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Chicago y ciertas nociones sobre lo que implica ver a una banda en directo

Me invadió una duda que se ha materializado en textos y conciertos previos: ¿qué vemos cuando vemos a una banda? ¿Por qué esto sí significaba ver a Chicago?

Los Rolling Stones ya habían agendado visita a México en 1975, con su trilogía fundamental a cuestas (Let It Bleed, de 1969; Sticky Fingers, de 1971; Exile on Main Street, de 1972). Luis Echeverría, presidente de la nación, se negó. Impidió la visita jaggeresca y, como queriéndole poner paños fríos a la cosa, cerró la visita de Chicago: tres noches en el Auditorio Nacional. Veníamos del Festival de Rock y Ruedas de Avándaro: un evento avalado por el gobierno del Estado de México, desesperados por ganar cierta legitimidad ante la juventud nacional (si la cosa salía mal, ya se sabe, había planes suficientes para deslindarse). La satanización del evento, en perspectiva, roza la sátira: degenere, droga y pelos. El rock constituía una amenaza constante a las buenas costumbres. Echeverría encontró en Chicago, una banda menos cercana al riff y más orientada a los metales y aquello que llamamos soft-rock, una ventana para esquivar la crítica. No sorteó, eso sí, los portazos, los empujones, la represión policial e, incluso, un camión envuelto en fuego a pocas calles del Auditorio Nacional. El rock de los setenta: no lo entenderíamos.

El coloso de Reforma recibió, además, a la alineación original, los llamados ocho magníficos: Robert Lamm, Peter Cetera, Lee Loughnane, James Pankow, Terry Kath, Walter Parazaider, Danny Seraphine y Laudir de Oliveira. En la ceremonia de inducción al Salón de la Fama del Rock and Roll, en 2017, cuando Chicago fue finalmente canonizada, Danny Seraphine declaró que juntos habían vivido y, también, muerto; hemos enterrado a nuestros hermanos. Tres años después de haber visitado México, Terry Kath se pegó un tiro en la cabeza; aparentemente jugaba, acompañado por Don Johnson, roadie de la banda, y no sabía que en la pistola se alojaba una única bala. 

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Reconocí sobre el escenario de la Arena CDMX solamente a Lee Loughnane. El trompetista, a quien Danny Seraphine y Walter Parazaider convencieron en los jardines de la Universidad DePaul de que dejara el jazz y se dejase seducir por el rock, comandó la nave durante toda la noche. No atisbé a Lamm ni a Pankow; no había nota alguna que le pusiera nombre a los músicos que esa noche tocarían en el coso de Azcapotzalco. Me invadió una duda que se ha materializado en textos y conciertos previos: ¿qué vemos cuando vemos a una banda? ¿Por qué esto sí significaba ver a Chicago, mientras que Danny Seraphine, ex baterista, se presenta en inmuebles considerablemente más pequeños (en el caso de México: el Salón La Maraka) montando un show que no puede contar con el nombre y el logo de Chicago? Esto último tiene una explicación eminentemente legal y aburrida, lo sé, pero me refiero a lo puramente emocional. Sea quien sea que se hubiese subido al escenario de la Arena CDMX, iba a estar cobijado por el logo de la banda y la histeria colectiva de un público entregado a la nostalgia. No se pueden ir, gritaba una señora en el asiento de al lado; todavía les falta veinticinco o seis a cuatro. Ya decía yo, clamó cuando la rola finalmente sonó. Se sabía de pé a pá absolutamente cada una de las canciones.

La primera vez que vi a Paul McCartney solamente quería cerciorarme de que era, en efecto, Paul McCartney. Me resultaba inconcebible pensar que aquella figurita en el escenario, enfundada en una camisa rosa y tirantes, era la voz que me había acompañado durante toda la infancia a través de las rolas de los Beatles. En esa figurita rosada, es más, se condensaba todo lo que articula el concepto Paul McCartney. Nombre propio. Paul McCartney: ahí, frente a mí; con su doble cé, minúscula y mayúscula; todo él. Qué difícil es ese proceso: aterrizar la imagen ligándola con el concepto. La única vez que vi en directo a Messi solamente jugó durante treinta minutos: el Atlético de Madrid y el Barcelona estaban jugando en un Vicente Calderón pletórico a un nivel de excelencia que yo nomás había alcanzado a ver en videojuegos, pero Messi entró y desequilibró la balanza de manera, diría, insultante. Se ató la pelota al botín, zigzagueó dos o tres veces, cedió a Luis Suárez y le marcó el movimiento para recibir solo y batir a Oblak. Ni me preocupé en verle la cara a Messi: tampoco tuve que aterrizar el concepto. No me dio tiempo de repetirme en voz baja que estaba viendo a Messi. Hay veces en las que el golpe simplemente te llega. Con Bruce Springsteen, por ejemplo, me bastaron quince segundos; pudo ser menos, pero al encontrarse en Baltimore quiso arrancar el concierto con Hungry Heart y ceder toda la primera estrofa al público. Cuando Bruce retomó (I met her in a Kingstown bar / we fell in love, I knew it had to end) solté tres lágrimas casi por inercia. Fue la voz lo que me hizo saber que sí, que ahí estaba.

