“Las cosas nunca salen exactamente como las planeaste. Sé que no lo hicieron conmigo. Aún así, como solía decir mi padre, ‘el tráfico es el tráfico y tú vas donde la vida te lleve’ y creces en un instante. Un día estás en pañales, al siguiente ya no estás”
Kevin Arnold. Capitulo final, Los Años Maravillosos (The Wonder Years)
La primera vez que marqué a casa de una niña con fines amorosos rondaba la decena de años, probablemente un poco menos. El sudor, las palpitaciones y el deseo ferviente de que ningún adulto contestará al otro lado de la línea delimitó la experiencia. La conversación que tuve no formará parte de mi biografía autorizada, simplemente no la recuerdo. Sin embargo, guardo en la memoria del alma la emoción-nervio-miedo-felicidad de aquel momento. Por eso, recién escuché la voz en off de la narración de Kevin Arnold, protagonista principal de Los Años Maravillosos (The Wonder Years), dentro Capitulo 5 de la primera temporada, The phone call, en el cual quiere hablar con Lisa Berlini (compañera de clase) e imagina todos los escenarios posibles, algo llegó a lugar dónde guardo los recuerdos. Era yo otra vez, sufriendo esa misteriosa sensación.
Canta Jakob Dylan (hijo de Bob) que el amor es un país que debes cruzar cuando de preferencia eres joven. No lo sé, pero el guion desarrollado por Neal Marlens y Carol Black, los creadores de la serie, supieron exactamente que buscaban. “Los Años Maravillosos” (emitidos de 1988-1993) ganó un total de 22 premios de sus 54 distintas nominaciones, entre ellos un Emmy a la mejor serie de comedia en 1988. Sí, suena como pre-cuarentena pero aún es más para atrás. Eso en un programa familiar que rascó un lapso en la historia (1968 a 1973), dónde se concentraron una serie de acontecimientos que moldearon a una generación, una época de cambios muy marcados, de ruptura en el contexto social y político, tiempo convulso en la vida de los Estados Unidos de América. Los asesinatos de Robert F. Kennedy y Martin Luther King, el principio del fin de la guerra de Vietnam, el hombre en la luna, la revolución sexual, Watergate, todo ello visto a través de los ojos de un niño/adolescente que crece con su entorno, una familia promedio en los suburbios de cualquier ciudad norteamericana.
La producción, ambientación y sobre todo la música que acompaña (literalmente hace compañía) a la serie es un paseo entre lo mejor que se puede escuchar de aquel tiempo. La voz rasposa de Joe Cocker con el cover de “A little help of my friends” — estupenda melodía de Lennon y McCartney incluida en esa biblia que es el Sargent Pepper — es la canción con la que los creadores decidieron que iniciara los episodios. No los culpo, la crónica plantea la importancia de recorrer un camino con la gente que uno quiere. Los amigos, el amor, la familia. La trama nos cuenta cómo era la vida (una vida) a través de una misma persona en una etapa tan infravalorada (y tan misteriosa) como es la adolescencia. Y cómo ésta es capaz de moldear y atesorar recuerdos que marcan la vida. Amistades que crecen al ritmo que el ADN de tus células lo hace y amores que te dejan una marca especial, un recuerdo indeleble, algo similar a la carrera de celebración de Marco Tardelli en el mundial de España 1982.
Los personajes de la serie son cualquiera de nosotros, tú, ella, tus amigas, tu familia, tus hermanos. Las historias que narra las vemos con los ojos de nuestros recuerdos y estos, por lo general, están conectados al alma. Por eso cuando decidimos voltear a recordar (pasar de nuevo por el corazón) lo que vivimos lo empalmamos con todas esas sensaciones que se generan al estar conectados con este relato visual.
Hoy día estamos saturados de series a través de muchas plataformas. Doctores, dragones, policías, bomberos, detectives, familias disfuncionales, familias tradicionales, incluso equipos deportivos, pero ninguna me lleva a lugares puntuales de caminos recorridos, a sensaciones y personas que lograron dejar una huella en mi memoria. La memoria es selectiva y es un juguete que debemos manejar con cuidado, por eso “Los Años Maravillosos” es la dosis necesaria para hurgar en ese espacio de la pubertad que nos pinta una sonrisa.
Sabina nos recuerda que “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”; sin embargo, hay historias que no hace falta mover, que suceden de muchas maneras en el tiempo, que a pesar de que son pasado toman cauces diversos según vayamos creciendo y que siempre serán perfectas desde la luz de nuestra memoria. ¿No es así, Winnie y Kevin?.