castro, Gianni supo abrirle espacio al futbol. A pregunta de Gianni acerca de la paradójica popularidad en Cuba de un deporte tan yanqui como el beisbol, Castro respondió: “Realmente [los cubanos] deberíamos haber sido futbolistas, porque fuimos colonia española. Y los españoles no jugaban beisbol, jugaban futbol. […] La gran afición que tiene el beisbol [en Cuba] ha competido con el desarrollo del futbol. Nosotros hacemos esfuerzos por divulgar e impulsar el futbol. Transmitimos los campeonatos mundiales, pero no hemos tenido mucho éxito”. Gianni lanza entonces un tiro directo. “¿A usted le gusta el fútbol?”. Castro se remonta a su juventud en escuelas jesuitas: “Cuando era estudiante jugué fútbol en el equipo del Colegio de Belén. También anteriormente en el Colegio de Dolores”. Por su biógrafa brasileña Claudia Furiati sabemos que Castro defendió los colores del Belén en la Liga Intercolegial y Juvenil de futbol, en la categoría de menores de 18 años, bajo las órdenes del padre Barbei, coordinador de educación física del colegio. A otro de sus entrevistadores, el español Ignacio Ramonet —el que más tiempo pasó frente a él, cien horas, aunque no de un tirón sino repartidas en sucesivas conversaciones entre 2003 y 2005— Castro le aseguró que destacó en el futbol. Y hay indicios de que así fue. De acuerdo con Furiati, en la prensa de la época hay constancia de su aptitud con el balón: el Diario de La Marina, en su edición del 5 de mayo de 1944, así lo consigna.
Cuestionado tantas veces por sus posiciones políticas, Castro iba a ser cuestionado por Gianni acerca de su posición futbolística. “Era delantero derecho”, contesta Castro, y Gianni advierte que el futbol logró en Castro lo que al paso del tiempo resultaría impensable: “Probablemente fue el único momento en que usted jugó a la derecha en su vida”.
A pesar de su profundo conocimiento de todo lo cubano, Castro seguramente ignoraba que en el primer partido oficial de su historia, disputado el 13 de mayo de 1902, el Real Madrid alineó a cuatro futbolistas cubanos: Antonio Neyra y los hermanos Mario, José y Armando Giralt. Seguramente Castro tampoco sabía que Lángara, la aldea gallega donde nació su padre, la lleva en el apellido “el goleador más formidable” del futbol español de todos los tiempos —opinión muy extendida que suscribe el periodista e historiador del balompié ibérico Alfredo Relaño—, que marcó también toda una era en el futbol mexicano: Isidro Lángara. Seguramente Castro tampoco estaba enterado de que en aquel 1987 en que Gianni lo entrevistó, el club peruano Asociación Estadio La Unión (AELU) contaba entre sus filas con un jugador del Callao, cuyo apellido, Mego, iba antecedido por los tres nombres de pila que le pusieron sus padres, entusiastas de la revolución cubana. Fidel Raúl Castro Mego jugó además para dos grandes del fútbol peruano: Universitario de Deportes y Alianza Lima. Pero lo que de plano ya no pudo saber Fidel Castro Ruz es que Fidel Raúl Castro Mego, mientras se escribe esta necrológica de Gianni Minà, vive en Miami.
Al año siguiente de aquella entrevista Castro-Minà, la URSS se llevaría la medalla de oro en futbol durante los Juegos Olímpicos de Seúl. Sería la última vez que pelearía por la presea áurea. No porque la competitividad de su fútbol no le alcanzara para ir de nuevo por la cima del podio cuatro años más tarde. No. La URSS no podría defender su título de campeón olímpico en Barcelona porque para 1992 ya no existía como país, se había desintegrado. El Muro de Berlín había sido derribado en noviembre de 1989, por lo que en los escasos dos meses finales de aquel año Gianni solicitó una nueva entrevista con Castro para actualizar conceptos ante el inminente crepúsculo de la Guerra Fría. Castro accedió al año siguiente, 1990, y su aceptación pilló a Gianni en plena Copa del Mundo, nada menos que la que se estaba jugando en su país, Italia. “Estaba trabajando sobre el torneo mundial de futbol cuando el embajador de Cuba en Italia me mandó llamar. Me dijo: ‘Creo que gustó tu entrevista anterior, Fidel te espera. A él también le importa actualizar todo lo que concierne a la política exterior de Cuba y darte su opinión sobre la caída del comunismo”, relató Gianni. El 28 de junio de 1990, en vez de estar presenciando desde el palco de prensa del entonces estadio San Paolo de Nápoles —hoy estadio Diego Armando Maradona— el instante en que Roger Milla hizo pasar de atrevido a ridículo a René Higuita, cuando le robó el balón Adidas Etrusco al portero colombiano mientras éste intentaba hacerle una de las arriesgadas gambetas que lo hicieron famoso en aquel mundial, Gianni estaba otra vez en el Caribe platicando con Castro. En esta segunda oportunidad la entrevista duraría “sólo” ocho horas. Al menos Gianni tuvo una buena excusa para perderse los pasos de baile makossa con los que el delantero camerunés rubricaba sus goles.
Tifosso del Torino Calcio —el equipo obrero de su ciudad natal, el rival citadino de la Juventus, el que eligió el rojo granate para teñir su camiseta en homenaje a la Brigada Savoia, la que en 1706, 200 años antes de la fundación del club, adoptó como insignia un pañuelo del color de la sangre en honor del brigadista que cayó muerto tras llevar al pueblo turinés la noticia de la liberación de la ciudad, que se encontraba sitiada por tropas francesas—, Gianni, fallecido el 27 de marzo de 2023 con casi 85 años, fue un maestro de ese género periodístico al que se le conoce como entrevista de suplementos —aunque está visto que las entrevistas de Gianni desbordaban cualquier revista de fin de semana y daban para libros enteros— y que según el Libro de estilo del diario El País combina dos ingredientes: ”diálogo más interpretación”. Pocos han sabido, como Gianni Minà, dominar el arte de opinar preguntando.
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