Eran cerca de las cinco de la mañana. Nadie miró el reloj para cerciorarse que fuera la hora que creímos. Extrañamente, el sol estaba ya saliendo. Íbamos rumbo a donde guardaban el alimento. La jefa del internado donde estábamos nos pedía que fuéramos a traer huevos para el desayuno. Salimos por la puerta principal y encendiste un cigarrillo, rojo, como de costumbre. Vestías una playera de cuello alto, manga larga, color negra, un pantalón como de pana, también de color negro. y unas botas cafés bastante gastadas por los esfuerzos diarios. Yo, en cambio, vestía esa falda gris de siempre, la que me llegaba por debajo de la rodilla, una blusa negra de cuello alto, también de manga larga, como la tuya. Calzaba también unas botas, negras, menos gastadas que las que tú vestías.
Me explicabas algo como lo hacías siempre, en voz muy baja, suave, pero inteligible siempre y con ademanes de por medio: a cada palabra, un movimiento extenso de manos, que era mejor ser vegana que no serlo; y yo, te llevaba la contra por el simple hecho de estar en contra: ni siquiera estaba a favor de mi punto. Creía que alargaba las nimiedades para hacerlas permanecer por el tiempo que transcurría. Sólo quería seguir a merced de tus palabras.
A lo lejos escuchamos varias campanas golpeándose entre sí: alguien estaba tirando de ellas para así hacerlas sonar. Era de mal augurio, eso me dijiste de repente. Pensé que estabas bromeando.
Sobre ese mismo estrecho pedazo de tierra donde caminábamos, después de que te dijera que las campanas parecían estar profanando algo, nos acercábamos a un barranco y yo, de repente, caía. Alcancé a decirte que te quería, creo, no recuerdo. Tampoco recuerdo que me hubieras escuchado. Tú me viste caer por el precipicio aquél como se ven caer las hojas llegado el otoño, sin prisa, esperando el cambio. No pudiste más que callarte, corrieron por tus mejillas lágrimas saladas. Y decidiste saltar detrás de mí, sobre el borde de ese cúmulo de tierra. Como un impulso.
Sentirme suspendida en el aire
me hizo despertar de aquél sueño,
pero me encontré sólo
con tu recuerdo.
Te habías marchado ya.
Aquél encuentro, por trágico y efímero que haya parecido, fue bello. Un símil de fantasma: el amor. Aquél roce significó demasiado: inicio y fin de algo que nunca pasó realmente, pero que nos hizo permanecer ahí, queriendo saber qué habría sucedido. Un atisbo de recuerdo que habita en un rincón de nuestras mentes.
Para morir hemos nacido.