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Historias

De límites imprecisos

No sabe Claudia, cogida de mi mano, que algunos, a cierta edad, tratamos de asumir con cordura y templanza lo que ya no podremos ser, además de todo aquello que nunca podremos dejar de ser.

Últimos días del año, paseo en familia por el puerto de Valencia. Solía venir por aquí con algún amigo cuando hacíamos pellas, fuchina, cuando nos pelábamos las clases, vamos, y todo era descubrimiento, aventura, peligro sin daño. Me veo con los rasgos difuminados, imprecisos, en tonos sepia, corriendo por los muelles en busca de un barco pirata que partiera hacia alguna isla del tesoro, el aire oliendo a combustible y pescadería, a grasa, salitre y algas marinas, todo ungido por esa luz de la juventud que ya no existe, animal, irrepetible. Al fondo las grúas, los cargueros y algún pescador con sus cañas, cuando todavía no estaba prohibida la pesca en el puerto, entrenando su paciencia en las aguas verdinegras por las que rielaba mi infancia. Broncos estibadores de risas expansivas, jubilados de miradas metafísicas y esclarecidas, parejitas paseando con fe el regalo de un amor sin mácula. El USS Forrestal, era enero de 1990, atracado en el puerto y sus soldados desperdigados por Valencia, legión de matones hipermusculados en busca de tatuajes, alcohol, prostitutas y pendencias. El cielo, aquellos días, era de un azul heráldico y santo como el manto de Luis IX de Francia y la luz de la mañana incidía sobre las cosas dibujando sombras sugerentes y refugios que jamás he vuelto a ver. Era casi un niño buscando entre los tinglados y las escolleras un doblón de oro que nunca encontré, como los jóvenes odesitas de Isaak Bábel, yo también quería ser grumete de un barco transoceánico y gasté aquellos maravillosos años en perderme tierra adentro.

Desde mi Mediterráneo voy directo hasta el Atlántico por obra de una fotografía bella, inquietante y sugerente del mar en blanco y negro, radiografiado por la cámara o por el ojo surrealista del sueño. Me ubico entre Miño y Padernede por una historia digna de Cunqueiro que me regala Loren, una amiga gallega que lo es también de Claudio Ferrufino y que desde el primer minuto de la dana se preocupó por mi familia y nos ofreció su ayuda desinteresada y su cariño. En el río Lambre, que vierte sus aguas a la ría de Betanzos, se encuentra el Ponte do Porco, y allí se fija la leyenda medieval del cuchillo de plata vengadora de Roxín Roxal. El señor feudal Nuno Freire de Andrade percibió el amor existente entre su hija Tareixa y el doncel Roxín, y reticente, temeroso de que su hija se casara con alguien de una posición social inferior, arregló la boda de Tareixa con el noble Henrique Osorio y expulsó de sus tierras para siempre al muchacho enamorado. Tiempo después, en una batida organizada para dar caza a un fiero jabalí, estando sobre el puente del río Lambre y viéndose atacado por la bestia, Henrique Osorio buscó refugio dejando sola a Tareixa, quien fue destrozada hasta la muerte por el animal salvaje en cuestión de segundos. Tras el infausto suceso, Henrique Osorio regresó a sus dominios avergonzado y no hubo un palmo de tierra de los Andrade donde no se llorara la muerte de Tareixa. Una mañana, sobre ese mismo puente, apareció el jabalí muerto con un puñal clavado en el corazón, era el que Nuno Freire de Andrade había regalado al joven Roxín Roxal. Desde entonces ese puente es llamado Ponte do Porco. La leyenda nos recuerda, entre otras cosas, que el verdadero amor no entiende de clases sociales, de títulos nobiliarios ni de cuentas bancarias, pero también que tratar de cambiar el destino puede salirnos muy caro, véase Edipo rey o Macbeth, y aún así cantaba con descaro Chavela Vargas, que no somos iguales, ¿qué nos importa?

Y terminamos el año de nuevo junto al Mediterráneo, paseando por la playa de Benicàssim con la familia de Elena, queriendo dejar atrás todo lo malo del 2024 mientras admiramos las villas construidas entre finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la belle époque se desarrollaba alegre por Europa y un grupo de ricos burgueses de la zona comenzó a construir preciosas casas de estilo francés en el paseo marítimo, por lo que algunos han dado en decir que Benicàssim es la Biarritz valenciana. Las niñas y las perras van despreocupadas, jugando por la orilla desierta en las primeras horas del año nuevo, ignorando que algo termina para siempre sin remedio y algo distinto nace que también podría ser peor. No sabe Claudia, cogida de mi mano, que algunos, a cierta edad, tratamos de asumir con cordura y templanza lo que ya no podremos ser, además de todo aquello que nunca podremos dejar de ser, no sabe tampoco de nuestras torpezas ni de nuestros errores irreparables, de la historia personal dilapidada. Me mira, no me juzga y sonríe, confía en mí y me hace más grande de lo que soy. Olvido los relojes y puedo volver a volar. Y al pisar la arena guiado por sus pequeños pasos pido para el 2025 tan solo un corazón como el suyo, que disfruta de cada instante, que hace de todo una fiesta y se agota en la celebración, sin saber, sin remordimientos, sin pensar en finales, calendarios, muertes o liquidaciones, como los fuegos artificiales, como las estrellas fugaces, como las olas del mar sobre la arena y la vida verdadera sobre aquellos hombres que mueren demasiado pronto sin darse ni cuenta y siguen todavía en pie oliendo a naftalina, prejuicios y anquilosadas zonas de confort, rumiando bilis, farfullando maldiciones que nada cambian en su ruina cuando se cruzan, amargados, con gente tan feliz como mi hija o conmigo mismo, que no quepo en mí del gozo porque voy cogido de su mano hacia un porvenir idílico o hacia el infierno, y no me importa en absoluto cualquier posibilidad porque el horizonte más cierto es una sonrisa en un espacio compartido, y ahora mismo voy cogido de su frágil mano y no puedo volver a caer, ya no puedo volver a morir, de tanto amor.