Siempre me han gustado los aeropuertos. No sé si deba a mis grandes deseos de conocer el mundo o porque encuentro algo similar en todos, sin importar en dónde este. La sensación que evocan los aeropuertos es única: el inicio y el fin, siempre al mismo tiempo. Ahí, las llegadas y las despedidas colindan para presenciar las historias más reales, las más honestas. Recientemente, el aeropuerto de la Ciudad de México —el cual he visitado tanto que me parece hasta familiar— fue el recinto de mi despedida más triste.
En lo personal, siempre he sido mala para las despedidas, me cuesta trabajo decir adiós. Esa es la razón detrás de la nostalgia que me invadió al encaminarme al avión, extrañaba todo lo que no fue y, además, la memoria tiende a engañarnos; nunca nada fue tan bueno como lo recordamos. Los pasillos iluminados artificialmente se sentían familiares y pronto estaría en un viaje de trece horas para llegar a una ciudad ajena y desconocida.
Aquél que diga que aventurarse a lo desconocido no es atemorizante, está mintiendo. La falacia de la emoción es la mentira que nos repetimos para disfrazar el miedo y no quedar inmóviles ante él. El desplazamiento —imaginario o físico —siempre descoloca y yo no estaba lista para lo que implicaba trasladarme a más de nueve mil kilómetros. Tenía dos certezas sobre Praga: haría frío y no entendería nada del idioma local. De manera contraria, tenía muchas expectativas, consecuencia inevitable de esperar seis meses. El problema es que las grandes expectativas suelen estar acompañadas de grandes decepciones.
Joaquín Sabina dijo en una canción: “Vine a Praga a romper esta canción por motivos que no voy a explicarte. A orillas del Moldava, las olas me empujaban a dejarte por darte la razón.” La pregunta más recurrente en los últimos meses ha sido por qué escogí está ciudad para hacer mi intercambio. Sinceramente, siempre me dan ganas de mentir y decir que fue por la canción de Sabina. A veces, la ficción es más interesante que la realidad, pero, a diferencia de él, yo no sé a qué vine a Praga. No quiero dejar a nadie a orillas del Moldava, más que nada porque no tengo a quién dejar, salvo a mí misma.
Leila Guerriero afirma que hay dos tipos de viajes: los de los viajeros y los inútiles. Los segundos son los que se hacen para tener algo que contar porque ahí, donde miles han mirado, puede haber una cosa nueva: mirar como si fuera terra incognita. “El cronista enfrentado al espacio —desmesurado–, y al tiempo —finito— de su viaje, viviendo en una patria en la que, a cada paso, debe tomar la única decisión que importa: qué mirar”.
Mi viaje, aunque no es corto, es finito y la voz de Guerriero me acompaña en cada momento recordándome que, incluso en lo cotidiano y trillado, hay algo novedoso, algo por descubrir. Todavía no he conocido el Moldava y las cosas que puedo ver —en este momento— están limitadas. Durante los próximos cinco días, la única vista será la de mi dormitorio por las medidas del estado de emergencia que hay por el Covid. Desde mi ventana no puedo ver el Moldava y es inevitable preguntarme si Sabina estaría decepcionado. Dudo mucho que en su viaje por la histórica región de Bohemia hubiera conocido el norte de la ciudad, tan cerca de Roztoky y tan lejos del puente de Carlos.
Pero sobre todo me pregunto: ¿qué vería Leila Guerriero donde yo sólo veo cómo la nieve se va descongelando?, ¿ella también aprendería, como lo hizo Sabina y seguramente como yo lo haré, a rimar cicatriz con epidemia?