Cuando se despidieron, el hombre de los lomos cansados sintió una especie de vacío. Se habían saludado y despedido con las mismas palabras: bien y más o menos. Fue la última vez que se vieron. Se acabó, de un trancazo, un mundo, una idea del mundo, al estilo Joseph Roth. La tarde, ya más otoñal que veraniega, era hermosa, el sol pintaba de sepia las flores, las banquetas y los anuncios exteriores de la gran avenida, para entonces ya llena de tránsito y transeúntes, que volvían a casa con la impregnada rutina del empleo recién cumplido, el empleo recién cumplido…
El hombre de la cara cansada tampoco sintió envidia por aquel que durante un par de horas habló de logros, bienestar y esa apestosa palabra que a muchos llena de satisfacción: éxito. Estúpidamente, aquel hombre risueño y completo ignoraba lo que le vendría encima: faltaba poco para que todo se le viniera abajo: la depresión ya le apretaba los talones, ya era era moho, humedad bajo las plantas de los pies, él -el risueño y enérgico- sería el último en enterarse de la desgracia, de su propia desgracia; la vida ya levantaba el hacha.
El hombre agobiado revisó -en cambio- el suelto entre los bolsillos del pantalón de mezclilla. Había aprendido el valor de un peso y la fortuna de una moneda de diez; un billete era milagro, un acontecimiento. Caminó con rumbo a ningún lugar. Debía pensar, y pensó en Kant o en Conrad, caminantes de sombras. Algo se fue en aquel último encuentro. Fue el rompimiento, brutal, del Ser. Las golondrinas escapaban por pies de la inminente lluvia. El cielo gris oscuro anunciaba tormenta. El hombre cansado paró en el garage de una residencia de El Sur para ver caer millones de gotas de agua que no decían nada; ya nada. Recordó los días a la inglesa: la gabardina, el portafolios, el periódico doblado a lo largo, el paraguas y el acostumbrado trago en el bar cercano a la redacción. Las lecturas pendientes y los apuntes para las reseñas de libros y de autores, las necrológicas y los relatos de históricos que constituían su verdadera pasión. Estaba deprimido. En el hoyo. Era un inquilino del abismo. Y así.
¿Qué es la depresión? ¿Qué sucedido antes y después de la pandemia? ¿A dónde se fue aquel tiempo? ¿En dónde se encuentra lo que se pierde definitivamente? Parecía como si ahora, en la soledad, le tocara vivir la cara B del disco, todo lejano, fugado en el túnel del pretérito, la imposibilidad de jalarlo aunque sea en las noches insufribles del espanto, de la angustia. Y, en todo caso: ¿en dónde estaba Dios en aquel momento mientras la lluvia ya no decía nada, nada? Creyó que el juego había terminado y que él era sólo el síntoma, el fantasma de un yo hecho añicos. Estúpidamente, creyó que era el último vocero de un personaje que se creyó persona: que vivió, que tuvo hijos, que viajó por medio mundo, que almacenó una biblioteca, que escribió un par de relatos y jugó al futbol como extremo derecho. Al verlo, nadie le creería. Era la segunda parte de un cuento macabro. La depresión -estado de inmovilidad, de agotamiento de la autoestima, de tortuoso deseo de final letal- le tenía acorralado. Lo peor era que no se sentía víctima ni perseguido. Tampoco se creyó con los méritos suficientes para el acto heroico y trágico al estilo Jasón u Odiseo. Tampoco; eso era mucho pedir. La vida le había dado la espalda, como a millones, en un santiamén, ese era el dato duro. Lo demás, adjetivo. Era eso: en aquella reunión de El Sur se juntaron dos adverbios que se despidieron con la promesa de no volver a verse. El hombre cansado no quiso manchar la bella, quizá la última, tarde de aquel que fue entre líneas…
Lo peor -se dijo el hombre abatido sobre un silencio macabro- es que parece uno quiere estar así: nublado, desganado y triste. Tampoco el alcohol había cumplido con sus funciones. Hacía rato que en el boxeo a sombras se había dado cuenta que el dulce enemigo no ayudaba a volver a ningún lado: lo que se va no paga boleto de regreso. Ya era un hombre de ningún lado: pasaporte sin destino. Lo sostenían -paradójicamente- sus lecturas, los viejos autores y maestros. Y una pequeña porción de religión; pan casero de antes de la niebla. No ya Dios, sino una vaga y añeja idea de Dios. La depresión necesitaba una revisión lingüística y científica después del COVID: engullía como una sofisticada boa, poco a poco, primero las noches, luego las mañanas, luego la voluntad al despertar, barquito a la nada, a la mar del vació, del pantano que queda fuera del dibujo de las cosas, el arroyo invisible que no se nota entre el columpio y las rosas. El hombre feliz, aquel que subió al edificio para cumplir sus últimas tareas, todavía creía que el deseo, en el capricho y en las elecciones, esta corbata, este libro, esta camisa y aquel restaurante japonés, en donde los niños. Era un iluso, un ingenuo del progreso y la Ilustración. En el lado de acá, después del crack, todo era instante, a lo Kierkegaard: todo era este momento, superar el ahora, el aquí; y sin ganas ni aliento ni ilusión: era flotar, esperar la última llamada, la pitazo del árbitro, el minuto 90. El alivio. La nada. El olvido. La ausencia última del deseo y la necesidad.
Sería un error sostener que el hombre cansado -con la mirada hacia dentro- era un mediocre que no movió las piernas durante aquella maratón de desalientos. Intentó, como dicen ahora, reinventarse, humillarse, volver a empezar la ruta quebrada por la desventura. No había localidad para él en el gran teatro de la nueva normalidad. Ya era solamente su pasado. Carajo. Lo más lejano a él: él mismo. Lo más inalcanzable. Vagón colero de otro tren. Escribía; nunca se olvidó de escribir: torpe, pero insistente. Carta naviera desde la isla; el hombre cansado era, en efecto, una isla que se alejaba de tierra firme, ola a ola, día tras día, gaviota negra sobre la lontananza. El terapeuta escuchó el relato y no atinó a decir otra cosa que…