Todo esto para recalcar: vi a Chicago, lo que sea que, a estas alturas, eso signifique. No sé dónde andaba Robert Lamm o qué tipo de indisposición se apoderó de él. No sé qué onda con James Pankow. A Peter Cetera ya nadie lo esperaba: desde hace varias décadas mandó al diablo al resto de la banda y ni siquiera la inducción al Salón de la Fama del Rock fue pretexto suficiente para acordar una reunión. Supongo que David Byrne tiene razón cuando dice que la identidad de una banda no se aloja tanto en quién canta o quién toca; no se aloja, tampoco, en los álbumes ni en los grandes éxitos. Se aloja, más bien, en la retribución del público; todo es parte de un intercambio a lo largo del show en directo. En este caso, la vigencia de Chicago resultó incuestionable. Una banda es lo que su público refleja y le devuelve.

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He de decir, también, que me emocionó en cierto modo la Arena CDMX. Hasta antes del concierto de Chicago, las dos grandes ventajas que le encontraba al monstruoso inmueble eran el estacionamiento gratuito y el hecho de que cruzar la ciudad para llegar a ella te permita estudiar el catálogo completo de la banda que se presente. Esta vez, sin embargo, con una mejor entrada que con Foreigner y que en cualquier encuentro de los Capitanes, me entusiasmó como posible arena de cabecera.

El espectro norteamericano del entretenimiento suele dividir los conciertos en tres tipos: el concierto de estadio, el concierto de arena y el concierto de teatro. El primero puede subdividirse: no es lo mismo ver un concierto en una cancha de fútbol americano que en una de béisbol, pero eso es otra historia. No busco, con esto, que apuntemos a acercarnos a una experiencia gringa, pero sí pienso que pueden llegar a haber malentendidos derivados del hecho de que en México solamente entendemos la pertinencia de los recintos en función de la cantidad de público. ¿Viene la nueva gran estrella adolescente? Démosle el Foro Sol. ¿Viene una banda de rock cuya tirada musical es que un estadio entero coree los temas, pero aún no asegura un lleno? Démosle el Teatro Metropólitan. A Olivia Rodrigo le siguen recordando que no trajo a su show en el Foro Sol un elemento que solamente funciona en un concierto de arena y no en un concierto de estadio.

La Arena CDMX, sin embargo, es, como su nombre lo indica, una arena al uso. Sigue la lógica de los mastodónticos inmuebles norteamericanos. Le falta aura y le falta identidad, eso sí. Cuando vi a la Electric Light Orchestra en el Madison Square Garden, disfruté tanto el concierto como curiosear en los pasillos del coloso. La mitificación que el edificio deportivo más importante de Nueva York realiza sobre sí mismo es un acto casi masturbatorio: encuentras enmarcados elementos que giran en torno a sus equipos, los Knicks y los Rangers, y también a los conciertos que aquellas paredes han visto. Estás en un lugar que tiene cierto significado y bastante historia; no se cansa de recordártelo. En defensa de la Arena CDMX: está buscando algo parecido cuando en cada entrada descansa una placa de los conciertos más relevantes en la historia del coloso. Puede haber cierto futuro ahí.

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A lo que iba: Chicago no fue, como Foreigner, un disparo a la nostalgia. O tal vez lo fue, pero no fue solamente eso. En mi caso, resultó alucinante cambiar la base clásica del rock, bajo y batería, por metales. Cada maldita rola de Chicago se sostiene a partir de los metales. Importó poco que viniera Fulano o Mengano; la gente devolvió lo entregado con bastante furor. Me gustaría pensar que la señora que estaba a mi lado estuvo, también, en ese mítico concierto en el Auditorio Nacional. Se me fue preguntarle.