A Sebastián
Luego llegaron los días del fulgor y las idas al templo con los niños, luego ya no tanto, luego…
Antes -cuando en la tierra aún debatían los demiurgos, los gnósticos y los herméticos sobre el rumbo del bien y del mal- las cosas fueron muy distintas, la penuria de los lunes en la escuela, los abucheos de los compañeros de aula, las derrotas dominicales como rutina, fieles como el sudor del harapiento, el cuadro del inframundo, mal, malísimo hasta para ser diablo, la letra escarlata tirada al piso con el deshonor que solamente soporta la resistencia que aguarda al Juicio, el día en el que Todos los Santos pagarán a Mefisto el servicio de anualidad, el pitazo del silencio Final.
Luego, mucho antes, los otros, siempre esa barrera, ese cruce de líneas, 4-3-3 sin líbero ni contención, que festejaban las victorias semanales, gritos de gol sacados al engreimiento como estampillas recién encontradas en el álbum de la posteridad, los otros, siempre los otros, ellos, él, tan arrinconado, tan al borde de los laterales, miraba la alegría como lujo impropio, como dicha imposible, inviable, destinada a los demás, cuando los demás eran una parvada (una pavada) de biennacidos que no ocultaban la opulencia de los títulos y los diplomas de su escuadra, compás de sus algarabías y de sus sueños, él, el despoblado, miraba la ventana de la fortuna en casa prestada, como visitante en el fuego paticojo de los astros.
Tampoco todo era infortunio o desgracia, a lo Coetzee, tenía sus evocaciones por los días de la Creación, su propio bestiario del Génesis, Matosas, Eugui, Pereda, el arquero Gasire y los primeros días -antes del diluvio- a la Bombonera para visitar al Diablo en el día de Dios, quizá todo estaba mal desde el origen, una descompostura gramatical o semántica -¡que diablos!, dijo luego- del relato bíblico, y en el principio el Logos, la estrella escurrida entre los dedos del Señor, pero sobre toda la zoología fantástica de la niñez, en la que los dragones o los cíclopes, él se creía -el credo como verdadero acto de fe- el Gato Salvaje, a quien otros llamaban Ítalo Estupiñán, ese gol rampante.
Rubio y lacio -dicen las fotografías, que siempre mienten-, regresaba a casa con ganas de rizos y piel negra, cuando decir negro era un homenaje al rock and roll o al jazz, para tener el aire del campeón que nunca salió campeón porque -a fuerza de desventura, el alma profunda y oscura- la derrota era pantomima y roca, cruz y gravamen por elección propia; los trofeos chocantes, pedanterías de ufanos, de los que confunden recompensa y éxito; la peregrinación, decía la abuela, es el premio a los que sufren, a los que esperan, luego él -el niño con la pelota de novia- leería: lo que tarda llegará, y tampoco fue en el Apocalipsis de San Juan…
Cuando logró ser incluido en un equipo de veras, 4-4-2, con esquema, redes en las porterías y césped recién cortado, debía usar la ropa blanca con el escudo de la Universidad en el pecho, azul y oro, tampoco era un rebelde o un misionero de la Resistencia, pero debajo del ropaje monacal se montaba la roja, como necesidad -y, diría Marx- como protesta a esa necesidad, la vida carmesí, granate en el pecho y a la izquierda, la derrota como acción política, dijo luego para justificar sus días juveniles de morral y panfletos a lo Rosa Luxemburgo, La Roja, en los que tampoco sucedió la Luz, Lucifer llenaba crucigramas en el vestidor del otro graderío, en el que Dios bosquejaba otra forma -ladina- del Universo…
Contaba todo eso cuando los niños, luego no tanto, se instalaban en la portezuela camino a la Montaña en donde una de las tres formas de Judas tentó al Kairos y al Kristos, pobres criaturas con tanto relato de la cara B del disco de los grandes éxitos de sus satánicas majestades –Paint in red, bromeó-, Estupiñán no se había movido un ápice desde aquellas mañanas de aflicción, porque el cuadro, ese asunto interno, seguía perdido en el laberinto del desastre, se mantenía como un equipo provincial (no providencial), casi suficiente para congregar una logia maniquea o arraiana que argumentaba que el Diablo vendría a juzgar a vivos y muertos para cobrar su pensión de tantos siglos de deshonra y morosidad; el Gato Salvaje intacto, sin arrugas con esa melena de música disco y el Studio 54 o las Estrellas del 45, shiquitum, shiquitibum, ra, ra,ra, la aldea era más caldea que samaritana, difícil contarlo, entre disco y disco, a los nuevos bautizados en el reino de los infiernos, que nada sabían de la estigmatización que se les avecinaba, acá -dijo, luego- se lee el Testamento en sentido contrario, el bien es un mal necesario y el corazón el testimonio fiel de una pasión que no se olvida fácilmente, la rosa sangra por la espina,
Para entonces las cosas habían cambiado, de pronto un golero -le gustaba la palabra, nunca supo por qué- de esos que solamente brillan cuando están ausentes, se dispuso a contrariar la narrativa de la Nueva Alianza, juntó a pepenadores, a carpinteros y pescadores de redes para armar un once del que poco se hablaba en Roma y canchas aledañas, poco a poco -también contó luego a los niños que luego no tanto que…- el tiempo iba danto razón a la artesanía rústica, el diablo está -exclamó- en los detalles, los muchachos del Mezías, estrenaban un sentimiento, un sí se puede en medio del purgatorio, Dante, como cronista de la página deportiva, escribía: El infierno es una fiesta con derecho reservado: dichosos lo que han sufrido porque de ellos será el pecaminoso reino de los subterráneos… yo, sí, le voy, le voy…cantó luego, Hefesto, el utilero de los héroes, diseñaba un nuevo atavío para el milenarismo.
Ya habían pasado los días del rubí cuando los niños, luego no tanto, entraron a los círculos del averno, a la reencarnación de Estupiñán, de Pereda, de Dante Juárez, le llamaron Satunino -forma espiral del gran dios latino; planeta retrogrado en la dodecada de Aries ascendente en Piscis- y, luego, Can Mayor, una manía esotérica del siglo IV, y de pronto el rojo se puso al día, como pasaje de Babel, Lucifer había vuelto para contar su versión de Los Hechos de los Apóstoles en primera persona, el césped olía azufre, Cardozo era el profeta de la poesía, que todo lo sabía.
Luego, cuando llegó el otoño, la Caída, el juego se volvió monedero falso, los fariseos acabaron por vender los templos, la serpiente de la codicia provocó que él -el novio de la pelota- se alejara de la homilía dominical, se refugio -como los maniqueos o los arrianos- en tierras lejanas, en puertos de Occidente, hasta que llegaron los falsos profetas y todo se fue derrumbando con el viaje del sol; la nostalgia infantil no dio para tanto.
Hoy dice un rumor del Evangelio -la gran nueva, el gran anuncio- que el Toluca ha vuelto a las andadas, sintió un trincherazo de pasado y se dispuso a escribir…Hefesto encendió el cigarro…
Los niños ya no son tanto, la vida sigue siendo grana; la sangre, sustancia del ardor, roja como el clavel, Orfeo finge que mira para atrás.