Francisco Umbral pasó toda su vida escribiendo sobre sí mismo y, aun así, no se le conoció del todo. Tenía en su interior –pienso, mientras me miro en el espejo las ojeras acrecentadas y siento el cansancio en los gemelos no de correr, no de caminar, sino de confinarme– una mezcla entre la ficción y la realidad; entre su identidad literaria, periodística, perfectamente vertebrada, y lo que él mismo sería, por ejemplo, en el baño de su casa.
Siempre hay un diálogo entre el espejo del baño y la persona que se coloca delante; es un diálogo que se mantiene en el tiempo, que dura más que las amistades, los amores, las desgracias, las alegrías y los virus. Y en esa conversación, al final, llegan las preguntas. Allá en el barco de la verdad, llegan las preguntas. Que quién eres, por qué me miras así, qué haces examinándote los puntos negros de la nariz si te dan igual, o escribiendo eso, sintiendo lo otro, tuiteando aquello. Dos canas, la barba larga, qué quieres comunicarme, yo que soy el espejo de la verdad, que no comuniques al mundo digital, que es en donde se planifica mucho, se deforma otro tanto. Las dobles identidades, la diseñada y la real, si antes eran algo sólo relacionado con lo mediático, ahora se han democratizado.
Cultura digital, asiento, sí, cultura digital. El diálogo con el espejo a veces es también un diálogo entre lo digital y lo físico, lo líquido y lo sólido. Siento, quizá me alivie pensar que no estoy solo, que mi generación ha crecido dándole la mano a Internet –hemos crecido los dos, Internet y mi generación, en continente y en contenido– y se enfrenta de manera ineludible a un reto: la plática con y contra uno mismo, con y contra su identidad digital, que es, en muchos casos, hiperidentidad.
Y la hiperidentidad, diferenciarse, hablar y sobre todo hablarse, comunicar y sobre todo comunicarse, a veces conduce a terminar como aquel poema de Jaime Gil de Biedma, que en realidad me consuela; me dice, el poema, que no te preocupes si te cansas de ti mismo, que al menos puedes ser sincero en las palabras, con las palabras, y también en este momento ante el espejo.
Me arrullo en su dureza mientras el espejo me pregunta de nuevo que quién soy, si soy sólo el ego hiperbólico de Twitter, Instagram, Facebook, Wordpress, y levanto los ojos cansados para decirle que soy, yo soy, ahora mismo, dentro de los múltiples confinamientos escondidos que se suceden, simple y llanamente, las ficciones que consumo –justo recuerdo, al saborear la palabra consumo: un dueño de un periódico escribe, y yo me asusto, que ahora ya no hay diarios, que ahora son factorías de contenidos–.
Regreso: soy los libros, las películas, las series, los poemas, los streamings que me impactan, pum, sobre la superficie de la piel, y sobre todo lo que no sólo impacta: lo que me hiere, me abre una herida en el costado y escarba en el amasijo de la carne; mira, mira, puedo ver la sangre bajando por el costado, ensuciando el suelo blanco del baño, y sentir cómo se mete la ficción entre los músculos y los huesos, y va carcomiendo dentro, algunas veces carcome y escarba, hasta hacerse un nido, un huequito, entre los órganos y los vasos sanguíneos. Y encontrado el nido, encontrado el huequito, la historia se acurruca y se queda ahí por mucho tiempo, por un tiempo indefinido.
Soy lo que digo, lo que no digo, lo que hago y lo que no hago, como expondría alguno de mis profesores de comunicación, pero también soy las historias que llevo en todos los recovecos de las entrañas. Quizá, en realidad, solo sea eso: yo mismo, un cuento que se cuenta a lo largo del tiempo. Me gusta pensar –le digo al espejo, cuando todavía está goteando la sangre hacia al suelo– que también soy aquel niño pequeño que jugaba delante de la tienda de chucherías de sus padres, o el que se pasaba la tarde leyendo Skulduggery Pleasant porque llovía mucho, llovía fuerte fuerte, y el libro era cálido y anaranjado. Que también soy aquel niño pequeño que disfrutaba/se asustaba con el visionado de El Señor de los Anillos, y hasta se paseaba por los pasillos del piso con una capa y un escudo romano de cartón hecho por mamá.
Mi único reto, espejo, tú que me preguntas que quién soy, es conservarme las raíces. Recordarlas, porque no soy más que mis raíces. Y que por mucha hiperidentidad digital que tenga, y que por mucho que crezca, quizá sea cierto eso de que la verdadera patria/matria de uno es la infancia. Pero, óyeme, escúchame, ¿te das cuenta? Ahora que he parado de sangrar, que me voy a poner la venda para que no se escape nada, ¿te das cuenta? Lo acabo de ver ahora, lo acabo de notar ahora. Aún conservo, aquí dentro, las historias de cuando era pequeño.
Quizá sea cierto: no soy más que un mero cuento hecho de cuentos.